diumenge, 11 d’agost del 2013

LOS HERMANOS

Un relato de Anastassia Espinel Souares


                                            ¡Observa cómo se matan los hermanos unos a los otros!
                                                                      Sutta Nipata 

            Según la vieja tradición circense, la víspera de cada combate de gladiadores se celebraba la llamada cena libera, un banquete público ofrecido por el organizador de los juegos a los luchadores destinados a combatir en la arena del Circo Máximo el día siguiente. Semejantes celebraciones solían atraer numeroso público procedente de todos los rincones de Roma, desde las míseras casuchas de Suburra hasta las elegantes mansiones del Palatino, no para participar de las viandas sino para ver de cerca a los mismos comensales, aquellos infelices señalados por la muerte, que se entregaban a los placeres de la mesa quizás por última vez en su miserable vida. Paseándose entre las mesas que se doblaban bajo el peso de exquisitos manjares y bebidas, el público contemplaba a los gladiadores con cierto deleite morboso y, una vez conocidos sus nombres, hacía delante de ellos sus apuestas.
            La cena libera de esta noche aparentaba ser como todas las demás. Como en todas las ocasiones, el viejo Prisco, organizador de los juegos y el dueño de la mitad de las fieras y luchadores, no perdió la oportunidad de jactarse de su riqueza y generosidad. Sin embargo, esta vez cierto halo de misterio parecía flotar entre las paredes del espacioso salón y el centro de atención del público no eran, como de costumbre, los jóvenes y apuestos atletas sino el mismo anfitrión, aquel gordiflón pequeño y rubicundo que solía lucir vistosos atavíos al estilo oriental y escondía su calvicie bajo una suntuosa peluca egipcia.
     
       - ¿Dónde están tus nuevas adquisiciones? ¿Dónde están tus nuevos luchadores? - no dejaban de preguntar los visitantes - ¿Por qué los escondes, viejo bribón? ¡Queremos verlos ahora mismo!
            - Prometo que mañana los verán en la arena combatiendo uno contra otro y los podrán apreciar en su justo valor - contestaba Prisco evasivamente.
            - Pero he decidido apostar por uno de tus novatos todo mi dinero - profirió hipando un hombrecillo enclenque y visiblemente borracho, ataviado con una toga remendada y dudosamente limpia - ¿Acaso puedo hacerlo a ciegas?
            - Te cuento, buen hombre, que ambos novatos tienen la misma edad, unos dieciocho años, no más, igual de fuertes, igual de robustos e igual de hábiles con las armas, cada uno con las de su tierra. Como ves, sus chances son iguales así que sólo Júpiter y otros dioses pueden guiarte en tu decisión, amigo -. Con estas palabras Prisco entornó sus ojillos de cerdo con aire significativo y misterioso. 
            - ¿Dices que son bien parecidos? - exclamó con vivo interés una dulce y melodiosa voz femenina. Pertenecía a una mujer alta y esbelta, cubierta de pies a cabeza con una gruesa capa de lana burda que solían llevar las aldeanas. Sin embargo, el exquisito perfume de nardo indio que dejaba a su paso, la blancura y la delicadeza de sus manos y unos mechones cuidadosamente ensortijados que sobresalían de debajo de la tosca capucha evidenciaban que era una de esas matronas adineradas que acudían a semejantes reuniones para vivir la apasionante aventura de gozar de las caricias de un gladiador la noche anterior al combate convirtiéndose tal vez en la última mujer de su vida.
            - Como un par de jóvenes dioses, señora - respondió Prisco con una sonrisa empalagosa.
            - Entonces, los quiero aquí inmediatamente - exigió la matrona -. Quisiera consolar a uno de esos muchachos antes de la batalla... o incluso a ambos. ¿Por qué los quieres privar de ese último placer?
            - Porque no quiero, bella señora, que le pase algo malo a tí o a alguno de mis otros huéspedes - objetó Prisco -. Debo mantenerlos encerrados por la misma razón que a mis leones, panteras, osos y otras fieras. Aquellos muchachos provienen de los mismos confines del mundo habitado así que no hablan ninguna lengua civilizada y no se diferencian mucho de los animales salvajes. 
            - ¡Muéstralos, muéstralos! - vociferaba el público pero el viejo Prisco se mostraba inflexible y tan sólo se frotaba las manos sin poder disimular su dicha. Las apuestas prometían ser exorbitantes y los juegos, espléndidos y fructuosos como nunca.    
            Mientras tanto, los "jóvenes dioses" permanecían encerrados en sus respectivas celdas, en medio de la oscuridad y el silencio, completamente ajenos al alboroto que reinaba en el lujoso salón de Prisco y a las cuantiosas apuestas de sus visitantes. Realmente, procedían de dos rincones opuestos del mundo pero ahora los separaba tan sólo una pared y el día siguiente tendrían que enfrentarse en una lucha a muerte para divertir a los habitantes de la ciudad más grande y poderosa del mundo. Sería un espectáculo magnífico porque el astuto Prisco, tratando de hacerlo aún más exótico, había decidido que los novatos combatieran en la arena sin las armaduras y cascos tradicionales sino luciendo los atavíos típicos de sus respectivas patrias.
            Consciente del carácter arisco e iracundo de los jóvenes bárbaros, Prisco había ordenado vestirlos con varias horas de anticipación para evitar cualquier incidente así que los futuros contrincantes permanecían en su encierro completamente listos pero sin sus armas las cuales recibirían tan sólo al salir a la arena.
  
