diumenge, 27 de juliol del 2014

EL CONFÍN DEL MUNDO

Una colaboración para Arraona Romana


—Maldita sea mi suerte.
El centurión Gayo Sulpicio no dejaba de escupir mientras recorría aquel minúsculo perímetro inundado de barro y agua, lanzando molestas pellas con su vitis a los legionarios que cavaban el foso. La lluvia no cesaba, y era más que la humedad lo que aguaba su humor.
—Maldito sea el Legado.
Un sudoroso legionario, desnudo de cintura para arriba, se apoyó un momento en su pala y le contempló con ojos sorprendidos, muy abiertos. Seguramente le había escuchado, porque tenía una expresión entre bobalicona y asustada que denotaba aturdimiento al escuchar hablar así a su centurión.
—¿Te he dicho que pares, idiota? —amenazó Gayo con su vitis.
El legionario se limpió la frente dejando un rastro de barro y se agachó para seguir paleando aquella masa blanda y amontonarla fuera del foso, montando un débil parapeto que, más que de cieno, parecía de mierda.
—Maldita sea nuestra suerte —murmuró esta vez Gayo.
La Legión XIX le había ordenado a él y a su destacamento que formaran una vexillatio y avanzaran bosque adentro. Su Legado pensaba que era buena idea que él y sus treinta hombres, rudos, experimentados, pisanos que apenas sí hablaban un latín inteligible, se internaran para comprobar si lo que Arminio le contaba a Varo era cierto o una patraña. Bien podría creerse que el Legado era precavido y competente, una verdadera rareza, pero no había contado con aquella maldita selva ni con aquellos malditos grupos emboscados. No habían logrado atravesar más que una decena de millas cuando tuvieron que detenerse en el único claro defendible. Un montículo de barro, porquería y maderas podridas por la lluvia que iba a ser su pequeño fuerte para esa noche. Sin contar con que el Legado en realidad le había alejado a él, a Gayo, de la legión para convertirle en un blanco más fácil de los belicosos germanos. Todo porque se acostaba con la hija del Legado…
—Maldita sea mi suerte.
—Centurión, si sigue así, le voy a tener que traer varios lingotes de plomo para que pueda inscribir en ellos sus maldiciones.
El que hablaba era Mario Lépido, el legionario más lenguaraz, sarcástico y afortunado de toda la puñetera legión. Estaba apoyado sobre la dolabra, indolente, sin trabajar, la túnica bien resguardada bajo la maldita paenula que le cubría la cabeza con la capucha y que había ganado jugando a los dados. Masticaba alguna hierba, o quizá raciones de pan seco. Y cuando el centurión Gayo Sulpicio clavó sus fríos ojos en él, en lugar de amedrentarse y retomar el trabajo inmediatamente so pena de un castigo, Mario Lépido se rió fuerte, a carcajadas que se perdían entre el golpeteo de la lluvia sobre los cascos metálicos.
—Lépido, eres la peor escoria que un centurión puede tener bajo su mando. Eres el ser más despreciable, abyecto, ignominioso y repulsivo que conozco.
—Vaya, centurión, cuántos sinónimos. Desde que frecuenta a la hija del Legado se le nota instruido…
El comentario fue en voz baja, lo suficiente como para que nadie más que él lo oyera. Y Mario sabía lo que hacía. Si los demás legionarios averiguaban que estaban en aquel lodazal por la concupiscencia de su centurión, el poco mando que pudiera tener se disolvería como las telarañas bajo aquel aguacero. Gruñendo, Gayo rechinó los dientes y le volvió a mirar con odio.
—Lépido, si vas a joderme, al menos que los demás no te vean complacido. Haz algo útil. Podrías subir a un árbol y hacer de vigía, ya que cavar estropea tus bonitas manos.
