Una
colaboración para Arraona Romana
¿Cómo empezó todo esto? Han pasado tantas cosas que ya no recuerdo, o bien
no quiero hacerlo... Ha llegado el momento de enfrentarme a ello. No se puede
vivir con miedo, ni morir temiendo. Sin embargo, quizás no estoy haciendo la
pregunta adecuada que me permita poner en orden todos mis pensamientos y
afrontar mis sentimientos. No importa como empezó, si no como yo me convertí en
algo nuevo, porque si pudiera elegir regresaría a mis comienzos, permanecería
por siempre en ellos.
El sonido de las olas, la música de mi juventud... Gustaba de sentarme en
aquella playa solitaria, yo conmigo mismo y mi alma, y contemplar el batir de
mil olas negras donde nadaban estrellas bajo la inmensidad de la luna llena,
sentir en mis dedos jugueteando la fina arena y en mi espalda la caricia helada
de una brisa tierna y salada. Imposible no ser consciente de la inmensidad del
mundo y de mi propia insignificancia, y ese pensamiento, que tanto atormentó a
hombres buenos, siempre fue para mí en cambio un consuelo, incluso en los
peores momentos: las penas de un ser tan pequeño no pueden ser nunca grandes.
¡Divina inocencia! No bastaba una sola para ahogarme, pero a fuerza de
acumularse han terminado por aplastarme. No obstante, aunque pudiera liberarme
de ellas, aunque un dios benévolo tuviera a bien mirarme un solo momento y
concedérmelo, me negaría: ellas son yo y yo soy ellas, fueron mis tragedias las
que me dieron definitiva forma y algo semejante a la fortaleza.
Con todo, preferiría que en mil últimas horas no desfilaran ante mis ojos.
Me dijeron que sucedería, más ¿por qué? Quizás todos necesitemos en el momento
de morir creer, creer que valió la pena, que no hemos malgastado nuestra
existencia. Tendría ese temor si mi vida hubiera sido mía, pero nunca fui
responsable de quien fui, jamás seré culpable de lo que sucedió por mí. Mi
éxito -debería decir mi ruina- se debió a una pasión desgarradora, la
experimentada por Nerón por su segunda esposa... Así concebida, mi existencia
no ha sido tan mala: motivos peores mueven mejores vidas.
Sentado en el tocador de mi habitación en palacio, observo con detenimiento
mi reflejo en el espejo, este rostro de mujer que me impusieron, este cuerpo deforme
que no fue mío. Actea, la dulce Actea, también observa esta farsa grotesca de
una emperatriz muerta, y en su pupila azul, temblorosa por el miedo, en su
entrecejo fruncido de preocupación y en el vacilar de sus labios hallo algún
consuelo.
Con cuidado, lavo mi rostro. El agua se tiñe de cien mil colores, revelando
mejillas sin barba y cejas depilada. Me arranco las pestañas postizas, me
deshago de los grandes pendientes y deposito, entre perfumes, ungüentos y
cajitas, collares, pulseras, anillos, tobilleras, diademas, fíbulas, redecillas
del pelo y horquillas. Sin embargo, cuando cojo entre mis manos delicadas de
uñas pintadas las tijeras, para deshacerme también del largo cabello teñido de
encendido rojo, Actea no puede contenerse.
Intenta detenerme. “Sabina”, me llama. Esa palabra maldita escapa con
inocencia de su boca; así me llamaba Nerón en honor de su esposa fallecida.
Rápida se lleva las manos a los horrorizados labios. Tranquila, Actea, ya no me
importa. Esboza una sonrisa de amargura, me observa con benevolencia, me
acaricia el rostro con ternura. ¿Qué es esto? ¿Compasión? Nunca la he tenido y
no la quiero. Me debilita y preciso ahora más que nunca de todas mis fuerzas.
Largos mechones de cabello caen con silencioso estrépito en el suelo de mosaico.
Venus y Adonis quedan cubiertos de una montaña de pelo humano. Queda atrás solo
el rostro de quién no es mujer, pero tampoco hombre, un cuerpo amorfo carente
de pechos y de testículos. Un nuevo Tiresias. Otro Hermafrodito. Si acaso
dudaba, ahora tengo motivos.