     
         El joven encerrado en la celda contigua al salón medía más de cuatro codos; tenía un cuerpo fornido de músculos prominentes y proporciones perfectas. En su rostro de pómulos bien marcados, nariz corta y recta y mentón casi cuadrado se destacaban unos ojos de un color azul muy claro, casi celeste, brillantes y muy abiertos. Como todos los guerreros de su raza, peinaba su largo cabello rubio claro con una gruesa trenza que le caía hasta la cintura y no vestía más que unos pantalones de cuero, un cinturón adornado con placas en forma de serpientes enroscadas y un macizo collar de bronce con la imagen de un dragón de fauces abiertas. Para el combate complementaría su atuendo con un espléndido casco con dos cuernos curvados, destinados a inspirar temor en el enemigo; un gran escudo rectangular tallado en sólida madera de roble, forrado con la gruesa piel de alce y reforzado con placas de bronce y una formidable hacha de doble filo, el arma probada de los guerreros de su tierra.
            Para los romanos todos los hombres como él eran simplemente germanos pero ellos mismos jamás se denominaban así y no formaban un sólo pueblo. Eran varias tribus: cimbros, teutones, marcomanos, queruscos y muchos otros grupos que vagaban por los infinitos bosques, salvajes y libres al igual que los majestuosos uros, furibundos jabalíes, cautelosos linces, alces con cuernos como palas, enormes osos pardos y otros habitantes de las sombrías espesuras. El joven destinado a luchar en el Circo Máximo pertenecía a la tribu de los cimbros, la más septentrional de todas, que habitaba en una gran península fría y nebulosa, vagamente descrita por algunos eruditos griegos y romanos como Quersoneso Címbrico1. En aquel entonces, no eran nómadas pero el corto y lluvioso verano no les permitía cultivar más que un poco de avena y centeno utilizados casi exclusivamente como alimento para los caballos y el ganado. Los cimbros comían carne, bebían leche, de vez en cuando complementaban su ración con gachas e insípido pan negro y no se quejaban de su destino ni al gran padre Wodan ni a otros dioses. Hubo años en que los inviernos se tornaban demasiado crudos y los veranos, demasiado lluviosos provocando la muerte de numerosos caballos y reses. Entonces, la hambruna golpeaba a la tribu, obligándola a sacrificar a todas las niñas recién nacidas y a abandonar a los ancianos en el bosque a la merced de los lobos y las heladas. Era una existencia dura pero los cimbros no conocían ninguna otra y nunca hubiesen pretendido cambiarla de no ser por la voluntad de los mismos dioses.
            "Jamás hubiésemos dejado nuestra tierra pero los mismos dioses nos obligaron a hacerlo..." El joven encerrado en la oscuridad trataba de rememorar aquellas palabras repetidas en numerosas ocasiones por los hombres más viejos de su tribu y también, la historia de la grandiosa catástrofe que había obligado a los cimbros a abandonar su territorio ancestral y emprender el viaje en búsqueda de tierras más acogedoras.
            Justo en el año de su nacimiento el Quersoneso Címbrico sufrió una descomunal inundación debido a que unas lluvias torrenciales hicieron crecer los ríos. Además, hubo tormentas desastrosas y altas mareas. Las aguas del océano cubrieron casi toda la península obligando a los hombres a refugiarse en las cimas de las colinas. Al retirarse el mar, el suelo quedó tan impregnado de sal que no crecía ni avena ni hierba para el ganado y el agua en todos los pozos había adquirido un repugnante sabor salobre. Entonces, los cimbros cargaron sus escasos bienes en unos carromatos, reunieron a unos pocos animales sobrevivientes tras el diluvio y partieron hacia el sur.
            El viaje era penoso y largo. Al entrecerrar los ojos, el joven veía a su gente atravesar los cenagosos pantanos y abrirse caminos a través de las intransitables espesuras; luchando contra las torrenciales lluvias del verano y las crueles nevascas del invierno; avanzando sin parar y sin detenerse en un solo sitio por más de unos pocos días. Los ancianos morían quedándose para siempre al borde del camino, enterrados en grandes túmulos; las mujeres daban a luz recostadas en el fondo de los carruajes en plena marcha y los recién nacidos iniciaban el viaje sin darse cuenta de ello.
     
