Escrito por
Federico Romero Díaz, autor de la novela No lleves flores a mi tumba.
De todos es
conocido el gran incendio que asoló
Roma bajo el gobierno de Nerón, el mes de julio del año 64. d.C.. La literatura, el cine y la pintura se han encargado
de representar ampliamente este suceso que ha quedado grabado en nuestro
imaginario colectivo. Por poner un ejemplo, todos recordamos la escena de la
película “Quo Vadis” en la que Nerón, encarnado por el actor Peter Ustinov,
canta mientras Roma es quemada por sus hombres.
Es cierto que el
desastre ocasionado por las llamas fue considerable y los daños causados
numerosos: se destruyó parte de la zona
del Circo Máximo, el palacio personal de Nerón, el Templo de Vesta
y el de Júpiter. En total, los
distritos arrasados fueron cuatro y los que sufrieron daños de importancia,
siete más. Roma se vio seriamente
afectada y las sospechas sobre la autoría del desastre, en el caso de que
hubiera sido realmente intencionado, recayeron casi a partes iguales entre el
Emperador, que aprovechó el espacio libre para construir su inmenso palacio
personal, la Domus Aurea, y los culpables señalados por él, los cristianos. El
siniestro del 64 d.C. es de cualquier manera uno de los sucesos más conocidos
de la Roma Imperial.
Lo verdaderamente
extraño es que en el año 80 d.C..,
tan solo dieciséis años después, siendo emperador el breve Tito Flavio Sabino Vespasiano, se produjo uno de similar magnitud
que apenas conocemos, a pesar de ser mencionado en diversas fuentes. A sí fue
descrito por Suetonio:
“En su reinado no hubo más accidentes que los naturales, como la erupción del Vesubio, un incendio en Roma, que duró tres días y tres noches y una peste cruel. En estos casos se mostró sensible y benéfico, socorriendo a todos”
“En su reinado no hubo más accidentes que los naturales, como la erupción del Vesubio, un incendio en Roma, que duró tres días y tres noches y una peste cruel. En estos casos se mostró sensible y benéfico, socorriendo a todos”
Uno no puede dejar
de preguntarse por el motivo. ¿Porqué a nivel popular todos conocemos el
incendio de Nerón y desconocemos sin embargo el de Tito, tan catastrófico o más
que el anterior?.
Antes de responder
a esta pregunta es conveniente conocer más a fondo la catástrofe del 80 d.C. en
sus diferentes aspectos.
EL INCENDIO DEL 80 d.C.
Origen
La primera cuestión
que surge al analizar el suceso es que los
incendios en Roma eran frecuentes. Ya bajo el gobierno de Cesar y en el de Augusto, se adoptaron medidas de diferente índole que trataban de
mejorar la situación con mayor o menor fortuna. Una de las más conocidas fue la
creación del cuerpo de “vigiles” tras el devastador incendio del año 6 a.C. Era difícil atajar el
fuego en una ciudad superpoblada, llena de “insulae” construidas en madera y
ladrillo, de talleres de todo tipo que tenían depósitos de leña, hornos o de
miles de hogares que las familias utilizaban para cocinar, etc.
En las fuentes no
se hace mención a ningún culpable del desastre del 80 d.C. , por tanto, lo más
lógico sería achacar el comienzo del incendio a un hecho fortuito. Dion Casio nos dice:
“Seguramente el
desastre no fue de origen humano, sino divino”.
Daños causados y desarrollo del incendio
En este aspecto la
mejor fuente para conocerlos es Dión
Casio que hace una enumeración de los monumentos más importantes destruidos
o seriamente afectados por las llamas: “Panteón de Agripa, el Templo de Júpiter, el Diribitorium, el Teatro de Pompeyo
y la Saepta Julia, entre otros”. A esta larga lista de grandes monumentos
que ahora vamos a conocer en detalle hay que añadir como es lógico, las
innumerables construcciones menores, las viviendas, los talleres, tiendas…. que
los rodeaban.
Aunque aceptemos
que el grado de destrucción del incendio del 80 d.C. no fuera tan desastroso
como el del 64 d.C., hay que reconocer que el número y la importancia de los
edificios destruidos es más que considerable.
