divendres, 23 d’agost del 2013

NAUMAQUIA

Un relato de Laura Díaz López / Los Fuegos de Vesta



     A través de un estrecho ventanuco a ras del suelo, entre pies y piedra, contempló con algo de tristeza y una infinita nostalgia el perfil achacoso y consumido del anfiteatro de Statilio Tauro en el Campo de Marte. En él ya había malgastado sus mejores años. Ahora el César Nerón había decidido abandonarlo a una larga agonía, vacío de todo espectáculo que unos setenta y cuatro años antes diera razón a su vida, cuando el divino Augusto aún caminaba sobre la tierra. Mientras, en sus cercanías, había edificado un nuevo anfiteatro de madera, imponente, orgulloso, desafiante –como sólo la juventud puede–, en cuyas entrañas estaba atrapado ahora, como siempre, en una larga espera: aquel día de agosto del consulado de Lucio Pisón y el segundo para Nerón tendría por fin lugar los juegos inaugurales. 


     Durante días, heraldos de voz melodiosa habían anunciado el evento a todas horas por las calles de Roma y por los municipios y ciudades más próximas; cartelas de madera, con los detalles de lo que pronto ocurriría, habían pendido durante semanas de las columnatas de los foros; y en las paredes de varias casas y en numerosas tumbas de los cementerios, los pintores contratados junto a los aficionados habían garabateado el lugar, la fecha, los tipos de espectáculo y hasta las sorpresas que recibirían quienes acudieran.


     
     Tanto esfuerzo dio su fruto pues los días anteriores a iniciarse los juegos el anuncio de una novedad en ellos atrajo hacia Roma a una muchedumbre tal que duplicó su población. Los alojamientos quedaron pronto repletos y muchos ganaron bastante dinero realquilando las habitaciones ya atestadas de sus insulae. La mayoría de los recién llegados, en cambio, al  final acabó durmiendo en las calles aprovechando el buen tiempo. Bajo las arcadas de los templos y edificios públicos podían verse mantas y personas con las ropas remendadas, al tiempo que otros levantaban tiendas de campaña en las encrucijadas, bajo los altares.

     Pero el día de la inauguración la ciudad quedó desierta, zona improvisada de la lucha entre las cohortes urbanas y los ladrones que aprovechan tanta ausencia. El resto, vociferante y en exceso ansioso, fue incapaz de esperar a las primeras luces del alba para congregarse ante las puertas del anfiteatro. Libertos, mujeres, esclavos y extranjeros demasiado pronto se confundieron en un intrincado remolino de golpes, empujones y patadas, desesperados por lograr las mejores plazas en las galerías superiores, a pesar de que en ellas el calor es intenso aún con el velarium puesto y se está condenado a contemplar de pie el evento. De poco pareció importarles este y otros detalles: ni siquiera volvieron la vista atrás para ver a quienes en la aglomeración había muertos por asfixia y aplastados, y, temerosos de perder el sitio logrado, muchos se habían llevado la comida y hasta orinales.



     Aún corrían escaleras arriba mientras el resto de espectadores, la mayoría, todos ellos con la ciudadanía, subían tranquilamente y transitaban con asombro las oscuras galerías, pues tienen derecho a un asiento reservado en el anfiteatro, consignado en las piezas que, con pasión, aferran en sus manos. A su paso, pinturas de brillantísimos colores adornan todas las paredes: un cuidadísimo despliegue de lascivas diosas, divinidades fuertes y valerosos héroes sobre los que algunos ya han garabateado con un punzón, ayudados por la enorme muchedumbre y la relativa oscuridad, toscos dibujos de gladiadores –reconocibles solo por el nombre-, amorfos bestiarii, imaginarios combates, irreconocibles animales, algún insulto, el anuncio de un mal negocio...Bajo su sombra podían verse toda clase de tenderetes, que venden recuerdos de todo tipo y el programa de los juegos o bien alquilan mullidos cojines para las nalgas sensibles; a su lado, pequeñas mesas de apuestas se camuflaban, más o menos, entre los puestos de comida rápida y bebidas frías, mientras los mendigos con las manos extendidas relatan sus muchos males y las fulanas aguardan bajo las arcadas una sola llamada, divertidas por las correrías de los niños que roban las bolsas de monedas a los pobres distraídos y huyen a la carrera. Las voces de los comerciantes, anunciando con toda la potencia posible las mil y una excelencias de sus productos, apenas logran hacerse oír sobre la algarabía de compradores y espectadores que buscan sus sitios.