Escupiendo una hebra retorcida e informe de algo, Lépido miró a todos lados. Contempló el foso excavado en el barro que ya se inundaba de agua, el montón acumulado al otro lado para parapetarles, informe y deshecho, y los escasos maderos que apuntalaban la precaria construcción dentro de la cual, en teoría, montarían sus cuatro tiendas para guarecerse.
—¿Vigía, dice? Centurión, con que dos germanos se aposten en los extremos del cardo maximo y se tiren un buen pedo, nos reventarán el este campamento que tan bien sigue los cánones del viejo Polibio —agarrándose a una estaca medio desbastada y ya porosa de tanta lluvia, chapoteando entre el barro y usando su dolabra de bastón, caminó hasta ponerse a la altura del centurión—. Rece a los dioses para que los germanos se vayan a visitar al grueso de la legión y nos dejen dormir tranquilos una noche, antes de degollarnos.
—Eso es derrotismo, legionario.
—Es la verdad, centurión. Somos idiotas —bajó de nuevo la voz—. Espero que la hija del Legado follara bien, porque a nosotros nos ha jodido por el culo de tal manera que parecemos Leda tras la visita del cisne…
Tentado de atizarle con la vitis, Gayo se contuvo. Los demás legionarios habían parado para escuchar al cínico de Mario y ya se preguntaban si vivirían o no esa noche. Lo extraño era que, aunque se sentían vigilados, aunque sentían los ojos de miles de bárbaros acechándoles entre las frondas y los espesos ramajes de aquella selva, no habían sufrido ningún ataque. El día se había salvado con quejas, gruñidos, espaldas molidas y un desastre de campamento de marcha que no iban a concluir antes de que anocheciera si no ponía orden. Y decidió hacerlo. Atizó varios porrazos en las espaldas de los más remolones, de los que realmente no caían bien al resto de sus compañeros, pero se abstuvo mucho de siquiera rozar con la mirada a Mario Lépido. Otro día pagaría su afrenta.
—¡Centurión, venga, por los dioses!
El grito venía de uno de los reclutas más jóvenes. El tiron apenas levantaba cinco pies del suelo, pero era recio y trabajador. Su escasa altura resultaba cómica con el torso al aire y la forma de agitar la pala señalando su hallazgo. Gayo se paró, chapoteando en el barro de la zanja, y se quedó estupefacto.
Decenas de huesos astillados, cráneos trepanados, columnas rotas y falanges descoyuntadas asomaban de la zanja que el tiron había excavado. Los huesos removidos y calaveras talladas se encontraban entremezclados. Era justo en el límite de aquel montículo que habían elegido como zona de campamento. Pronto más gritos se unieron a la sorpresa del pequeño legionario. Aquello debía ser algún tipo de lugar religioso para alguna de aquellas piojosas tribus germánicas.
—¡Aquí hay muchos más huesos!
—Está repleto, centurión.
—Y todos han sido arrojados a este montículo y después lo han tapado. Una verdadera fosa sobre la que se haya la elevación donde montamos nuestro campamento de marcha. Qué hallazgo más afortunado y premonitorio, centurión —la chanza de Lépido era escandalosamente osada. Y la mirada llena de burla remataba el comentario.
—Maldita sea mi suerte. ¿Cuánto llevamos del foso y del terraplén, legionarios?
—Pues… —el que hablaba, Publio Caecus, se jactaba de ayudar al agrimensor en las tareas de castramentación allá al otro lado del maldito Rin. Y dicha ayuda le hacía creerse el mismísimo Agripa rehaciendo el Panteón. Se rascaba, alargaba el silencio y exasperó tanto a Gayo que éste, ya furioso, levantó su vitis para golpearle. Publio se acobardó y escupió una ristra de palabras llenas de saliva y lluvia.
—Nos queda cerrar el perímetro y clavar algunas estacas bajo el foso, apuntalar el terraplén… y desear que las tiendas no se hayan mojado tanto que sea imposible montarlas.
—Vaya, nuestras mariposas no volarán hoy —añadió sarcástico Lépido.