Actea con mano temblorosa me alcanza una toga. La rechazo con vehemencia:
me disfrazaría de un hombre como me he disfrazado de una matrona... ¡Oh, Actea,
¿por qué lloras?! No lloras por mí, si no por ti; conmigo se marcha lo único de
Nerón que te queda, serás ahora el último vestigio de una gran era. Me
abofetea. Me abraza. Es imposible, ¿son para mí estas lágrimas? Actea, ¡son
hermosas! Por favor, llora, llora hasta quedarte sin ellas. Me reconfortan, me
dan fuerzas. ¡Actea, me amas lo suficiente como para poder verterlas! ¡Mi
dulce, dulce Actea!
Cuando me vaya habré dejado en ti al menos un diminuta huella; no habré
sido solo una sombra de mi mismo, de otra persona... de la emperatriz Popea. Si
ella no hubiera muerto de aquella forma yo no me habría convertido en esto...No
es cierto. No debo mentirme a mi mismo en mis últimas horas. Soy lo que soy por
el corazón de un hombre destrozado incapaz de aceptar lo que había hecho.
“Te lo suplico”, me susurra contra la sensible piel de mi nuca y su voz se
extiende como una caricia a lo largo de mi espalda desnuda. “Reconsidéralo”.
Por un momento flaqueo. Después, olvido... No,
me digo, no hay nada que reconsiderar. ¿Ser violado en público sobre el
escenario para diversión de nuestro nuevo César, Vitelio? No, Actea, lo
lamento, mi decisión es firme. Multitud de personas han dirigido mi vida; ahora
quiero ser responsable de mi propia muerte.
Sí, me iré, y mi memoria la desgarrará la infamia. Pocos recordaran mi
lealtad y mi fidelidad. Pensé que ellas me redimirían ante los ojos de la
Historia, que me granjearían el perdón de la Memoria, y que quizás bastaran
para no ser recordado con odio ni con desprecio, sino con cierto asombro,
cierta compasión, cierta admiración, cierta lástima. Me esforcé por practicarlas
y finalmente surgían de mi solas: Nerón me enseñó que se puede llegar a amar lo
que mucho se odia...
Amar...quizás de una retorcida y ambigua forma, pero nunca al César, si no
al loco incomprendido y perdido que buscaba su propio lugar en el mundo de continuo.
Fui yo, y no Mesalina, la última de sus esposas, quién permaneció junto a
nuestro marido hasta el mismo final, solo yo y tres más, en el desgarrador
viaje final que le condujo a la muerte olvidado en una villa. Fui yo quién
inició ante su petición los lamentos rituales previos a su suicidio. Fui yo
quién le recogió entre mis brazos cuando cayó por vez última y fui yo quién
bebió de sus labios el último aliento... y sin embargo ella vive en una
tranquilidad por siempre honrosa y yo me preparo para un inminente suicidio. Da
igual todo lo que hiciera; en el mejor de los casos mi vida se perderá como
lágrimas entre la lluvia.
De haber sabido lo que vendría después le hubiera seguido tras su último
suspiro, le hubiera seguido si alguna vez me hubiera querido, pero no me amaron
ninguno de los hombres que se impusieron a la fuerza a mi lado: siempre Popea.
Aunque la encarné no puedo decir que la he conocido. Ardo en deseos de hacerlo
para saber que hubo en ella que tanto los ha seducido, que hubo en mí indigno.
Como presencia inmaterial e intangible siempre estuvo con nosotros. Nos
miraba con dureza la vez primera en que nos vimos: un busto de ojos vacíos
cubierto de anhelos insatisfechos y de deseos ya incumplidos. Los ojos del
César se movían inquietos del retrato a mi rostro, mezcla de temor y de
asombro. Incluso yo, fascinado y confuso, reconocía el parecido. A mi lado,
sonreía ampliamente el prefecto pretoriano, Tigelino. Sus garras de dedos
afilados me habían encontrado mientras, absorto, contemplaba en los teatros de
Grecia a Nerón interpretar a Cánace parturienta. Le rogué me dejara disfrutar
de toda la escena; me observó como si en un solo instante yo enloqueciera.
Ellos nunca escucharon a Nerón, solo le oyeron. Incapaces de comprender,
solo se escandalizaron y solo rieron. Y sin embargo, ¡qué música tan hermosa!
Tañía la lira con la pasión y con la dulzura de las caricias, arrancando cien
notas que, como sensuales e invisibles bailarinas, se alzaban en el aire
juguetonas buscando emociones encendidas para después arrastrarte, sin piedad e
impenitentes, a un tornado de pasiones enloquecidas en el que era imposible no
pasar del llanto a la risa.
