Escrito por Javier Ramos
Las autoridades
en la antigua Roma siempre se mostraron dispuestas a la organización de
espectáculos con los que atraerse el favor del pueblo. Fue la política del 'pan
y circo', como la definió el poeta satírico Juvenal a finales del siglo I.
Espectadores entusiastas llegados de todos los puntos del Imperio vitoreaban a
los gladiadores en los combates, apostaban en las carreras de cuadrigas y
acudían a las representaciones teatrales y cómicas. Ejecuciones, banquetes,
luchas de fieras, desfiles militares, representaciones náuticas...
Manifestaciones lúdicas que entretenían y enardecían a la plebe con el objetivo
de buscar la aprobación política. El desarrollo creciente de estos grandes
espectáculos durante el período republicano dio paso a su intensificación como
vehículo propagandístico durante la época imperial. En los momentos de crisis
más aguda, lo juegos aumentaban más si cabe su presencia en la vida cotidiana
de Roma. El divertimento y la distribución de alimentos se convirtieron en las
dos grandes herramientas de control social.
Los ludi romanos consistieron en un amplio abanico de espectáculos, desde apasionadas competiciones deportivas hasta las más sanguinolientas celebraciones, pasando por el teatro, los mimos o las representaciones burlescas. En la mayoría de los casos debían su origen a motivos religiosos. Así explica Tito Livio la aparición de los ludi theatrici, o scaenici: en 364 antes de Cristo Roma fue asolada por una virulenta y duradera epidemia, y para sacudirse la cólera divina las autoridades decidieron recurrir a representaciones teatrales. El historiador latino fija el comienzo de los eventos con gladiadores hacia el año 264 a.C., cuando un cónsul llamado Junio Décimo Bruto Esceva, en honor a su padre difunto, hizo combatir a tres parejas de esclavos pertrechados con armas y protecciones. El origen funerario de los combates lo corrobora el escritor Tertuliano en su tratado De Spectaculis, “puesto que se creyó que las almas de los difuntos podían ser propiciadas con la sangre humana”. Durante los funerales se inmolaba a prisioneros de guerra o a esclavos de poco valor adquiridos para la ocasión.
Poco a poco
este tipo de celebraciones fueron perdiendo su carácter sagrado y sus ataduras
rituales. A medida que se ganaron la afición del público, se volvieron cada vez
más profesionales, con una serie de normas establecidas por ley. El incremento
constante de su popularidad redundó en un carácter cada vez más masivo. Las
organizaban los cargos
políticos y las sufragaban unas veces la iniciativa privada y otras el erario
público.
Durante el período republicano lo espectáculos crecieron de tal modo que el ocio se convirtió en una preocupación prioritaria de la telaraña política. En un primer momento, fueron templos, senadores y agrupaciones a escala local los promotores de estos juegos. La contratación de gladiadores, el mantenimiento de animales para las venationes (caza) y para las carreras y la puesta en marcha de obras escénicas conllevaban un esfuerzo económico importante. Pero el mecenazgo de este tipo de eventos era percibido por los organizadores como una inversión en proyección pública.
Los ediles,
magistrados con funciones de orden público, comenzaron a impulsar este tipo de
espectáculos con el fin de ganarse a la plebe. Sin embargo, la cantidad que se
les permitía gastar solo daba para celebrar unos juegos modestos, algo
insuficiente para satisfacer sus deseos de popularidad o su ambición. Fue por
ello por lo que, a partir del siglo II a.C., el magistrado pudo añadir a la
suma asignada la cantidad que considerase oportuna para una celebración
verdaderamente lujosa. El público solo recordaría al edil que se mostrase más
generoso, y puesto que lo que estaba en juego era optar a magistraturas
superiores, competían entre sí para organizar los ludi más atrayentes. Algunos no dudaron en emplear sus fortunas
hasta el extremo de arruinarse. La organización de los juegos se convirtió en
una función más de estos representantes políticos, junto al mantenimiento del
orden, la vigilancia de los mercados o la supervisión del culto público.