—¿Podremos defendernos si nos atacan? —preguntó Gayo, ignorando a Lépido y clavando su vitis en el pecho de Publio.
—Pues… —el silencio exasperaba a Gayo.
—Pues claro que no, centurión. Treinta hombres aposentados sobre un cementerio germano que alberga tantos huesos y cráneos como legionarios somos, embarrado, un lodazal donde las caligae pierden los pocos clavos que les quedaban y donde las astas de los pila y los scuta pesan más y más por la puñetera lluvia selvática. Treinta hombres dirigidos por un lascivo e irreflexivo centurión que me sorprende sepa dónde tiene su culo y dónde su polla…
Gayo no lo soportó más. Apartó su vitis del pecho de Publio y la zarandeó en el aire para golpear en la cabeza a Lépido. Pero éste fue más rápido y detuvo el golpe con su dolabra. Ambos se quedaron mirando, hundidos hasta casi las rodillas en aquel fango de huesos removidos y calados de una lluvia que no cedía. Los demás legionarios se congregaron alrededor, esperando la pelea. Ninguno parecía conceder ya al centurión su rango; más bien contemplaban aquello como un asunto personal entre Gayo y Lépido. Y en todo caso, una buena pelea presentida desde que salieron de la Galia hacía años.
—Estoy harto de tu pesimismo, de tu arrogancia y tu burla. Eres un necio, Lépido.
—Vaya, centurión, qué amable. Yo por el contrario estoy cansado de su volubilidad y falta de temperancia, que nos ha conducido al seguro desastre en este puto montículo abandonado de los dioses en medio de la Germania más profunda.
Gayo tiró su vitis al suelo y se empezó a desembarazar del sagum. Lentamente, desabrochó los cierres de su espada y de la cota de mallas, agachándose un poco para dejarla caer sobre el barro, donde las anillas metálicas se hundieron entre burbujas de lluvia arenosa. Y la túnica sudorosa y empapada, deshilachada en más de un punto, se la recogió en la cintura, atándola. Su torso mostraba cicatrices, heridas que deformaban la carne y mostraban costuras más o menos feas o acertadas, dejando claro la diferencia de años entre cada herida. Lépido sonrió, burlonamente, y soltó el mango de la dolabra, dejando que se cayera al barro formando un molde que pronto se tragó madera y hierro. Y se despojó cuidadosamente de su paenula, colgándola suavemente sobre una estaca sin que el barro la tocara. Su cuerpo, más delgado y fibroso, no mostraba herida alguna, aunque sí las privaciones del hambre, el trabajo y la falta de sueño.
—Eres una niñita, Lépido. No tienes ni una herida que demuestra tu coraje. Te falta la bulla en el pecho…
—Al revés, centurión. Me he cuidado en el combate de que nadie estropeara mi bonita cara y mi bonito cuerpo. No como usted.
Mientras hablaban se rodeaban, chapoteando en el cieno, atentos el uno al otro dentro del corrillo que los demás legionarios habían formado.
—¡Publio! Que al menos cuatro hombres vigilen. No quiero que venga un germano y mate a este hijo de puta arrogante antes de que lo haga yo mismo con mis propias manos.
—Y de paso, Publio, manda un mensajero a la XIX para decirles que la hija del legado se ha quedado sin su polla favorita en todo el campamento.
Aquella provocación fue demasiado para Gayo. Se abalanzó contra Lépido arrastrando barro con las rodillas y tratando de golpearle con los dos puños cerrados. Lépido estuvo ágil. Le esquivó uno con el antebrazo mientras se giraba moviendo los pies trabados en el cieno, y dejó que Gayo cayera de nariz contra el terraplén amontonado. El centurión gruñó, girando un rostro embarrado, y se limpió la nariz y los ojos, dejando al aire dos pupilas repletas de odio.
—¿Te crees que vas a evitarme mucho tiempo, chupapollas?
—Me divierte verle comerse el cieno, centurión.
