divendres, 6 de desembre del 2013

EUNUCO IMPERIAL

 

Una colaboración para Arraona Romana


     ¿Cómo empezó todo esto? Han pasado tantas cosas que ya no recuerdo, o bien no quiero hacerlo... Ha llegado el momento de enfrentarme a ello. No se puede vivir con miedo, ni morir temiendo. Sin embargo, quizás no estoy haciendo la pregunta adecuada que me permita poner en orden todos mis pensamientos y afrontar mis sentimientos. No importa como empezó, si no como yo me convertí en algo nuevo, porque si pudiera elegir regresaría a mis comienzos, permanecería por siempre en ellos.
     El sonido de las olas, la música de mi juventud... Gustaba de sentarme en aquella playa solitaria, yo conmigo mismo y mi alma, y contemplar el batir de mil olas negras donde nadaban estrellas bajo la inmensidad de la luna llena, sentir en mis dedos jugueteando la fina arena y en mi espalda la caricia helada de una brisa tierna y salada. Imposible no ser consciente de la inmensidad del mundo y de mi propia insignificancia, y ese pensamiento, que tanto atormentó a hombres buenos, siempre fue para mí en cambio un consuelo, incluso en los peores momentos: las penas de un ser tan pequeño no pueden ser nunca grandes.
     ¡Divina inocencia! No bastaba una sola para ahogarme, pero a fuerza de acumularse han terminado por aplastarme. No obstante, aunque pudiera liberarme de ellas, aunque un dios benévolo tuviera a bien mirarme un solo momento y concedérmelo, me negaría: ellas son yo y yo soy ellas, fueron mis tragedias las que me dieron definitiva forma y algo semejante a la fortaleza.
     Con todo, preferiría que en mil últimas horas no desfilaran ante mis ojos. Me dijeron que sucedería, más ¿por qué? Quizás todos necesitemos en el momento de morir creer, creer que valió la pena, que no hemos malgastado nuestra existencia. Tendría ese temor si mi vida hubiera sido mía, pero nunca fui responsable de quien fui, jamás seré culpable de lo que sucedió por mí. Mi éxito -debería decir mi ruina- se debió a una pasión desgarradora, la experimentada por Nerón por su segunda esposa... Así concebida, mi existencia no ha sido tan mala: motivos peores mueven mejores vidas. 

     Sentado en el tocador de mi habitación en palacio, observo con detenimiento mi reflejo en el espejo, este rostro de mujer que me impusieron, este cuerpo deforme que no fue mío. Actea, la dulce Actea, también observa esta farsa grotesca de una emperatriz muerta, y en su pupila azul, temblorosa por el miedo, en su entrecejo fruncido de preocupación y en el vacilar de sus labios hallo algún consuelo.
     Con cuidado, lavo mi rostro. El agua se tiñe de cien mil colores, revelando mejillas sin barba y cejas depilada. Me arranco las pestañas postizas, me deshago de los grandes pendientes y deposito, entre perfumes, ungüentos y cajitas, collares, pulseras, anillos, tobilleras, diademas, fíbulas, redecillas del pelo y horquillas. Sin embargo, cuando cojo entre mis manos delicadas de uñas pintadas las tijeras, para deshacerme también del largo cabello teñido de encendido rojo, Actea no puede contenerse.

     Intenta detenerme. “Sabina”, me llama. Esa palabra maldita escapa con inocencia de su boca; así me llamaba Nerón en honor de su esposa fallecida. Rápida se lleva las manos a los horrorizados labios. Tranquila, Actea, ya no me importa. Esboza una sonrisa de amargura, me observa con benevolencia, me acaricia el rostro con ternura. ¿Qué es esto? ¿Compasión? Nunca la he tenido y no la quiero. Me debilita y preciso ahora más que nunca de todas mis fuerzas.
     Largos mechones de cabello caen con silencioso estrépito en el suelo de mosaico. Venus y Adonis quedan cubiertos de una montaña de pelo humano. Queda atrás solo el rostro de quién no es mujer, pero tampoco hombre, un cuerpo amorfo carente de pechos y de testículos. Un nuevo Tiresias. Otro Hermafrodito. Si acaso dudaba, ahora tengo motivos.