El componente
religioso con el que habían nacido los ludi
fue quedando en un segundo plano. Los juegos que se habían instituido en honor
de los dioses se convirtieron en grandes fastos. La afición arraigó en una masa
popular que, por otro lado, disfrutaba de un exceso de tiempo libre. Era
frecuente en Roma encontrar una ingente cantidad de desocupados que centraban
su debate en las hazañas de gladiadores y aurigas. La instrumentalización
política que las autoridades hacían del ocio contaba con la plena colaboración
de unas masas que disfrutaban y se entretenían de espaldas a las verdaderas
luchas por el poder.
Las políticas de distracción popular y de propaganda estaban íntimamente relacionadas y no podían entenderse la una sin la otra. Pero las grandes dosis de populismo con que eratratado el pueblo romano no acababan ahí. Era común que durante los juegos y en épocas de hambruna se hicieran repartos alimentarios, básicamente de pan y trigo, con el fin de calmar también los ánimos estomacales de Roma. Po ejemplo, la dinastia Flavia puso en práctica una política de gastos a favor de la plebe urbana, que incluyó distribuciones gratuitas de trigo, dinero y, cómo no, abundantes espectáculos. La distribución gratuita de pan se institucionalizó, a través del órgano de la annona, en una ciudad que ya por entonces sufría una fuerte presión demográfica. La capital alcanzaría el millón de habitantes en tiempos de Vespasiano, y demostraría una clara afición por los tumultos en épocas de sequía y malas cosechas.
El interés por
los espectáculos públicos fue creciente. Se celebraban ludi en honor a Apolo, a Cibeles, Ceres o Flora. Ludi votivos como agradecimiento a una
victoria, ludi patricios y plebeyos, ludi en honor de altas instancia de la
República, ludi masivos y otros más
discretos... Los espectáculo adquirieron la categoría de derecho, algo que la
ciudad ofrecía a sus ciudadanos gratuitamente, y era común la organización de
banquetes en los que cualquiera podía departir con sus representantes
políticos.
En las gradas los espectadores disfrutaban de la sparsiones, repartos de vales que se podían cambiar por pescado, carne o pan, e incluso se llegaron a rifar casas en el campo. También se lanzaban bolsas de dulces o de dinero entre el público, lo que animaba a la espera paciente por hacerse con una plaza cercana a la arena. El pueblo entregaba apasionadamente su voluntad ante la fastuosidad de los espectáculos. Esto provocaba la estupefacción de algunos miembros ilustres de la sociedad, que, como los filósofos, no veían en ello sino una degeneración de la política y sociedad romanas.
Los juegos no estuvieron exentos de controversia en la Roma senatorial. Los detractores no denunciaron su carácter sangriento, que hoy consideraríamos cruel, sino el sistema clientelar y populista que generaban. En cierta ocasión, durante la representación de una obra de Terencio, los espectadores abandonaron a toda prisa el teatro porque estaba a punto de comenzar un combate de gladiadores. Un claro ejemplo del giro que se estaba dando en el gusto del respetable. Panem et circenses, pan y espectáculos de circo, era lo único que importaba al pueblo romano, deploraba Juvenal. Aquellas voces que, como el filósofo Séneca o el propio Juvenal, denunciaron la indiferencia general ante la pérdida de valores de los ludi no tardarían en caer en el olvido.
Las luchas
senatoriales dejaron a la República maltrecha y dieron paso a una fase
personalista y autocrática centrada en la figura del césar, máxima autoridad
militar, política y religiosa. Su mano firme y única llevó más lejos las
fronteras de Roma, pero también rompió los lazos de unión del poder político
con el pueblo. Al no existir engranajes intermedios que conectaran la cabeza
del Estado con las masas, los primeros emperadores se percataron de la enorme
trascendencia que podían adquirir lo juegos como elemento de vinculación con la
plebe. La importancia que estos espectáculos habían
adquirido para el control social determinó su casi exclusivo monopolio en época
imperial.