Dando un alarido, Gayo volvió a tirarse contra él, esta vez con los dos brazos abiertos. A Lépido le recordó los gorilas que había visto durante una venatione en la Galia. Colmillos, pelos y enormes brazos dispuestos a estrujarle y sacarle todo el aire de sus pulmones. Agachándose, le dejó atrapar el aire y con las manos le hundió dedos en la cadera tirándole contra el barro de nuevo, aunque esta vez giró y cayó boca arriba.
—No sé dónde aprendiste a pelear, arrumator, pero voy a acabar contigo.
—Mientras me lo dice, centurión, cuídese de tragar más fango. A este paso podrá montar un torno cerámico en el estómago y sacarse unas lucernas del culo.
Gayo no picó esta vez. Escupiendo barro, observó el campo. Los legionarios seguían mirando el combate sin pronunciar palabra alguna. La lluvia quebraba sus gotas sobre ellos y la tierra blanda. Los cuatro vigías giraban de cuando en cuando la cabeza para curiosear el combate. El suelo estaba deslizante y succionaba los pasos. Y Lépido esperaba de pie, ligeramente ladeado como un legionario tras su escudo, hurtándole la mayor parte de superficie corporal posible. Era listo. Escurridizo como un pez y ágil como un pajarillo. Si quería darle su merecido tenía que cambiar de táctica. Tomando un puñado de barro y alguna piedrecita en su mano, se incorporó, limpiándose la boca con el puño ya cerrado. Si Lépido previó su movimiento, no pudo decirlo, porque cuando estaba a punto de lanzarle aquella inmundicia a la cara, escuchó un cuerno. Y no era romano.
—¡Jinetes! Y muchos hombres. Centurión…
La voz de Publio era puro miedo. Pero Gayo lo comprendió pronto. Les estaban rodeando. Su campamento era el centro de un círculo de guerreros medio desnudos, salvajes tatuados que medían al menos siete pies, o incluso diez o más a caballo. Gigantes musculosos que portaban largas espadas, lanzas de hoja mellada y escudos de madera astillados, y que a pesar de la lluvia se encontraban manchados de costras y goterones de sangre por todo su cuerpo. Tenían barbas rubias trenzadas, bigotes inverosímiles y la mirada más cruenta que Gayo había visto nunca. No eran los atemorizados granjeros a los que Varo y los demás legados intimidaban y saqueaban a base de impuestos. Eran guerreros duros que habían estado luchando. Uno de ellos, caminando, se les acercó, levantando ambas manos. No portaba armas, pero al costado llevaba un carcaj del que asomaban algunas plumas de flecha, y en el cinto un cuchillo largo que reconoció pronto. Un pugio de legionario, repujado en plata.
—¡Romanos! —habló en un latín gutural.
—Somos pisanos —cortó Lépido, siempre tan poco cortés.
—Sois romanos. Enemigos. Vuestros compañeros cayeron hace tres días en una emboscada. Todos han muerto.
—¿Nuestros compañeros? ¿Te refieres a la III Centuria de la Legio XIX? —preguntó Publio entre temblores.
—Me refiero a las tres legiones que mandaba el loco de vuestro general, Varo.
—Estás mintiendo —dijo Gayo de inmediato—. ¿Tres legiones? ¿En tres días? Ni los mismos dioses podrían lograr semejante hazaña.
El germano sonrió.
—No han sido dioses. Al menos, no los vuestros. Han sido las tribus confederadas bajo el liderazgo de Hermann. Todos vuestros hombres han muerto y los estandartes que portaban son nuestros.
Tragando saliva, Gayo miró a Lépido, que contemplaba a aquellos hombres de lado, desnudo de cintura para arriba pero echando mano, y lo pudo ver claro Gayo, a un cuchillo muy corto que guardaba tras de sí. Lépido se giró entonces, como si notara la mirada de Gayo, y cuando se dio cuenta de que le había descubierto el cuchillo, Lépido se encogió de hombros tras media sonrisa, como si no tuviera importancia. Gayo volvió los ojos al enviado germano.