     Actea con mano temblorosa me alcanza una toga. La rechazo con vehemencia: me disfrazaría de un hombre como me he disfrazado de una matrona... ¡Oh, Actea, ¿por qué lloras?! No lloras por mí, si no por ti; conmigo se marcha lo único de Nerón que te queda, serás ahora el último vestigio de una gran era. Me abofetea. Me abraza. Es imposible, ¿son para mí estas lágrimas? Actea, ¡son hermosas! Por favor, llora, llora hasta quedarte sin ellas. Me reconfortan, me dan fuerzas. ¡Actea, me amas lo suficiente como para poder verterlas! ¡Mi dulce, dulce Actea!
         


     Cuando me vaya habré dejado en ti al menos un diminuta huella; no habré sido solo una sombra de mi mismo, de otra persona... de la emperatriz Popea. Si ella no hubiera muerto de aquella forma yo no me habría convertido en esto...No es cierto. No debo mentirme a mi mismo en mis últimas horas. Soy lo que soy por el corazón de un hombre destrozado incapaz de aceptar lo que había hecho.
    “Te lo suplico”, me susurra contra la sensible piel de mi nuca y su voz se extiende como una caricia a lo largo de mi espalda desnuda. “Reconsidéralo”. Por un momento flaqueo. Después, olvido... No,  me digo, no hay nada que reconsiderar. ¿Ser violado en público sobre el escenario para diversión de nuestro nuevo César, Vitelio? No, Actea, lo lamento, mi decisión es firme. Multitud de personas han dirigido mi vida; ahora quiero ser responsable de mi propia muerte.
     Sí, me iré, y mi memoria la desgarrará la infamia. Pocos recordaran mi lealtad y mi fidelidad. Pensé que ellas me redimirían ante los ojos de la Historia, que me granjearían el perdón de la Memoria, y que quizás bastaran para no ser recordado con odio ni con desprecio, sino con cierto asombro, cierta compasión, cierta admiración, cierta lástima. Me esforcé por practicarlas y finalmente surgían de mi solas: Nerón me enseñó que se puede llegar a amar lo que mucho se odia...
     Amar...quizás de una retorcida y ambigua forma, pero nunca al César, si no al loco incomprendido y perdido que buscaba su propio lugar en el mundo de continuo. Fui yo, y no Mesalina, la última de sus esposas, quién permaneció junto a nuestro marido hasta el mismo final, solo yo y tres más, en el desgarrador viaje final que le condujo a la muerte olvidado en una villa. Fui yo quién inició ante su petición los lamentos rituales previos a su suicidio. Fui yo quién le recogió entre mis brazos cuando cayó por vez última y fui yo quién bebió de sus labios el último aliento... y sin embargo ella vive en una tranquilidad por siempre honrosa y yo me preparo para un inminente suicidio. Da igual todo lo que hiciera; en el mejor de los casos mi vida se perderá como lágrimas entre la lluvia.
     De haber sabido lo que vendría después le hubiera seguido tras su último suspiro, le hubiera seguido si alguna vez me hubiera querido, pero no me amaron ninguno de los hombres que se impusieron a la fuerza a mi lado: siempre Popea. Aunque la encarné no puedo decir que la he conocido. Ardo en deseos de hacerlo para saber que hubo en ella que tanto los ha seducido, que hubo en mí indigno.
    Como presencia inmaterial e intangible siempre estuvo con nosotros. Nos miraba con dureza la vez primera en que nos vimos: un busto de ojos vacíos cubierto de anhelos insatisfechos y de deseos ya incumplidos. Los ojos del César se movían inquietos del retrato a mi rostro, mezcla de temor y de asombro. Incluso yo, fascinado y confuso, reconocía el parecido. A mi lado, sonreía ampliamente el prefecto pretoriano, Tigelino. Sus garras de dedos afilados me habían encontrado mientras, absorto, contemplaba en los teatros de Grecia a Nerón interpretar a Cánace parturienta. Le rogué me dejara disfrutar de toda la escena; me observó como si en un solo instante yo enloqueciera.
    