Aún en el silencio de la noche escucho su canto: es un amargo bálsamo capaz
de calmar mi espíritu atormentado o darme fuerzas para continuar caminando.
¿Qué fue de tu lira, Nerón? La dulce Actea la colocó sobre tu pecho, los dedos
entrelazados, cuando te amortajó. Nadie volverá a tocarla. Nadie sabría
hacerlo. Ahora sin duda la tañes para un público más selecto. Cuando descienda
pronto a los Infiernos, ¿me recibirás con los arrebatados acordes de tu lira?
Posiblemente no. Allí ya no seré más tu Sabina, porque ya tienes a tu Popea...
¿Siento celos de ella? Únicamente rabia. Hubiera preferido que me amarais por
quién realmente era. ¿Seré acaso una sombra solitaria cuando muera?
¡Ah, “quién realmente era”! ¡Qué triste ironía! No lo sé ni yo misma. Al
contrario de lo que muchos afirman, yo no quise esto, pero tampoco fui una
víctima: amé lo que me impusieron y disfruté de lo que me desagradó ¿Sospeché
en algún momento lo que pretendía? Seguramente sí. Seguramente no. Debí
hacerlo: me hablaba como si fuera otra, ¿más cómo pensar que se atrevería a...?
No accedí de buen grado. No, eso no es cierto. ¿Quién lo habría hecho? Me
resistí cuanto pude, pero nadie puede luchar contra la voluntad del César del
mundo. Me limité a resignarme ante los hechos consumados. No tenía más remedio
que aprender a vivir con aquello pero lloré, lloré días enteros, semanas casi
al completo, meses, incluso transcurrido mucho tiempo de lo que me hicieron.
Me castró. No tengo que tener miedo a reconocerlo, debo enfrentarme a ello.
Me castró. Me dolió... me dolió lo suficiente para no saber como sigo viviendo.
Si hubiera de describirlo... No sería como un corte limpio -¡oh, no, eso no,
¿por qué eso no?!-, si no como si me los arrancaran con mordiscos una jauría de
perros embravecidos, y yo... ¡¿por qué tuve que verlo?! Debieron dormirme al
menos, ¡aunque solamente fuera para no escuchar mis gritos, mis ruegos, mis
lamentos!, en vez de dejarme experimentar la impotencia, la atroz amargura, la
esperanza aderezada con certeza, mientras contra el suelo me sujetaban con
fuerza, indiferentes a toda súplica, y él miraba, y aquel hombre cogía su arma
y se inclinaba... se inclinaba entre mis piernas abiertas para... para...
“¡¡Para!!”
¡Oh Actea! ¡Actea! ¡Tiemblo! No, no tengo frío, no tengo miedo, me sacude
un recuerdo. Abrázame hasta que me quede sin aliento. De nuevo, lo siento: no
te he pedido permiso para esto cuando toda mi vida es tuya, pues sobreviví tan
solo porque tú cuidaste de mí. ¿Por qué no me dejaste ir? Sabías porque me
había traído aquí, como Popea Sabina, y como Statilia Mesalina, le alejaría de
ti. Pero tu amor resignado y devoto siempre supo echarse a un lado ante
cualquier cosa que pudiera hacerle un poco feliz. Después vendría tu cariño por
mí, porque en mí -como yo en ti- te mirabas y reconocías: otro juguete usado y
roto. Nunca me hablaste de los días en que tú fuiste la primera de sus favoritas;
siempre te los has guardado como un tesoro.
Como a mí nadie reconocerá tu sacrificio, tu devoción. Como a mí, te
cubrirá el olvido y la infamia. Y sin embargo, tu alma es noble, pura. De haber
podido hubiera querido alzar tu escultura en el altar de la diosa Fides, que
multitud de embelesadas muchachas te ofrecieran rezos y flores; todas y cada
una de ellas te merecías cada vez que me cogías la mano y dejabas que me
entregara a la rabia o las lágrimas. Casi nunca decías nada, pero tu sola
presencia me reconfortaba... Nunca te dije “gracias”, pues no sabía si por lo
que por mí hacías debía maldecirte o dártelas.