    



     Sin embargo, el espectáculo que se abrió ante sus ojos mereció sin ninguna duda la larga y cansada espera. Una sinfonía de túnicas de colores comenzaba a extenderse a lo largo y ancho de las gradas, acentuada o mitigada por la larga sombra de un velarium azul celeste salpicado de estrellas y planetas tejidas con sedas, cuyas formas podían verse, alargadas, en multitud de cuerpos y caras. Bajo ellos, sin saberlo, se encontraba una complicada red subterránea de conductos, canales y esclusas que conectaba el anfiteatro con el río Tíber cercano y que había permitido inundar a voluntad el recinto, donde aguardaban, inocentes, dos flotas de doce embarcaciones, cada una con un total de 6.000 remeros que esperaban en una plácida deriva la inminente llegada de 3.000 combatientes.

     El público más avezado pudo reconocer birremes y trirremes completamente equipados, construidos con maderas nobles y pintados de intensos azules, rojos y blancos. No obstante, conservaban el nombre solo por el diverso tamaño de su eslora ya que por problemas de capacidad del recinto se habían reducido el tamaño de las embarcaciones y las filas de remeros a una sola.

     No eran esas las únicas precauciones que se habían tomado Los días anteriores se habían impermeabilizado las paredes con negra brea para intentar evitar toda fuga de agua, color que contrastaba poderosamente con el inmaculado mármol del pódium adornado de varios mosaicos y las brillantes togas de sus ocupantes, o con el pórfido rosa y las guirnaldas de rosas que revestían el palco imperial, donde todavía no se encontraba Nerón.

* * *


     Mientras el color y el bullicio reinaban en la superficie, la situación era muy distinta bajo las gradas. En las oscuras galerías, los gladiadores siempre guardan silencio cuando revisten las protecciones y toman las armas, entregados unos a sus oraciones a Némesis y otros a sus pensamientos. Es algo que pocos saben: para enfrentarse a la muerte son necesarias fortaleza física, gran habilidad, mayor destreza, pero sobre todo una mente libre de cargas, convencida y preparada para la tarea. Aquel día, sin embargo, algo había cambiado y esos hombres, a media voz, intercambiaban comentarios, maldiciones, consejos de una utilidad más que dudosa: nadie estaba contento de cambiar la firmeza de una conocida arena por la inestabilidad bamboleante de unas desconocidas tablas de barco mojadas.


     Severo prestaba atención y callaba, si bien su mayor preocupación era la posición del sol: luchar con la luz en los ojos podía suponer la leve diferencia entre volver a casa o conocer las profundidades de la tierra, aunque su reflejo en el agua y las armaduras iba a dificultar esquivarla. Sus reflexiones se disiparon como bruma cuando un viejo conocido se acercó a él para desearle suerte: un gruñido y un mal gesto le disuadieron de pronunciar palabra. El resto ni siquiera pretendió intentarlo. Solo continuó Severo ejercitándose antes de la batalla en un rincón de la armería. Sus compañeros le temían y eso era algo bueno cuando tenía que enfrentarse a ellos, pero el resto del tiempo una parte de él se lamentaba en su cuerpo Porque él no siempre fue así, ni siempre fue su oficio la sangre.

     Severo era en realidad panadero, antiguo dueño de un pequeño negocio en las laderas del Esquilino. Las hogazas recién horneadas le habían permitido a él, a sus padres, abuelos, y hasta donde queda memoria, vivir holgadamente en el segundo piso de la tahona, incluso permitirse a veces algún capricho. Hasta que dos calles más allá abrió otro horno con unos precios irrisorios y comenzó a perder clientes sin remedio; redujo su margen de beneficios, pero no regresaron. Desesperado por cubrir gastos, por una reforma que volviera a colocar su tahona en lo más alto, arriesgó mucho en las apuestas del circo, pero él no supo juzgar con acierto la calidad de los carros o la velocidad de los caballos. Debiendo gran cantidad de dinero, recurrió a los prestamistas y sus abusivos intereses le sumieron por completo en la ruina. Su única solución sería venderse a un lanista como gladiador de contrato, declarar su conformidad ante un tribuno de la plebe y descender al rango de esclavos, el primero en su familia-sus antepasados, sin duda, estarían avergonzados-. Los 2.000 sestercios que él recibió a cambio a penas lograron pagar algunas deudas; deudas que, irremediablemente, seguían engullendo todas sus primas por combate impidiéndole ahorrar para cuando algún día regresara a la libertad. Aún así, soñaba con volver a ser panadero un día no muy lejano en cualquier lugar que no conociera su sangriento pasado.