     Ellos nunca escucharon a Nerón, solo le oyeron. Incapaces de comprender, solo se escandalizaron y solo rieron. Y sin embargo, ¡qué música tan hermosa! Tañía la lira con la pasión y con la dulzura de las caricias, arrancando cien notas que, como sensuales e invisibles bailarinas, se alzaban en el aire juguetonas buscando emociones encendidas para después arrastrarte, sin piedad e impenitentes, a un tornado de pasiones enloquecidas en el que era imposible no pasar del llanto a la risa.
     Aún en el silencio de la noche escucho su canto: es un amargo bálsamo capaz de calmar mi espíritu atormentado o darme fuerzas para continuar caminando. ¿Qué fue de tu lira, Nerón? La dulce Actea la colocó sobre tu pecho, los dedos entrelazados, cuando te amortajó. Nadie volverá a tocarla. Nadie sabría hacerlo. Ahora sin duda la tañes para un público más selecto. Cuando descienda pronto a los Infiernos, ¿me recibirás con los arrebatados acordes de tu lira? Posiblemente no. Allí ya no seré más tu Sabina, porque ya tienes a tu Popea... ¿Siento celos de ella? Únicamente rabia. Hubiera preferido que me amarais por quién realmente era. ¿Seré acaso una sombra solitaria cuando muera?
     ¡Ah, “quién realmente era”! ¡Qué triste ironía! No lo sé ni yo misma. Al contrario de lo que muchos afirman, yo no quise esto, pero tampoco fui una víctima: amé lo que me impusieron y disfruté de lo que me desagradó ¿Sospeché en algún momento lo que pretendía? Seguramente sí. Seguramente no. Debí hacerlo: me hablaba como si fuera otra, ¿más cómo pensar que se atrevería a...? No accedí de buen grado. No, eso no es cierto. ¿Quién lo habría hecho? Me resistí cuanto pude, pero nadie puede luchar contra la voluntad del César del mundo. Me limité a resignarme ante los hechos consumados. No tenía más remedio que aprender a vivir con aquello pero lloré, lloré días enteros, semanas casi al completo, meses, incluso transcurrido mucho tiempo de lo que me hicieron.
     Me castró. No tengo que tener miedo a reconocerlo, debo enfrentarme a ello. Me castró. Me dolió... me dolió lo suficiente para no saber como sigo viviendo. Si hubiera de describirlo... No sería como un corte limpio -¡oh, no, eso no, ¿por qué eso no?!-, si no como si me los arrancaran con mordiscos una jauría de perros embravecidos, y yo... ¡¿por qué tuve que verlo?! Debieron dormirme al menos, ¡aunque solamente fuera para no escuchar mis gritos, mis ruegos, mis lamentos!, en vez de dejarme experimentar la impotencia, la atroz amargura, la esperanza aderezada con certeza, mientras contra el suelo me sujetaban con fuerza, indiferentes a toda súplica, y él miraba, y aquel hombre cogía su arma y se inclinaba... se inclinaba entre mis piernas abiertas para... para... “¡¡Para!!”
     ¡Oh Actea! ¡Actea! ¡Tiemblo! No, no tengo frío, no tengo miedo, me sacude un recuerdo. Abrázame hasta que me quede sin aliento. De nuevo, lo siento: no te he pedido permiso para esto cuando toda mi vida es tuya, pues sobreviví tan solo porque tú cuidaste de mí. ¿Por qué no me dejaste ir? Sabías porque me había traído aquí, como Popea Sabina, y como Statilia Mesalina, le alejaría de ti. Pero tu amor resignado y devoto siempre supo echarse a un lado ante cualquier cosa que pudiera hacerle un poco feliz. Después vendría tu cariño por mí, porque en mí -como yo en ti- te mirabas y reconocías: otro juguete usado y roto. Nunca me hablaste de los días en que tú fuiste la primera de sus favoritas; siempre te los has guardado como un tesoro.
     Como a mí nadie reconocerá tu sacrificio, tu devoción. Como a mí, te cubrirá el olvido y la infamia. Y sin embargo, tu alma es noble, pura. De haber podido hubiera querido alzar tu escultura en el altar de la diosa Fides, que multitud de embelesadas muchachas te ofrecieran rezos y flores; todas y cada una de ellas te merecías cada vez que me cogías la mano y dejabas que me entregara a la rabia o las lágrimas. Casi nunca decías nada, pero tu sola presencia me reconfortaba... Nunca te dije “gracias”, pues no sabía si por lo que por mí hacías debía maldecirte o dártelas.
      