Si, yo no he olvidado. Siempre estuviste a mi lado, desde el momento en que desperté de mi agonía de negación, fiebre y sangre para descubrir que ya no era hombre, pero tampoco mujer y ya no más una persona. Ya entonces me llamaste “Sabina” Odiaba cada sílaba pero también lo prefería: sepulté mi antiguo nombre en el olvido para conservar la belleza de mi niñez, el honor de mi familia. Fuiste tú quién me enseñaste a vestir de matrona; quién con paciencia cosías todos los velos y túnicas que, frustrado, yo desgarraba. La tranquilidad de mi tormenta “Deja en el recuerdo tu pasado, abraza esta condena” “Es posible hallar la felicidad en la tragedia”. Pero no me explicaste cómo, de qué forma.. Descubriría por mi misma que a fuerza de imponerlo se puede amar lo que se aborrecía.
Antes llegaría la honra y la cama. Se celebró la boda, con solemnidad
inusitada, y sin dejar con todo de ser una farsa Todos los buenos y viejos
rituales romanos estaban presentes: la dote, el azafranado velo, el cortejo que
escoltaba hasta la casa del marido a la nueva esposa -Yo. ¡Yo! ¡Oh, dioses,
¿qué os había hecho?!- las plegarias para que tuviéramos hijos, incluso las
bromas vulgares, y por respeto -¡respeto! ¿qué es eso?- a mis orígenes se
tomaron también prestados del ritual griego el contrato y la entrega de la
novia, de la que se encargó Tigelino con risa nerviosa. Pues nadie olvidaba el
hecho liso y llano de que la novia era un hombre, o lo había sido, y que yo
jamás podría tener ya hijos.
No contento con tanta humillación, con exponer a los ojos del mundo mi
nueva condición, me hizo vestir con las joyas y ropas de una emperatriz para
acompañarlo en litera por las ferias de Grecia y las Sigilarias de Roma. Mi
oposición la confundía con pudor, mis lamentos con gemidos de pasión, y cuanto
más le rehuía más se enardecía. Soporté besos y caricias que no quería,
explorando todo un cuerpo que me repugnaba, mientras a nuestro alrededor nos
escupían a la cara multitud de bromas y risas y dedos acusadores sin césar se
alzaban para mofarse de mí y después escribir en las paredes de las tabernas
las horribles cosas que de mí pensaban: así todo el mundo conoció mi desgracia
y en ningún sitio hallé refugio seguro. “Más le hubiera valido a Roma que el
padre de Nerón se casara con una mujer parecida”. Aprendí que se puede ser
fuerte estando en ruinas.
Un momento, ¡las Sigilarias! Las fiestas en que los dioses se regalan y se
ponen en venta en honor a Saturno y su edad dorada. ¿Ha sido acaso mi vida una
broma de Saturnalia, en la que las normas de la conducta social se suspenden o
se relajan? Incluso el nombre de varón que él me diera. “Semen”, “Semilla”,
Sporo. Darme tal nombre después de castrarme. No tengo palabras. Nadie podía
decirlo sin que se le escapara una risa. Casi prefería “Sabina”, aunque solo
fuera por escapar de esta amorfa forma, darme una identidad completa y
definida, aunque nunca fuera la que de verdad quería.
Sin embargo no duran siempre las Saturnalias. Esa fue mi venganza. Esa fue
mi tragedia. Los dedos que ordenaron mi mutilación también curaron mi corazón.
El vínculo que se formó entre nosotros lo hizo en silencio, sin necesidad de
palabras vacías. Cuanto más lo pienso menos lo entiendo y no voy a perder más
el tiempo. Me dejé arrastrar por mis sentimientos sin darle importancia al
pensamiento De hecho, rememoro aquellas
semanas inmersa en una neblina brumosa, en la que los latidos de mi corazón
imperceptiblemente fueron cambiando. Pasé del terror al gozo, del rechazo a la
dicha, pues era imposible no ceder ante la ternura de sus caricias, ante la
dulzura de sus besos, ante la pasión de sus versos, e ignorar al mismo tiempo
que aquellas caricias, aquellos besos, aquellos versos, no eran en verdad para
mí: eso lo facilitaba todo.
Yo también, como Actea, me dejé arrastrar por la genialidad de su locura y
el hermoso engaño, y al final estuve igualmente dispuesto a hacer o decir
cualquier cosas que restableciera el brillo de sus ojos claros, aunque fuera a
costa de mi felicidad y mi vida. Porque el César era el dueño del mundo y el
mundo era el César. Pero el amor -¿podría llamarlo así? No, el amor es algo
demasiado ingenuo y puro para los dos- aunque sabe perdonar jamás olvida.