       Todos los diecisiete años de su vida transcurrieron en movimiento; las canciones de cuna que le cantaba su madre se fundían con el chirrido de las ruedas y la borrosa visión del rostro de su padre, a quien apenas recordaba, desvanecían entre el humo de las fogatas, aquella única salvación en las gélidas noches invernales. Perdió a su padre, que murió ahogado tratando de cruzar un pequeño lago sobre una capa de hielo demasiado delgada, cuando la tribu avanzaba por el valle del río Albis2 que llevaba sus aguas a través de los densos bosques de robles, abetos y abedules. Cuando cumplió la suficiente edad como para fabricar su primer arco y flechas, los cimbros llegaron al nacimiento de otro gran río sin saber que era el Danubio y por primera vez en la memoria de la tribu vieron las grandes montañas cuyas cumbres nevadas tocaban las nubes y seguramente estaban pobladas por las misteriosas divinidades de aquellas lejanas tierras. Cuando se convirtió en hombre y guerrero, cruzaron una cuenca montañosa penetrando aún más lejos al sur y en la linde de un bosque se enfrentaron por primera vez a los romanos. No los consideraron rivales serios porque en comparación con aquellos hombres de corta estatura y complexión más bien frágil los cimbros eran verdaderos gigantes pero ya en la primera batalla se hizo evidente que toda la fuerza y el coraje no eran suficientes para luchar contra Roma cuyos soldados manejaban sus mortíferas espadas cortas con una perfección inigualable y combatían de una manera tan bien organizada que no tardaron en doblegar a los advenedizos, matando y capturando a sus mejores guerreros. La mayoría de los cautivos prefirieron la muerte a la esclavitud ahorcándose con sus propios cabellos pero el más joven, aturdido y trastornado, no tuvo suficiente ánimo para seguir al más allá a sus compañeros mayores y ahora, cuando las almas de otros guerreros cimbros estaban brindando con los espíritus de sus ancestros y con el mismo padre Wodan en su imperecedero reino de la luz,  permanecía aislado en las tinieblas, completamente solo, preparándose a luchar no por su vida y libertad sino únicamente para la diversión de sus enemigos. Sintió que una mano invisible, más fría que los inviernos del Quersoneso Címbrico, su semiolvidada madre patria, apretaban su corazón y, tratando de liberarse de aquella sensación, procuró evocar los momentos felices de su vida: la interminable travesía a través de los bosques verdes en primavera y en verano, dorados en otoño y blancos en invierno; la tímida luz del pálido sol boreal filtrándose a través de las copas de seculares robles y reflejándose en los níveos troncos de los abedules; las blancas campanillas de anémonas, violetas azules y prímulas doradas como minúsculos soles sobre la verde alfombra de musgo; la fresca y húmeda brisa acariciando los acalorados rostros de los cazadores que regresan del bosque portando sobre sus hombros un alce o un jabalí cobrado; las tímidas sonrisas y las cariñosas miradas de las muchachas, todas como una, altas, fuertes y rubias. Luego, todo eso desapareció ante la horripilante visión de un campo sembrado de cadáveres en la linde de un bosque al pie de las misteriosas montañas de cumbres nevadas y de los últimos guerreros cimbros ahorcándose con sus propias trenzas ante sus estupefactos vencedores... Ya no podía pensar en nada más, ni en el odioso público romano ni en su futuro contrincante, aquel desconocido que aguardaba su destino al otro lado de la puerta, igual de solitario y sumido en la oscuridad.
         