     Aquel día, al contrario que los anteriores, no lucharía solo contra un igual. Habían dividido a los combatientes en dos grupos de igual número y los habían obligado a vestir de diversa forma, con atuendo de llamativo colorido y gran riqueza. Interrogándole a un guardia amigo suyo que se había enriquecido sobremanera apostando por él cuando luchaba en la arena, supo que el César Nerón deseaba recrear una batalla naval entre los griegos y persas para dar más realismo a la naumaquia. ¡Qué gran estupidez! Era solo el capricho costoso de un mocoso que al público dejaría indiferente: ellos, como siempre, habían venido a disfrutar el del combate, no a admirar el decorado. Además, si era veracidad lo que buscaba, debió de haber escogido alguna batalla que si sucediera, pues hasta dónde él recordaba, nunca se habían enfrentado los griegos contra los persas. 

     Tampoco podía afirmarlo con rotundidad, puesto que no sabía dónde se encontraba Persia o si alguna vez había existido. Severo nunca supo leer ni escribir, y todo cuanto aprendiera había surgido de los labios siempre ocupados de su padre, de las historias de su madre en el calor sofocante de los cuatro hornos de pan, de los recuerdos torturados de los esclavos encargados de moler el grano y amasar, del relato confuso de un borracho en la taberna o del rápido intercambio de información a través de un mostrador abarrotado Apenas si sabía a sus casi treinta años contar, sumar y restar, aún con dificultad y gracias a la panadería.


     Una cosa si sabía a ciencia cierta: se sentía ridículo con esa vestimenta e incómodo con su armadura nueva. Como retiarius no estaba acostumbrado a luchar con una puesta: el peso de las grebas en las piernas ralentizaba su marcha, el casco disminuía su campo de visión y su capacidad de reacción y la coraza le dificultaba los movimientos. Por si fuera poco, le habían sustituido el tridente por una espada y la red de pescador por un escudo que solo le estorbaba. Cuanto más pensaba en la batalla naval de ese día, más empeoraba su humor, más se enfurecía. Había sin duda muchas cosas que le molestaban: la lucha de cualquier gladiador es un duelo en que la supervivencia depende de la habilidad y el entrenamiento; en aquella locura, fruto de la mente aburrida del César y de la necesidad de distracción de Roma,  debía confiar su vida, por el contrario, a toda la tripulación de un barco, tripulación que no conocía y que dudaba muchísimo que supiera qué es lo que hacía.


     Soldados, gladiadores y marineros habían de subir a las naves, en definitiva, profesionales entrenado para aquello, pero por desgracia eran los menos; abundaban los esclavos y los condenados a  muerte, elegidos únicamente para rellenar los huecos y cuya aportación al espectáculo se reducía a una ciega desesperación por la supervivencia-que podía embotar sus sentidos en vez de hacerles ganar destreza-, y una muerte sangrienta en los primeros momentos. Peor destino aguardaba a los 6.000 remeros, que se hundirían con esas naves sin poder siquiera tener la posibilidad de plantear defensa.


   También esta vez fue sacado abruptamente de sus pensamientos, en esa ocasión con una notificación: el César Nerón se encontraba por fin en su palco rodeado en exclusiva de sus favoritos. Entre las tablas de madera se introducían sinuosos hasta los combatientes todos los gritos que su llegada había arrancado veloz al pueblo, denunciando subidas de precios, abusivos impuestos o lo caro del pan, insultando a la amante Popea o llamando a la madre Agripina o la esposa Octavia-las ausencias más destacadas. No tendrían mucho tiempo de gritarle, pues los tambores tronaron, las trompetas sonaron, y las embarcaciones, a medida que las tropas embarcaban, se agrupaban en compacta formación de batalla para saludar a Nerón. La estridencia de la música continuaría toda la batalla, ahogando en ocasiones la voz del público, de los vendedores ambulantes y del espectáculo.


     Después, con nueva fanfarria, se inició el evento. Dado el número de victorias acumulado y la fama de la que gozaba en Roma, se le había otorgado a Severo el mando de una de las flotas Habían intentado inculcarle básicas tácticas navales de batalla y la configuración y la distribución de las naves, pero Severo, abrumado, se había desentendido pronto. Sería un marinero quién tomara parte de las decisiones que saldrían de su boca, permaneciendo a su lado inseparable toda la naumaquia. Junto a él, en la proa, disfrutó Severo de la imagen del pueblo vociferante, el mismo al que una vez aborreció y ahora amaba porque sabía con sus gargantas, latiendo al unísono, hacerle sentir único e inmortal por un instante, antes de volver a caer en la cuenta de su propia y ridícula insignificancia.