El anillo... Pretendía ser el símbolo de mi rendición, de mi aceptación. Mientras Nerón recibía los auspicios de año nuevo le entregué mi obsequio como prueba de nuestro nuevo comienzo: un anillo con un piedra preciosa que ilustraba el violento rapto de Proserpina por el dios de los infiernos, una joven como yo obligada a ser esposa y que finalmente acepta el destino que le aguardaba.
Más tarde, con Nerón perecido, mi regalo fue incluido en un largo listado
de malos presagios que le alertaban de su inminente caída. Pero al contrario
que el resto, aquel presagio mío fue premeditado, buscado y sin duda provocado
sin ni siquiera saberlo. Él cambió algo más que mi aspecto; al igual que mi
cuerpo he soportado una aberración de sentimientos y ni he sabido amar ni
odiar, ni hallar la salvación ni alcanzar la venganza, ni ser únicamente
Sabina, Popea o Esporo. Fui todos a un mismo tiempo y también ninguno de ellos.
Otros tuvieron más suerte interpretando sus sentimientos... Vitelio. No es
casual que como condena me haya impuesto ser violado en el escenario durante la
representación del rapto de la reina de los muertos. Él heredó su trono y le
amó en silencio. Muchos le amaron: el pueblo que le expulsó, que a su favorito
Spículo, el gladiador, sepultó bajo una de las estatuas del emperador, guarda
no obstante su recuerdo como algo hermoso e imperecedero y aún pueden verse
flores en su tumba de la colina pinciana; un falso Nerón surgió de Oriente para
beneficiarse del sentimiento de añoranza; Ninfidio, Otón, Vitelio, no dudaron
en imitarle, reverenciarle, para asentarse en el poder de su Imperio.
Nerón, mi Nerón, siempre acosado por la culpa y los remordimientos, las
inseguridades y las dudas, necesitado de un perdón que no pedía y una redención
que no merecía, fue amado hasta el extremo y sin embargo murió en la soledad y
el odio. Me alegré y lloré por ello. Aún le añoro y le desprecio. Así fue en
vida y así es ahora que está muerto. Maldecía su nombre en los silencios y, sin
embargo, mi corazón latía apenas le veía. Nerón, ¿qué nos has hecho? Creí que
no dura siempre la Saturnalia.
No fui consciente de cuanto le necesitaba hasta verlo arder en su pira
funeraria. Con su marcha se fue la luz que me guiaba. Él me había creado y dado
forma, como otra de sus muchas obras, y como ellas en manos extrañas yo también
me creía libre tras su marcha y añoré con todo su protección al unísono
posesiva y tierna. ¿Qué haría sin él, con mi existencia, que durante tanto
tiempo girara en torno a su presencia? Perdido, contemplé aterrado el oscuro
vacío.
No podía regresar a mi casa, no tenía valor para presentarme ante los míos
con mi nueva apariencia. Más, ¿quedarme en Roma? No había allí nada que me
retuviera. Con mi nombre por siempre ligado al de Nerón y mi condición expuesta,
solo me quedaban la soledad, la Historia y la miseria... Pronto comencé a
frecuentar el vicus Tuscus, donde otros de igual condición a la mía se
exponen a la venta. De emperatriz a fulana: la tercera broma de Saturnalia. Más
no sería mucho tiempo una puta barata. Ninfidio, el nuevo prefecto, vino en mi
ayuda. Ya en vida de Nerón me miraba con lujuria.
Para su desgracia, una buena acción no redime de toda una vida
desperdiciada. Aquel ser mezquino y deshonesto se arrastró desgarrado por la
ambición y el miedo. Buscó en mi el reposo del guerrero y evocar un recuerdo
Incluso quiso celebrar otra boda, conmigo de nuevo como novia. Fue estúpido
desde el primer momento: vendió a su César, Nerón, quién le nombrara, por
Galba, de quién todo se desconociera, a cambio de un generoso soborno para la
totalidad de sus guardias y aún así creyó que sus hombres se mantendrían fieles
a su causa sin necesidad de denarios, que dilapidó difundiendo el ridículo
rumor de que era hijo de emperador. El día que me juró que anunciaría su
candidatura en el campamento le despedí con una sonrisa: sabía que a partir de
ese día no volvería a verle con vida... Desde la tumba, Nerón lenta y
concienzudamente se vengaba.