   El otro luchador, encerrado en la celda vecina, permanecía sentado en el piso, inmóvil y retraído; la trémula luz de la luna que penetraba a través de las rejas de la estrecha ventanilla, bajo el mismo techo, alumbraba su perfil fino y algo alargado otorgándole una pulidez casi divina, se reflejaba en sus ojos negros y misteriosos como dos pozos sin fondo y otorgaba un extraño brillo metálico a su piel cuyo tono atezado evocaba los antiguos bronces egipcios. Tenía la cabeza afeitada salvo una franja de cabello negro, con reflejos azulados, que se extendía de la frente a la nuca; aquel peinado extraño acentuaba muy provechosamente la orgullosa postura del joven y la exótica belleza de sus facciones. Era casi tan alto como su rival germano pero no tan macizo y corpulento sino ligero, ágil, más bien delgado y de proporciones impecables que se adivinaban con facilidad bajo su vestimenta, una holgada túnica azul que le llegaba hasta los tobillos. Mañana, antes de salir a la arena, el joven moreno escondería su rostro bajo un alto turbante provisto de un tupido velo oscuro, atacaría a su enemigo con una larga lanza de punta triangular y se protegería tras un escudo, también en forma de triángulo, fabricado de la gruesa piel de orix, el más hermoso, fuerte y veloz entre todos los antílopes del Gran Desierto. 
            Al acordarse de su tierra natal, suspiró profundamente y agachó la cabeza rozando con la frente una ancha pulsera de piedra pulida que envolvía su brazo nervudo y largo por encima de la muñeca; un adorno pesado, tosco y aparentemente incómodo pero muy útil en la batalla porque protegía el brazo contra las estocadas y permitía ocultar un pequeño cuchillo arrojadizo, el arma probada de los guerreros de su raza desde los tiempos remotos, cuando sus ancestros aún poblaban las rocosas islas del Egeo y no tenían ni idea sobre el severo y enigmático mundo del Gran Desierto.
            Nadie, ni siquiera las mujeres más ancianas, aquellas guardianas de la sabiduría tribal, recordaban la razón que había impulsado a sus antepasados a abandonar las islas del mar y arrojarse sobre las fértiles campiñas de Egipto. Pero hasta el niño más pequeño de su raza conocía la triste historia de las desventuras de su pueblo en el país del Nilo, cuyo faraón, el valeroso Merenptah, rechazó exitosamente a los invasores y, dominado por el deseo de convertirlos en sus esclavos, les cortó todos los caminos hacia el mar persiguiéndolos incansable hasta los límites del Gran Desierto. El soberano egipcio creía que sus enemigos derrotados jamás se atreverían a adentrarse en aquel infinito océano de arena y calor infernal así que tarde o temprano caerían a sus pies rogándole por sus miserables vidas. Pero, en vez de asumir el yugo de la esclavitud en el fértil y próspero Egipto, los ancestros de su pueblo prefirieron vivir como hombres libres en pleno corazón del desierto. Prosiguieron su marcha entre el interminable laberinto de rocas muertas y dunas traicioneras, de un oasis al otro; luchaban contra la todopoderosa arena, capaz de enterrar bajo su mortífero manto hombres, animales, fortalezas y ciudades enteras; contra el calor infernal del día, contra el frío glacial de la noche y también, contra los agricultores negros de los oasis que, a pesar de su carácter poco belicoso, no querían compartir con los advenedizos sus escasas cosechas ni la preciada agua.
        