Este dirigismo
que tendía a paralizar la iniciativa privada tenía el inconveniente de reducir
el número de espectáculo, por lo que lo emperadores delegaron celebraciones en
cuestores (magistrados encargados de las finanzas) y pretores (justicia). Estos
ofrecían juegos más modestos, y, por tanto,
de menor valor propagandístico.
Con ello, los
césares permitían el disfrute popular al tiempo que frenaban las aspiraciones
de los más ambiciosos. En las ciudades de provincias, donde el emperador no
podía sostener el monopolio de los ludi,
se ofrecían espectáculos más sencillos. Los magistrados comenzaron a ver esta
obligación como una costosa carga que, en las postrimerías del Imperio,
tratarían de evitar.
El resultado de esta práctica exclusividad jugó a favor de los fines propagandísticos del emperador, que reservó para sí la construcción y restauración de circos, teatros y anfiteatros. Las antiguas edificaciones provisionales o de madera dieron paso a instalaciones permanentes y cada vez más ostentosas. En 29 a.C. Octavio Augusto (emperador del 27 a.C. al 14 de nuestra era) inauguró el primer anfiteatro de tipo monumental, antecedente de la magna obra que iluminará Roma a partir del año 82 d.C.: el Coliseo. Otros célebres ejemplos todavía bien conservados son los de Segóbriga, Cartago, Lixus o Nimes.
El resultado de esta práctica exclusividad jugó a favor de los fines propagandísticos del emperador, que reservó para sí la construcción y restauración de circos, teatros y anfiteatros. Las antiguas edificaciones provisionales o de madera dieron paso a instalaciones permanentes y cada vez más ostentosas. En 29 a.C. Octavio Augusto (emperador del 27 a.C. al 14 de nuestra era) inauguró el primer anfiteatro de tipo monumental, antecedente de la magna obra que iluminará Roma a partir del año 82 d.C.: el Coliseo. Otros célebres ejemplos todavía bien conservados son los de Segóbriga, Cartago, Lixus o Nimes.
La implicación
de los emperadores en los ludi no se
limitó a la mera organización, sino que estaban presentes en la celebración. La
cercanía generaba una imagen positiva entre la plebe, aunque no en pocas
ocasiones la usual franqueza popular atentó contra el decoro y las buenas
costumbres. Ocurrió con el emperador Diocleciano (gobernó del año 284 al 305), que
tuvo que soportar en alguna ocasión la excesiva sinceridad de sus súbditos en
forma de sornas hacia su persona.
Los juegos se identificaban directamente con la gloria del emperador, y algunos de ellos incluso participaron en luchas y competiciones. Cómodo (emperador del 180 al 192) fue uno de los más fervientes admiradores de la gloria del auriga y del gladiador, hasta el punto de sentirse uno de ellos y actuar como tal. Transformó su palacio en una arena y se ejercitaba matando animales como un pasatiempo más. Combatía con gladiadores en su casa y se presentó asiduamente luchando en público. Otros formaron parte activa de facciones o se manifestaron a favor de un actor, un gladiador o un auriga. Caracalla (emperador del 211 al 217), apasionado partidario del equipo de los Azules, llegó a hacer matar a Euprepes, el más célebre auriga de los Verdes.
Si Augusto hipnotizó a Roma con una política de restricción en su fastos, su hijo adoptivo, Tiberio, acometió una política de restricción y saneamiento de erario público. El superávit no tardó en dilapidarlo el sucesor de éste, Calígula (gobernó del año 37 al 41). Amigo de la fama y el derroche, Calígula organizó suntuosos ludi circenses que se prolongaron durante jornadas enteras, ofreciendo cacerías en sus intermedios. Suetonio relata la caza de 500 osos durante un solo día. Calígula fue el primero de los emperadores que participó en los juegos, y en el circo se mostró como un fervoroso seguidor de la facción Verde. Lo hizo hasta el extremo de dormir y comer en sus caballerizas, y obsequió al auriga Eutico con un millón de sestercios. Nerón igualó el arrebato de su predecesor presentándose en el circo Máximo a las riendas de una cuadriga ataviado con los colores de los Verdes.