Pronto le tocaría el turno a Galba. Por más que me esfuerzo tan solo recuerdo
su cabeza clavada en la pica y su cuerpo tirado en la vía junto a la Basílica
Julia. Dicen que un hombre es sabio al llegar a viejo; en todos los casos es
cierto, salvo en el de Galba. Designar sucesor a un desconocido Pisón en lugar
de a Otón, que con tantos apoyos contaba, no se cuenta sin duda entre las más
brillantes ideas.
Ese hombre no habría sido nada sin su liberto Icelo. Fue él quién levantó
al pueblo, quién convenció al Senado, quién persuadió provincias, sobornó
soldados y gobernó el Imperio. Supo de igual forma reconocer el valor del
enemigo caído permitiendo la celebración de un funeral digno para Nerón. Es
posible que debiera odiarlo, pero en vez de eso es el único hombre al que he
admirado. El día que se lo confesé me observó con desprecio El reflejo de sus
ojos cambió el día en que una ciudad cansada de la vejez y debilidad del nuevo
emperador se levantó enardecida en favor de Otón y yo le ayudé a escapar de
quién le perseguía. Ese día gané un poco de respeto por primera y última vez en
la vida.
No me duró mucho tiempo. Otón quiso castigarme por ello. Al igual que
Ninfidio, una buena acción no podía borrar mi vida de infamia. Pero apenas hubo
levantado la mano se detuvo en mi mirada; le sonreí. De nuevo mentira,
desprecio y supervivencia. Otra vez Popea... Antes de Nerón, Otón había estado
casado con ella. Esa noche me arrastró hasta su cama. No volvió a dejar que me
marchara.
Había escuchado de labios ajenos historias de los momentos en que en su
juventud más temprana él recorría las calles de prostíbulo en taberna; pero el
hombre que accedió al Imperio tras cometer un crimen horrendo se había
endurecido por el largo y honroso exilio. Con él comprendí que los años cambian
y el olvido llega, que para mí aún había esperanza a través de las décadas, pero
que aunque nuestras heridas sanan y no sangran siempre dejan marca y regresan.
No existen panaceas, solo esos bálsamos momentáneos que calman, engañan, ciega.
Eso fui yo para mi nuevo amo, pero no por lo que todos piensan.
Buscaba en mí no tanto a la compañera muerta como a la juventud perdida,
los sueños que se van y no regresan, los deseos que se consumen en hogueras de
realidad y certeza, el vigor de los primeros años para poder emprender nuevas
empresas. Estaba convencido de ser lo mejor para el Imperio, no por un ciego
egoísmo o creciente egocentrismo, si no por la firme convicción que convirtió
en única dedicación, en su destino. Escuchaba sus planes para Roma, trazados en
infinitos años de soledad y amargura, con la misma fascinación con que gocé con
Nerón de sus cantos: la música de mi vejez -así pueden llamarse mis veinte años
cuando solo se ha vivido eso-.
De haber sabido que Vitelio desde Germania se había levantado contra el
gobierno de Galba seguro estoy que jamás habría hecho lo que hizo. Al contrario
que yo, una guerra civil que amenaza con la destrucción de Roma era lo último
que deseaba, pues era un hombre de los que pocos quedan, de los que nunca más
habrá; a su lado con gusto hubiera envejecido si los dioses no se hubieran divertido
cumpliendo mis temores y destrozando mis sueños. De Otón habla mejor que yo su
último día sobre la tierra en las eternamente malditas llanuras de Brixellum y
Bedriacum.
Derrotado aunque con mayor fuerza, optó por el suicidio. “Es mucho más
justo morir uno por todos que todos por uno”, y retirándose a su tienda se
clavó una daga en el corazón. Nadie esperaba aquel final para el antiguo
compañero de prostíbulos y tabernas de Nerón, y llevados por su admiración
muchos de sus soldados optaron por perecer en su funeraria hoguera. En el lugar
en que ardiera tan solo le recuerda una humilde ara, tan lejos de esos lujos
que en su juventud con avidez disfrutara... “Diis Manibus Marci Othonis”,
reza... Su gloria hubiera sido completa si su sacrificio para algo nos
sirviera: él gobernó el Imperio con sabiduría, Vitelio con torpeza y desde
Alejandría Vespasiano, un nuevo César, mueve sus tropas para invadir Italia.