     Si, yo no he olvidado. Siempre estuviste a mi lado, desde el momento en que desperté de mi agonía de negación, fiebre y sangre para descubrir que ya no era hombre, pero tampoco mujer y ya no más una persona. Ya entonces me llamaste “Sabina” Odiaba cada sílaba pero también lo prefería: sepulté mi antiguo nombre en el olvido para conservar la belleza de mi niñez, el honor de mi familia. Fuiste tú quién me enseñaste a vestir de matrona; quién con paciencia cosías todos los velos y túnicas que, frustrado, yo desgarraba. La tranquilidad de mi tormenta “Deja en el recuerdo tu pasado, abraza esta condena” “Es posible hallar la felicidad en la tragedia”. Pero no me explicaste cómo, de qué forma.. Descubriría por mi misma que a fuerza de imponerlo se puede amar lo que se aborrecía.

          Antes llegaría la honra y la cama. Se celebró la boda, con solemnidad inusitada, y sin dejar con todo de ser una farsa Todos los buenos y viejos rituales romanos estaban presentes: la dote, el azafranado velo, el cortejo que escoltaba hasta la casa del marido a la nueva esposa -Yo. ¡Yo! ¡Oh, dioses, ¿qué os había hecho?!- las plegarias para que tuviéramos hijos, incluso las bromas vulgares, y por respeto -¡respeto! ¿qué es eso?- a mis orígenes se tomaron también prestados del ritual griego el contrato y la entrega de la novia, de la que se encargó Tigelino con risa nerviosa. Pues nadie olvidaba el hecho liso y llano de que la novia era un hombre, o lo había sido, y que yo jamás podría tener ya hijos. 


     No contento con tanta humillación, con exponer a los ojos del mundo mi nueva condición, me hizo vestir con las joyas y ropas de una emperatriz para acompañarlo en litera por las ferias de Grecia y las Sigilarias de Roma. Mi oposición la confundía con pudor, mis lamentos con gemidos de pasión, y cuanto más le rehuía más se enardecía. Soporté besos y caricias que no quería, explorando todo un cuerpo que me repugnaba, mientras a nuestro alrededor nos escupían a la cara multitud de bromas y risas y dedos acusadores sin césar se alzaban para mofarse de mí y después escribir en las paredes de las tabernas las horribles cosas que de mí pensaban: así todo el mundo conoció mi desgracia y en ningún sitio hallé refugio seguro. “Más le hubiera valido a Roma que el padre de Nerón se casara con una mujer parecida”. Aprendí que se puede ser fuerte estando en ruinas.
     Un momento, ¡las Sigilarias! Las fiestas en que los dioses se regalan y se ponen en venta en honor a Saturno y su edad dorada. ¿Ha sido acaso mi vida una broma de Saturnalia, en la que las normas de la conducta social se suspenden o se relajan? Incluso el nombre de varón que él me diera. “Semen”, “Semilla”, Sporo. Darme tal nombre después de castrarme. No tengo palabras. Nadie podía decirlo sin que se le escapara una risa. Casi prefería “Sabina”, aunque solo fuera por escapar de esta amorfa forma, darme una identidad completa y definida, aunque nunca fuera la que de verdad quería.
    
     
      Sin embargo no duran siempre las Saturnalias. Esa fue mi venganza. Esa fue mi tragedia. Los dedos que ordenaron mi mutilación también curaron mi corazón. El vínculo que se formó entre nosotros lo hizo en silencio, sin necesidad de palabras vacías. Cuanto más lo pienso menos lo entiendo y no voy a perder más el tiempo. Me dejé arrastrar por mis sentimientos sin darle importancia al pensamiento  De hecho, rememoro aquellas semanas inmersa en una neblina brumosa, en la que los latidos de mi corazón imperceptiblemente fueron cambiando. Pasé del terror al gozo, del rechazo a la dicha, pues era imposible no ceder ante la ternura de sus caricias, ante la dulzura de sus besos, ante la pasión de sus versos, e ignorar al mismo tiempo que aquellas caricias, aquellos besos, aquellos versos, no eran en verdad para mí: eso lo facilitaba todo.
     Yo también, como Actea, me dejé arrastrar por la genialidad de su locura y el hermoso engaño, y al final estuve igualmente dispuesto a hacer o decir cualquier cosas que restableciera el brillo de sus ojos claros, aunque fuera a costa de mi felicidad y mi vida. Porque el César era el dueño del mundo y el mundo era el César. Pero el amor -¿podría llamarlo así? No, el amor es algo demasiado ingenuo y puro para los dos- aunque sabe perdonar jamás olvida.
    