    Año tras año, siglo tras siglo, los descendientes de los pueblos del mar aprendieron a defenderse del implacable sol y de las desastrosas tormentas de arena; a encontrar el agua guiándose por unas señales apenas perceptibles; a orientarse entre las dunas y rocas incluso con los ojos cerrados; a cazar gacelas, antílopes, avestruces y otros animales del desierto siguiendo sus rastros sobre la arena y acechándolos en los abrevaderos; recolectar los blanquecinos granos de dryna1 y secar al sol grandes cantidades de dátiles, el mayor tesoro de los oasis. Con el tiempo lograron subyugar a los pacíficos labradores negros, quitándoles sus rebaños y obligándolos a pagar tributo con legumbres y cereales de sus campos. Fue así como se convirtieron en unos auténticos soberanos del desierto, una nueva y misteriosa "raza guerrera sin leyes", conocida entre los eruditos griegos y romanos bajo el nombre de los garamantes.
            "Hemos pagado un precio demasiado caro por salvarnos de la esclavitud - solía repetir la más anciana entre todas las mujeres de su clan . - Ningún pueblo posee tanta libertad como el nuestro y así será por siempre, mientras permanezcamos dentro de los límites del Gran Desierto y no volvamos a codiciar riquezas ajenas."
            Fieles a aquel legado, los garamantes nunca violaban las fronteras del desierto y se acostumbraron a aquella existencia severa y pobre hasta tal punto que no deseaban ninguna otra. Hacía tiempo habían dejado de extrañar las soleadas islas del Egeo y aprendieron a amar la salvaje belleza del Gran Desierto con sus verdes oasis, aquellas auténticas piedras preciosas engastadas en el reluciente oro de las arenas; sus inmensas planicies bañadas con la luz límpida y purificadora, más intensa y clara que en cualquier otra parte del mundo; con el misterioso canto de las palmeras datileras que se fundía en su memoria con las canciones de cuna que entonaba su madre y con el estruendo de los grandes tambores que acompañaban las alegres fiestas juveniles a la luz de las hogueras; con sus inolvidables noches del "fuego celestial", cuando miles de relámpagos azulados partían el cielo como filos de espadas de misteriosos guerreros celestiales del gran Hombre Azul, el legendario progenitor de los hijos del desierto, combatiendo con los demonios de Deblis, el malvado espíritu de las arenas movedizas.
            A pesar de todos los peligros y privaciones, el Gran Desierto era generoso porque otorgaba al hombre unos dones tan inapreciables como el tiempo, la paz interior y todo lo necesario para encontrarse a sí mismo, estudiar el mundo a su alrededor y meditar contemplando las estrellas. Fuera del desierto, seguramente no había ni paz, ni tiempo porque todos los que venían de allá, incluyendo a los soberbios y ruidosos romanos, no sabían apreciar ningún don del desierto, salvo el agua y la tierra fértil de los oasis.
        
    Los romanos... Se jactaban de su valor creyéndose los mejores guerreros del mundo pero, en realidad, no debían sentirse orgullosos por haber vencido a los garamantes, porque, en realidad, jamás pudieron derrotarlos en guerra abierta, y ni su célebre táctica, ni sus temibles espadas cortas y ni siquiera sus mortíferas catapultas resultaron útiles en el Gran Desierto donde podía perderse sin rastro toda una legión junto con la impedimenta y los animales de carga.
            Sin embargo, los garamantes eran pocos y estaban dispersos entre sus oasis mientras los romanos llegaban a Libia como nubes de langosta fundando nuevas colonias, expulsando a la "raza guerrera sin leyes" a los rincones más apartados del desierto y cortándoles el acceso al agua. Acorralados por todas partes, algunos clanes depusieron las armas reconociendo la soberanía de Roma; otros seguían luchando pero el número de aquellos libres hijos del desierto disminuía año tras año.
            ... El joven entrecerró sus ojos y ahora veía con nitidez un pequeño grupo de hombres de su clan, capturados tras un intento frustrado de expulsar a los romanos de los alrededores de un pequeño palmeral en cuyo fondo se ocultaba un viejo pozo.  Oía la estridente voz del centurión quien, a través de un intérprete númida, trataba de explicar a los garamantes que ellos actuaban como ladrones y rebeldes por lo que deberían ser castigados con toda la severidad que implicaba la ley romana; sentía sus tímpanos desgarrados por el crujido de maderos y el siniestro martilleo con que los clavos atravesaban las muñecas y los tobillos de los condenados. Los orgullosos hijos del desierto enfrentaban el horrendo suplicio con la firmeza digna de su raza y él, el más joven de todos, estaba dispuesto a hacer lo mismo pero en el último momento el centurión lo apartó bruscamente de los demás prisioneros y no le permitió morir crucificado junto a sus hermanos de sangre. 
            Ahora, en vez de sufrir una muerte atroz pero honrosa, tenía que morir divirtiendo a sus enemigos. En un ataque de cólera desesperada y ciega, el joven  sacudió las manos sintiendo cómo el mango de su pequeño puñal escondido tras la pulsera se encajaba en la palma de su mano derecha...
            El amanecer ya despuntaba al otro lado del Tíber. Los dedos púrpuras de la divina Eos rozaban  el horizonte y el carruaje dorado de Helios estaba a punto de reiniciar su carrera por el firmamento. El día prometía ser espléndido pero en el alma del viejo Prisco, el organizador de juegos más rico y exitoso de toda Roma, reinaban la oscuridad y el desespero porque acababa de abrir las puertas de las celdas y descubrir que sus noveles promesas habían frustrado todas sus esperanzas: el germano ahorcándose con sus propios cabellos y el garamante, desangrándose por las muñecas abiertas.        
         
                                  


1 La península de Jutlandia, territorio de la actual Dinamarca. 
2 El actual Elba.
1 Cereal silvestre del Sahara.