     Sumergido en tales sentimientos apenas vio pasar las primeras escaramuzas, movimientos aleatorios sin importancia destinados solamente a familiarizarse con la nave, acompañados por amenazas que cruzaban el agua como leves susurros con dificultad audibles. Pronto la flota persa, impetuosa, optó por atacar de frente, en formación de cuña, pero Severo, al ver esto, eligió dividir sus fuerzas en dos para y rodearles; la orden era después arrinconarles contra el muro y masacrarles. El tambor y la flauta retumbaban en las entrañas de la nave como cien truenos en la tormenta, marcando el ritmo a los remeros de manos encallecidas, mientras el contramaestre, con voz estridente, repetía las órdenes y el rumbo a seguir con una increíble potencia y la tripulación de cubierta corría azarosa de un lado a otro.


     Su nave invistió al contrario con el espolón de hierro de la proa. Un clamor de placer surgió de las gradas. La maniobra había tenido éxito y la nave arietada se hundió sin la necesidad de hacer nada más; borbotones surgieron de las aguas con los últimos estertores de cada caído. Aún se escuchaban los gritos agónicos de los más fuertes entre las risas del público cuando ya habían encontrado el siguiente objetivo. En ese caso la maniobra de su espolón fracasó, pues la nave contraria supo esquivarlo con un rápido viraje inesperado. Voces de asombro. Antes de que pudiera recuperarse, los griegos de Severo se dispusieron a pasar por encima de los remos persas que, forzados hacia atrás, aplastaron a los remeros contra sus bancos de madera y dejaron así inutilizada su galera. En tal estado, fue incluso mucho más sencillo que en el primer caso aguijonearla con el espolón y verla hundirse. Amargas exclamaciones de quienes habían perdido sus apuestas o habían optado en aquellas por el bando persa, se entremezclaban con alaridos de deleite de los seguidores de los griegos.

     A poca distancia de su proa, la tercera nave enemiga a abatir. A fin de que no decayera el interés por la lucha, Severo escogió dejar caer el corvus, una gran viga con un gancho en su extremo, que, hundiéndose con estrépito en la madera, enganchó ambos barcos y les permitió iniciar el abordaje. Nuevas aclamaciones tras el retumbar de tambores. Los torpes tropezaron con las velas recogidas en la cubierta y con el cordaje y fueron rematados en el suelo sin ni siquiera haber desenvainado la espada, entre ellos, al timonel.

    
     Severo luchó con valor y destreza a pesar de la bamboleante cubierta. Su cuerpo tenía ya decenas de muescas de otras tantas batallas y su brazo, pese a añorar su tridente, pronto supo sostener otra clase de arma. Pero su destino no sería conocer la muerte del gladiador mediante el hierro. Un certero golpe de escudo por la espalda, de un cobarde al que no vio la cara, bastó para arrojarle al agua Otros habían corrido su misma suerte y nadaban hacia los márgenes. Severo intentó imitar sus gestos, pero solamente logró prolongar su agonía. Gritó pidiendo ayuda, una cuerda a la que asirse y con la que poder regresar al barco, pero sus súplicas fueron engullidas por las voces de otros hombres, el rítmico golpear de remos, la estridente música y los aullidos continuados del público. Intentó acercarse a su nave, y solo logró ser golpeado por el descuido de un remero; se hubiera ahogado si la tabla de un barco hundido vino repentinamente en su ayuda. A ella asido, logró deshacerse de ambas grebas y tampoco le supuso ningún problema arrojar el casco a las profundidades de aquel improvisado lago, pero no encontró la forma de quitarse la coraza, y finalmente, extenuado, se vio arrastrado por su peso. El sol reflejándose sobre su cabeza en el agua turbia y una quilla serena serían las últimas imágenes borrosas que verían en la vida La muerte llegaría con veloz lentitud acompañada por el intenso craqueo de palmas, y con ella traerá una paz inabarcable y una felicidad inmensa. Ellas cerrarían sus ojos al unísono.