Empecemos con el
listado y la reconstrucción aproximada
del recorrido de las llamas que durante tres días con sus noches devastaron
Roma:
Inicialmente el
fuego se propagó principalmente por el distrito
Flaminio y fue allí donde el
incendio fue más intenso. En esa zona ardieron varios monumentos de gran
importancia como el Circo Flaminio que
era el punto de partida de los desfiles triunfales. También se consumió entre
las llamas el Pórtico de Octavia, la
hermana pequeña de Augusto, con sus escuelas, curia y biblioteca. Afortunadamente, se salvó el conjunto
escultórico, obra de Lisipo, que representaba a Alejandro Magno entre 25 de sus jefes de caballería en
la batalla de Gránico. El Pórtico será restaurado sucesivamente por Domiciano y
tras un nuevo incendio, por Septimio Severo y Caracalla.
Sólo una parte del Campo de Marte se salvará. La diosa
Fortuna permitió que el Mausoleo de Augusto, actualmente en restauración, se
salvara de las llamas y pueda ser hoy admirado. También sobrevivieron los baños
de Nerón y el Horologium, el reloj solar más grande de la Antigüedad con su
gran explanada de mármol con líneas de bronce incrustadas, su cuadrante y su
obelisco, traído por Augusto desde Heliópolis, Egipto.
En el centro de la ciudad, la Saepta Julia, que consistía en un gran patio rectangular con galerías de dos pisos de altura y que había servido sucesivamente como lugar de votaciones, escenario para la lucha de gladiadores y mercado. Ardió hasta su destrucción. Anexo a la Saepta, el Dibiritorium, un amplio salón con unas famosas vigas de 30 metros, quedó asolado y nunca más fue restaurado.
Cercano al Tiber,
el Panteón de Agripa fue presa de
las llamas. El original guardaba poco parecido con el que hoy podemos admirar
en la Plaza de la Rotonda. Era de planta rectangular y tenía su entrada por el
lado opuesto al actual, por el lado Sur. Su aspecto era imponente y fue
construido en torno al 27 a.C. para glorificar a la “gens” Julia. Será reparado por Domiciano, aunque en tiempos de
Trajano, en el 110 d.C. sufrirá una nueva destrucción que posibilitará su
entera reconstrucción por parte de Adriano. Muy cercanos a este edificio
estaban el Templo de Neptuno y las Termas de Agripa que fueron las
primeras grandes termas construidas en Roma.
Plano de la Roma Imperial |
En la zona del Capitolio,
fue afectada la zona más antigua de la ciudad. El Teatro de Pompeyo, que había sido el primer edificio de la ciudad
realizado en mármol, perdió su escenario recién restaurado. El Pórtico de Pompeyo, una de las zonas de
esparcimiento del pueblo romano también fue presa de las llamas. Además del
complejo de Pompeyo, también fueron destruidos el Teatro de los Balbo y el
Teatro de Marcelo. Este último ya había sido dañado en el incendio del 64
d.C. y en el 69 d.C.. durante las luchas entre Vespasiano y su rival Vitelio.
El mismo corazón de
Roma, el Capitolio se vio afectado. En su cima, el Templo de Júpiter, uno de los lugares más sagrados de Roma ardió
por completo. Allí los generales victoriosos consagraban sus armas al Dios. Es
necesario mencionar que este mismo templo había sido destruido por sucesivos
incendios en el 83 a.C.y en el 69 d.C. durante las luchas civiles entre
Vespasiano y los partidarios de Vitelio. Tras arder en el 80 d.C., el edificio
fue reconstruido y revestido completamente en mármol. Circunstancia que al
parecer le salvó de incendios posteriores. El Templo de Juno, muy próximo al de
Júpiter, sí que pudo salvarse de ser devorado por las llamas.
Con la destrucción
del Templo de Júpiter en el Capitolio, terminamos con la lista de grandes
edificios y monumentos arrasados. Es necesario insistir en las incontables
viviendas, talleres, tiendas, “insulae”, tabernas,
etc. que el fuego consumió en esos tres días. De la suma de todo lo mencionado,
podemos asumir sin riesgo a equivocarnos la considerable magnitud del desastre
que supuso para Roma este incendio.
Reparación de los daños
Los romanos no se
caracterizaron por ser un pueblo que se rindiera fácilmente ante las
adversidades. Ni siquiera ante una de estas dimensiones.