Las
excentricidades competían entre sí para alcanzar el más grande de los ludi jamás vistos. Las naumaquias,
representaciones náuticas, se convirtieron en auténticas superproducciones, por
la cantidad de participantes y la complejidad de los elementos escénicos. Nerón
decidió construir un anfiteatro de madera para celebrar una naumaquia en la que
se representó la épica batalla de Salamina. Hasta 19.000 hombres en trirremes y
cuatrirremes combatieron sobre lagos artificiales. El barroquismo se adueñó de
los juegos. Claudio hizo representar en Roma la toma y el pillaje de una
ciudad, y la sumisión de los reyes de Bretaña.
En esta época
era común presenciar casi a diario espectáculos con sesiones de mañana y tarde,
con centenares de luchas de gladiadores y con venationes, cacerías en las que podían sacrificarse hasta 5.000
fieras. Lobos, osos, leones, jirafas, cebras, rinocerontes... El comercio de
estos animales llegó a tal punto que una subespecie de elefantes procedente del
norte de África desapareció, por la presión a la que sometieron los tratantes
romanos. Trajano fue el último que trató de competir con sus antecesores por la
magnificencia de los juegos. Fue a comienzos del siglo II. Para conmemorar el
final de las guerras Dácicas, ofreció combates y espectáculos durante 123 días consecutivos,
en los que lucharon 10.000 gladiadores y se dio muerte a 11.000 bestias.
A partir de la
dinastía de los Severos, a finales de este siglo, el lujo decae, aunque se
seguirán realizando espectáculos en abundancia. La crisis de la centuria siguiente
hace aflorar una alteración de tendencia en las provincias, donde menguan los
espectáculos y aparecen las primeras señales de alarma. En Roma nada de esto
preocupaba: en el año 281 el emperador Probo ofrecía a los habitantes de la
capital unos juegos en los que participaron 300 parejas de gladiadores, se
celebraron cacerías...
El Bajo Imperio
fue un dilatado período marcado por un profundo cambio de valores a raíz de la difusión
del cristianismo. Con la subida al poder Constantino a inicio del siglo IV se
confirma una nueva etapa en la relación del pueblo con los espectáculos,
fundamentalmente con los más sangrientos y tortuosos. Constantino prohibió la damnatio ad bestias, la condena a muerte
ante fieras, en la que habían sucumbido tantos mártires cristianos en siglos
anteriores.
Aunque la actitud de la Iglesia hacia los espectáculos circenses fue hostil desde un principio, no se opuso a ellos de manera abierta hasta finales del siglo II, posiblemente cuando se percató de que muchos de sus fieles continuaban siendo adeptos de este género de diversiones. El cristianismo, instrumento vertebrador de un imperio en horas bajas, desempeñó un papel determinante en la modificación de la estructura ética y moral de la mentalidad romana.
La falta de liquidez y la escasez de esclavos redundaron en una devaluación de los juegos, cuyo coste resultaba por entonces desorbitado. Con la suspensión de los combates de gladiadores en el siglo V por parte de Honorio, comienzan a desaparecer unas prácticas festivas seculares. La continuidad de los juegos en las monarquías germánicas, que los mantuvieron a lo largo del siglo VI, es una señal inequívoca de que estas políticas de distracción de masas fueron uno de los mayores símbolos de la admirada Roma.
Bibliografía:
-Crueldad y
civilización: los juegos romanos; Roland Auget.
-Le paine et le
cirque; Paul Veyne.
-De
Spectaculis; Tertuliano.
-Breve historia
de los gladiadores; Daniel P. Mannix.
-Los romanos.
Su vida y costumbres; E. Ghul y W. Koner.
-El mundo de
los romanos; J.F. Drinkwater y Andrew Drummond.
-Así vivían los
romanos: J. Espinós, P. Mariá, D. Sánchez y M. Vilar.
-Historia de
Roma; Tito Livio.