    

      Mientras todo sentimiento huía con la vida de su cuerpo, se intensificaban por el contrario los que su esposa Procne padecía, quien desde las galerías superiores había contemplado con enloquecida desesperación e impotencia el largo batallas de su marido contra el agua. Ahora se abría paso a lo largo de escaleras y pasillos con golpes enfurecidos, con los ojos arrasados en lágrimas y la voz contenido en un infinito lamento. Su objetivo: las entrañas de ese monstruo que había devorado a su marido, el depósito de cadáveres y enfermería, donde habría de esperar con el público rugiendo sobre su cabeza el final de la batalla y el drenaje del agua para que le devolvieran a su Severo. Se consumía el mediodía cuando el cuerpo fue repescado del grumoso fango. No fueron necesarias la intervención del Caronte etrusco con su maza o la del Hermes Psicopompo con su caduceo calentado al fuego para comprobar si estaba muerto o solo desvanecido, pues no se puede fingir bajo el agua. Con un gancho clavado en su cuerpo fue arrastrado por bueyes hasta sus brazos, abotagado e hinchado por la putrefacción, la muerte y el agua Aún así cubrió su rostro con una colina de besos, expresando en muerte lo que no dijo en vida: habían discutido en la cena libera

     En torno a ella, rugía atronador el agua, desaguándose del anfiteatro para dejar paso a un nuevo espectáculo de gladiadores, y entre las tablas se colaban a partes iguales las risas, las voces y las maldiciones de quienes contemplaron con indiferencia la muerte de Severo, el hedor de miles de personas, la suave fragancia de la madera nueva y la fragancia de los delicados perfumes que en la espera el César Nerón ordena derramar sobre su pueblo por medio de tuberías de plomo ocultas Pero nada consigue allí abajo enmascarar los gritos de los heridos que comienzan a entrar por la puerta de la enfermería y el depósito ni el férreo olor agridulce de tanta sangre derramada. Procne llora en su amargo desconsuelo, maldice entre dientes a los dioses que no la escuchan y desea, con toda la intensidad, de su dolor que el anfiteatro se derrumbe y los que gritan mueran. 


     Pocos a poco, se reúnen en torno a ella los gladiadores supervivientes del ludus, con sus nuevas heridas y vendas, petrificados en respetuoso silencio antes de regresar a la arena, y con ellos sus dos hijos, incapaces de derramar una sola lágrima porque no reconocen el cuerpo de la camilla como el de su padre. Las mujeres de otros combatientes se acercan a ayudarla a amortajarle, pero Procne no deja que nadie le toque: los celos han sobrevivido a su ahogamiento. Con paciencia, lava el cuerpo mientras devora sus lamentos de pena para que no perturben la fiesta; es su momento, los dos solos de nuevo, y, mientras le amortaja, susurra recuerdos en su oído e incluso ríe al rememorarlos. Un beso en la frente sellará la despedida antes de que, con mano temblorosa, cubra por tres veces el rostro de su amado marido con un paño deshilachado que una vez fue blanco.
     El combate de gladiadores ha finalizado y el César Nerón con los últimos rayos de luz da la orden de inundar de nuevo la arena para ofrecer a su pueblo un magnífico banquete sobre balsas de madera a la luz de las antorchas y de la luna llena. Bajo las gradas, Procne aún sigue aferrada a la mano de su marido con los dedos fríos y cálidos entrelazados.


* * *


     Incapaz de hacerse cargo del sepelio, la familia gladiatoria de Severo tomó el relevo. Fue un entierro modesto, con el cuerpo de su marido y de otros compañeros caídos, adornados con la palma de la victoria, calcinándose en una misma pira funeraria y compartiendo una misma lápida. Era hermosa, pensaba la viuda, aunque a Severo le hubiera gustado ver en ella reflejado el total de sus batallas, más no les alcanzaba el dinero.

     
Cayó la noche; sus hijos insistieron en que se retirara a casa. Les dijo que se adelantaran, insistió en que se marcharan, que ya iría ella, prometió solemne. En realidad mentía. Ellos eran jóvenes, encontrarían un oficio pronto, una casa, una esposa, un lugar en la vida, más ella ¿qué haría? Era solo una carga, un gasto inasumible para una economía hundida aún por las deudas, destrozada por la muerte de Severo; apenas si ya valdría como fulana, su única salida, y ellos no lo permitirían. No quería que arruinaran su vida. Así que se quedó sentada, en silencio, dejando que el frío la poseyera como antaño hiciera Severo, que una muerte, extrañamente plácida, la abrazara con la calidad de una auténtica bienvenida, con la dulzura del fin de un largo tormento. Al día siguiente la encontrarían, con los ojos todavía abiertos, sentada junto a la sepultura. En la lejanía, Roma rugía en su anfiteatro nuevo.




BIBLIOGRAFÍA

AUGUET, R. “Crueldad y Civilización: Los Juegos Romanos” Biblioteca de la Historia.

CALANDRA, O. “Naumaquias. El mayor espectáculo de Roma” Boletín del Centro Naval

CARCOPINO, J. “La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio” Temas de Hoy

KNAPP, R. “Los olvidados de Roma” Arial

TACITO. “Anales” Alianza Editorial