El anillo... Pretendía ser el símbolo de mi rendición, de mi aceptación. Mientras Nerón recibía los auspicios de año nuevo le entregué mi obsequio como prueba de nuestro nuevo comienzo: un anillo con un piedra preciosa que ilustraba el violento rapto de Proserpina por el dios de los infiernos, una joven como yo obligada a ser esposa y que finalmente acepta el destino que le aguardaba.
     Más tarde, con Nerón perecido, mi regalo fue incluido en un largo listado de malos presagios que le alertaban de su inminente caída. Pero al contrario que el resto, aquel presagio mío fue premeditado, buscado y sin duda provocado sin ni siquiera saberlo. Él cambió algo más que mi aspecto; al igual que mi cuerpo he soportado una aberración de sentimientos y ni he sabido amar ni odiar, ni hallar la salvación ni alcanzar la venganza, ni ser únicamente Sabina, Popea o Esporo. Fui todos a un mismo tiempo y también ninguno de ellos.
     Otros tuvieron más suerte interpretando sus sentimientos... Vitelio. No es casual que como condena me haya impuesto ser violado en el escenario durante la representación del rapto de la reina de los muertos. Él heredó su trono y le amó en silencio. Muchos le amaron: el pueblo que le expulsó, que a su favorito Spículo, el gladiador, sepultó bajo una de las estatuas del emperador, guarda no obstante su recuerdo como algo hermoso e imperecedero y aún pueden verse flores en su tumba de la colina pinciana; un falso Nerón surgió de Oriente para beneficiarse del sentimiento de añoranza; Ninfidio, Otón, Vitelio, no dudaron en imitarle, reverenciarle, para asentarse en el poder de su Imperio.


     Nerón, mi Nerón, siempre acosado por la culpa y los remordimientos, las inseguridades y las dudas, necesitado de un perdón que no pedía y una redención que no merecía, fue amado hasta el extremo y sin embargo murió en la soledad y el odio. Me alegré y lloré por ello. Aún le añoro y le desprecio. Así fue en vida y así es ahora que está muerto. Maldecía su nombre en los silencios y, sin embargo, mi corazón latía apenas le veía. Nerón, ¿qué nos has hecho? Creí que no dura siempre la Saturnalia.
      No fui consciente de cuanto le necesitaba hasta verlo arder en su pira funeraria. Con su marcha se fue la luz que me guiaba. Él me había creado y dado forma, como otra de sus muchas obras, y como ellas en manos extrañas yo también me creía libre tras su marcha y añoré con todo su protección al unísono posesiva y tierna. ¿Qué haría sin él, con mi existencia, que durante tanto tiempo girara en torno a su presencia? Perdido, contemplé aterrado el oscuro vacío.
     No podía regresar a mi casa, no tenía valor para presentarme ante los míos con mi nueva apariencia. Más, ¿quedarme en Roma? No había allí nada que me retuviera. Con mi nombre por siempre ligado al de Nerón y mi condición expuesta, solo me quedaban la soledad, la Historia y la miseria... Pronto comencé a frecuentar el vicus Tuscus, donde otros de igual condición a la mía se exponen a la venta. De emperatriz a fulana: la tercera broma de Saturnalia. Más no sería mucho tiempo una puta barata. Ninfidio, el nuevo prefecto, vino en mi ayuda. Ya en vida de Nerón me miraba con lujuria.
     Para su desgracia, una buena acción no redime de toda una vida desperdiciada. Aquel ser mezquino y deshonesto se arrastró desgarrado por la ambición y el miedo. Buscó en mi el reposo del guerrero y evocar un recuerdo Incluso quiso celebrar otra boda, conmigo de nuevo como novia. Fue estúpido desde el primer momento: vendió a su César, Nerón, quién le nombrara, por Galba, de quién todo se desconociera, a cambio de un generoso soborno para la totalidad de sus guardias y aún así creyó que sus hombres se mantendrían fieles a su causa sin necesidad de denarios, que dilapidó difundiendo el ridículo rumor de que era hijo de emperador. El día que me juró que anunciaría su candidatura en el campamento le despedí con una sonrisa: sabía que a partir de ese día no volvería a verle con vida... Desde la tumba, Nerón lenta y concienzudamente se vengaba.
     Pronto le tocaría el turno a Galba. Por más que me esfuerzo tan solo recuerdo su cabeza clavada en la pica y su cuerpo tirado en la vía junto a la Basílica Julia. Dicen que un hombre es sabio al llegar a viejo; en todos los casos es cierto, salvo en el de Galba. Designar sucesor a un desconocido Pisón en lugar de a Otón, que con tantos apoyos contaba, no se cuenta sin duda entre las más brillantes ideas.
     Ese hombre no habría sido nada sin su liberto Icelo. Fue él quién levantó al pueblo, quién convenció al Senado, quién persuadió provincias, sobornó soldados y gobernó el Imperio. Supo de igual forma reconocer el valor del enemigo caído permitiendo la celebración de un funeral digno para Nerón. Es posible que debiera odiarlo, pero en vez de eso es el único hombre al que he admirado. El día que se lo confesé me observó con desprecio El reflejo de sus ojos cambió el día en que una ciudad cansada de la vejez y debilidad del nuevo emperador se levantó enardecida en favor de Otón y yo le ayudé a escapar de quién le perseguía. Ese día gané un poco de respeto por primera y última vez en la vida.
      No me duró mucho tiempo. Otón quiso castigarme por ello. Al igual que Ninfidio, una buena acción no podía borrar mi vida de infamia. Pero apenas hubo levantado la mano se detuvo en mi mirada; le sonreí. De nuevo mentira, desprecio y supervivencia. Otra vez Popea... Antes de Nerón, Otón había estado casado con ella. Esa noche me arrastró hasta su cama. No volvió a dejar que me marchara.
    