La prematura muerte
del querido emperador Tito, el que según Suetonio “Era tan superior que
era un placer para la raza humana, “, dejó
en manos de, su no tan amado hermano y sucesor, Domiciano la responsabilidad de
reconstruir una ciudad que, como ya he mencionado, había sufrido incendios
repetidos en el 64 d.C. bajo Nerón, en el 69 d.C. famoso año de los cuatro
emperadores y en el 80 d.C., que nos ocupa en este momento.
Los proyectos
urbanísticos de Domiciano eran muy ambiciosos, No se conformó con reconstruir
lo quemado. Su intención fue renovar
casi por completo la capital cultural del Imperio. Levantó, completó o
rehabilitó decenas de nuevas estructuras, entre las que destacaron un odeón, un
estadio cuyos restos están hoy día bajo la Plaza Navona y un palacio en el
Palatino construido por el arquitecto Rabirio. También restauró el Templo de
Júpiter y revistió su techo de oro. Además sabemos que completó el Templo de
Vespasiano y Tito, el Arco de Tito y el Anfiteatro Flavio, al que añadió un cuarto nivel, mejoró el
acabado de la zona interior en la que se sentaba el público y añadió la parte
subterránea del edificio.
Como ya he indicado
anteriormente la importancia del incendio del año 80 d.C., tras la enumeración
de los edificios y distritos afectados, es más que evidente. Por lo tanto, no
podemos dejar de buscar el motivo de la diferencia de difusión y conocimiento a
nivel popular entre un incendio y otro. ¿Cuál fue la causa de que todos sepamos
que en 64 d.C. Roma sufriera un incendio devastador y de que sin embargo el
incendio del año 80 d.C. que sucedió tan solo 16 años después, pase inadvertido
a nuestra “memoria colectiva”?. Tácito
nos da una pista:
“Nerón buscó rápidamente un culpable e infringió
las más exquisitas torturas sobre un grupo odiado por sus abominaciones, que el
populacho llama cristianos. Cristo, de quien toman el nombre, sufrió la pena
capital durante el principado de Tiberio de la mano de uno de nuestros
procuradores, Poncio Pilatos, y esta dañina superstición resurgió no solo en
Judea, fuente primigenia del mal, sino también en Roma, donde todos los vicios
y los males del mundo hallan su centro y se hacen populares. Por consiguiente
se arrestó primeramente a todos aquellos que se declararon culpables; entonces,
con la información que dieron, una inmensa multitud fue presa, no tanto por el
crimen de haber incendiado la ciudad como por su odio contra la humanidad. Todo
tipo de mofas se unieron a las ejecuciones. Cubiertos de pellejos de bestias
fueron despedazados por perros y perecieron, o fueron crucificados, o
condenados a la hoguera y quemados para servir de iluminación nocturna, cuando
el día hubiera acabado.”
Un estudio de Brent D. Shaw. en el Journal of
Roman Studies de la Universidad de Cambridge pone en cuestión estas afirmaciones de Tácito.
Según sus investigaciones es indudable que si se produjeron persecuciones
después del incendio, dado que Nerón necesitaba encontrar una cabeza de turco,
pero no pudieron ir dirigidas contra los cristianos, que entonces no estaban
señalados como un culto pernicioso. La cuestión es francamente interesante pero
no es la que nos ocupa en este momento. Basta con saber que este texto de
Tácito sirvió de fuente a los historiadores posteriores, especialmente a los
cristianos.
De esta manera hemos acabado relacionando el incendio sucedido bajo el gobierno de Nerón con el martirio de los cristianos, garantizándose así el recuerdo futuro del suceso. Por el contrario, en el incendio del 80 d.C., posiblemente tan fortuito como el del 64 d.C. no se buscaron culpables, al menos que sepamos. El “amable” Tito, primero, y Domiciano después, se centraron en ayudar a los damnificados y en ir reparando o reconstruyendo las zonas afectadas. La erupción del Vesubio el año anterior y la terrible peste que, casi simultáneamente al incendio, asoló toda Italia, llevándose consigo incluso al Emperador, también contribuyeron a diluir el recuerdo del suceso, al fin y al cabo uno más entre tantas calamidades y desastres naturales.
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