Ojalá todo arda en llamas y todo perezca. Desde las alturas de su coloso de oro
Nerón sonríe con satisfacción y con pereza.
Solo a él debí entregar el fruto de mis veinte años. Como buen artista solo
él supo tratar a su obra... Hasta el buen Otón me maltrató en sus últimas
horas, malgastando su último aliento escribiendo una misiva de despedida no a
mí sino a Mesalina. Mi devoción no importaba nada ante la fama de la viuda
honrosa. Aquel nuevo desprecio me hubiera dolido si mi corazón tantas veces no
se hubiera partido. Simplemente no era digno, al menos para ellos, pero ¿para
mí?
Tan acostumbrado estoy de mirarme en ojos ajenos que me he olvidado de usar
los míos. ¿Qué es lo que pienso de mi mismo? ¿Qué hubiera querido? Regresar a
la pureza de mis inicios. Y sin embargo en mi tormento, ¡desgraciado!, nunca me
he sentido más vivo.
¿Alguna vez te has hecho estas preguntas, Actea, o los dos nos dejamos
arrastrar por la corriente hasta vernos hundidos? No siempre lo mejor es lo más
sencillo, no la explicación más correcta es la más simple, ni la realidad es lo
que vimos... Parece que me llevo demasiado pesos a mi sepultura y jamás creí
que habría de sumar el haberme arrepentido de lo que no hice en vez de lo
vivido.
Actea, hubiera querido... Si yo hubiera podido, hubiera querido...
Recuerda, aquella última fiesta en la mansión dorada: lluvia de enrojecidos pétalos
cayendo de los ásperos dedos de experimentados acróbatas sobre comensales
ávidos no solo de vino; la dulce melodía de la lira;
manjares
en balsas amarillas flotando en estanques de peces vivos;
sensuales
bailarinas moviéndose con delicadeza entre guirnaldas y mesas; un techo de
constelaciones rotando sobre nuestras cabezas. Yo, tendido como esposa junto a
Nerón. Tú, con la cabeza gacha en un rincón. Ese día, Actea, y tantos otros,
hubiera querido...
¡Olvídalo!... Ya no importa. Esperamos que pase algo en la vida y, al
final, lo único que pasa es la misma vida. Mis sueños, mis aspiraciones, mis
ambiciones, mis anhelos, arderán conmigo en la misma pira y pronto no serán más
que polvo y ceniza. Viento. Aprende de mi ejemplo, que al menos para eso sirva
mi sufrimiento.
Mi dulce, dulce Actea... no dejes que tu vida marchite en la espera de lo
que nunca llega o jamás regresa, lucha por hacer tus deseos eternos,
imperecederos, tangibles, ciertos, al igual que la estatua de ojos muertos que
nos contempla. El tiempo vuela y no retorna y la muerta ansiosa demasiado
pronto llega: el pasado no volverá, del futuro nada sabemos, disfruta este día
como si fuera a ser el último porque es lo único cierto, y ten presente que
quién desea hacer algo encuentra la forma, y el que no solo excusas. Ahora
debes vivir en lugar de tu estropeado amigo. Debes vivir por nosotras.
Y ahora, despidámonos. Pronto vendrán a por mí. Me encontrarán, más yo ya
no estaré aquí. Seré un cuerpo frío, un alma cálida, sin respiración, sin
razón, pero todavía con corazón. Me pregunto si habrá alguien en esta ciudad
con la suficiente piedad para verter sobre mis restos un triste puñado de
tierra. Tú, lo sé, Actea. En realidad, prefiero que no lo hicieras. ¿Qué nombre
habrías de escribir en mi lápida? “Diis Manibus... ¿Sabinae? ¿Spori?” No.
Desconocido quiero bajar a las cavernas que el horrible Cancerbero custodia. Ni
hombre. Ni mujer. Por fin solo yo. Por fin solo una persona.
No llores, Actea. Túmbate a mi lado, abrázame con fuerza. De verdad que no
me importa, no ahora que tú estas conmigo. Estás cálida, yo frío. Abrázame
hasta que me quede sin aliento, tú me lo has prometido. Actea, quédate
conmigo... Dicen que los hombres no temen en realidad a la muerte, sino que
temen no ser recordados. Yo que deseo en cambio ambas cosas, ¿soy peor o mejor
que ellos?