    

     Había escuchado de labios ajenos historias de los momentos en que en su juventud más temprana él recorría las calles de prostíbulo en taberna; pero el hombre que accedió al Imperio tras cometer un crimen horrendo se había endurecido por el largo y honroso exilio. Con él comprendí que los años cambian y el olvido llega, que para mí aún había esperanza a través de las décadas, pero que aunque nuestras heridas sanan y no sangran siempre dejan marca y regresan. No existen panaceas, solo esos bálsamos momentáneos que calman, engañan, ciega. Eso fui yo para mi nuevo amo, pero no por lo que todos piensan.

     Buscaba en mí no tanto a la compañera muerta como a la juventud perdida, los sueños que se van y no regresan, los deseos que se consumen en hogueras de realidad y certeza, el vigor de los primeros años para poder emprender nuevas empresas. Estaba convencido de ser lo mejor para el Imperio, no por un ciego egoísmo o creciente egocentrismo, si no por la firme convicción que convirtió en única dedicación, en su destino. Escuchaba sus planes para Roma, trazados en infinitos años de soledad y amargura, con la misma fascinación con que gocé con Nerón de sus cantos: la música de mi vejez -así pueden llamarse mis veinte años cuando solo se ha vivido eso-.
     De haber sabido que Vitelio desde Germania se había levantado contra el gobierno de Galba seguro estoy que jamás habría hecho lo que hizo. Al contrario que yo, una guerra civil que amenaza con la destrucción de Roma era lo último que deseaba, pues era un hombre de los que pocos quedan, de los que nunca más habrá; a su lado con gusto hubiera envejecido si los dioses no se hubieran divertido cumpliendo mis temores y destrozando mis sueños. De Otón habla mejor que yo su último día sobre la tierra en las eternamente malditas llanuras de Brixellum y Bedriacum.
     Derrotado aunque con mayor fuerza, optó por el suicidio. “Es mucho más justo morir uno por todos que todos por uno”, y retirándose a su tienda se clavó una daga en el corazón. Nadie esperaba aquel final para el antiguo compañero de prostíbulos y tabernas de Nerón, y llevados por su admiración muchos de sus soldados optaron por perecer en su funeraria hoguera. En el lugar en que ardiera tan solo le recuerda una humilde ara, tan lejos de esos lujos que en su juventud con avidez disfrutara... “Diis Manibus Marci Othonis”, reza... Su gloria hubiera sido completa si su sacrificio para algo nos sirviera: él gobernó el Imperio con sabiduría, Vitelio con torpeza y desde Alejandría Vespasiano, un nuevo César, mueve sus tropas para invadir Italia. Ojalá todo arda en llamas y todo perezca. Desde las alturas de su coloso de oro Nerón sonríe con satisfacción y con pereza.
     Solo a él debí entregar el fruto de mis veinte años. Como buen artista solo él supo tratar a su obra... Hasta el buen Otón me maltrató en sus últimas horas, malgastando su último aliento escribiendo una misiva de despedida no a mí sino a Mesalina. Mi devoción no importaba nada ante la fama de la viuda honrosa. Aquel nuevo desprecio me hubiera dolido si mi corazón tantas veces no se hubiera partido. Simplemente no era digno, al menos para ellos, pero ¿para mí?
     Tan acostumbrado estoy de mirarme en ojos ajenos que me he olvidado de usar los míos. ¿Qué es lo que pienso de mi mismo? ¿Qué hubiera querido? Regresar a la pureza de mis inicios. Y sin embargo en mi tormento, ¡desgraciado!, nunca me he sentido más vivo.
     ¿Alguna vez te has hecho estas preguntas, Actea, o los dos nos dejamos arrastrar por la corriente hasta vernos hundidos? No siempre lo mejor es lo más sencillo, no la explicación más correcta es la más simple, ni la realidad es lo que vimos... Parece que me llevo demasiado pesos a mi sepultura y jamás creí que habría de sumar el haberme arrepentido de lo que no hice en vez de lo vivido.
     Actea, hubiera querido... Si yo hubiera podido, hubiera querido... Recuerda, aquella última fiesta en la mansión dorada: lluvia de enrojecidos pétalos cayendo de los ásperos dedos de experimentados acróbatas sobre comensales ávidos no solo de vino; la dulce melodía de la lira; manjares en balsas amarillas flotando en estanques de peces vivos;  sensuales bailarinas moviéndose con delicadeza entre guirnaldas y mesas; un techo de constelaciones rotando sobre nuestras cabezas. Yo, tendido como esposa junto a Nerón. Tú, con la cabeza gacha en un rincón. Ese día, Actea, y tantos otros, hubiera querido...
     ¡Olvídalo!... Ya no importa. Esperamos que pase algo en la vida y, al final, lo único que pasa es la misma vida. Mis sueños, mis aspiraciones, mis ambiciones, mis anhelos, arderán conmigo en la misma pira y pronto no serán más que polvo y ceniza. Viento. Aprende de mi ejemplo, que al menos para eso sirva mi sufrimiento.
     Mi dulce, dulce Actea... no dejes que tu vida marchite en la espera de lo que nunca llega o jamás regresa, lucha por hacer tus deseos eternos, imperecederos, tangibles, ciertos, al igual que la estatua de ojos muertos que nos contempla. El tiempo vuela y no retorna y la muerta ansiosa demasiado pronto llega: el pasado no volverá, del futuro nada sabemos, disfruta este día como si fuera a ser el último porque es lo único cierto, y ten presente que quién desea hacer algo encuentra la forma, y el que no solo excusas. Ahora debes vivir en lugar de tu estropeado amigo. Debes vivir por nosotras.
     Y ahora, despidámonos. Pronto vendrán a por mí. Me encontrarán, más yo ya no estaré aquí. Seré un cuerpo frío, un alma cálida, sin respiración, sin razón, pero todavía con corazón. Me pregunto si habrá alguien en esta ciudad con la suficiente piedad para verter sobre mis restos un triste puñado de tierra. Tú, lo sé, Actea. En realidad, prefiero que no lo hicieras. ¿Qué nombre habrías de escribir en mi lápida? “Diis Manibus... ¿Sabinae? ¿Spori?” No. Desconocido quiero bajar a las cavernas que el horrible Cancerbero custodia. Ni hombre. Ni mujer. Por fin solo yo. Por fin solo una persona.
     No llores, Actea. Túmbate a mi lado, abrázame con fuerza. De verdad que no me importa, no ahora que tú estas conmigo. Estás cálida, yo frío. Abrázame hasta que me quede sin aliento, tú me lo has prometido. Actea, quédate conmigo... Dicen que los hombres no temen en realidad a la muerte, sino que temen no ser recordados. Yo que deseo en cambio ambas cosas, ¿soy peor o mejor que ellos?