—¿Y qué queréis de nosotros? Debéis ser un par de centenares, estamos lejos de cualquier campamento y sin noticias. Si lo que decís es verdad, ¿qué queréis? ¿Prisioneros? No nos vamos a rendir, aunque nos masacréis —mirando a Lépido, que frunció el ceño, y a otros legionarios, que agachaban la cabeza, supo que estaba engañándose, pero debía insistir frente al enviado— y luego tiréis nuestros cuerpos a los buitres o la carroña que puebla estos malditos bosques. No, no queréis luchar contra treinta legionarios cabreados.
—Desde luego, Gayo, tu perspicacia es inmensa —interrumpió Lépido—. Rezumas sabiduría por los cuatro costados. Que nos rodeen centenares de germanos ensangrentados, armas en mano y mirada asesina, y tú resuelvas que no quieren luchar.
—Lo cierto es que no venimos a luchar contra vosotros.
Gayo y Lépido se miraron, sorprendidos. Y el resto de los legionarios relajaron los hombros tensos y los brazos que sujetaban las precarias lanzas y los pomos de espada bruñidos de lluvia.
—¿Qué queréis? —preguntó el centurión.
—Estáis en un lugar sagrado para los Bructeros.
Gayo nunca había escuchado ese nombre. Queruscos, marsios u usípetes… pero Gayo comprendió enseguida, como Lépido, por la mirada de inteligencia que éste le dedicó, que no les atacarían en aquel montículo. El azar les había reservado un extraño refugio.
—Comprendo. Pero si lo abandonamos…
—Os mataremos a todos.
—Entonces hay poco margen para negociar algo, germano.
—Mi nombre es Waellfrug.
—El mío no te importa una mierda. ¡Legionarios! ¡Armaos!
Los germanos contemplaron inquietos el repentino movimiento de los romanos triturando los huesos con sus caligaes y dando patadas a los cráneos. Aquellos hombres sucios, embarrados y calados, cogieron poco a poco sus armas, remoloneando, y trataron de formar una especie de círculo protector con su centurión en el centro, que se embutía en su cota de mallas sucia, rezumando el légamo en el que había estado hundida, con ayuda de otro legionario. Lépido, por su parte, se había vuelto a poner la túnica y ahora cubría su cuerpo mojado con la paenula mientras calculaba con la mirada a su alrededor y escuchaba los murmullos que los germanos hacían en su idioma. Sigilosamente, cuando el centurión terminó de armarse, se le acercó.
—Centurión…
—Acabaremos nuestra disputa más tarde, Lépido —clavó su mirada en él mientras se ajustaba las hombreras y sacudía su vitis en el aire—. No te pienses que esto ha terminado.
—Asno arrogante, estúpido bruto sin más cerebro que el que late en su entrepierna… centurión, ¿no se da cuenta de que podemos sobrevivir sin luchar?
Los ojos coléricos de Gayo se clavaron en Lépido.
—¿Se puede saber qué locura estás diciendo, Lépido?
—Digo que no debemos luchar, centurión. Que tenemos vencida la batalla sin desenvainar nuestras espadas.
—Te ves seguro.
—Estoy seguro. Déjame a mí, Gayo.
Aquella intimidad le encolerizó. Pero un brillo en la mirada de Lépido le hizo pensar. Si el maldito tocapelotas sabía qué hacía, podían salvar la vida. La otra opción era luchar y después salir de ese puto bosque para avisar a los destacamentos de la Galia e incluso de Roma sobre una maldita horda de germanos enloquecidos.
—Maldita sea mi suerte. Adelante, Lépido. Que Júpiter te sea propicio.
—Si a alguno hemos de recurrir, que sea Mercurio.


Y ante la vista sorprendida de Gayo y los demás legionarios, Lépido empezó a hablar en una lengua extraña y gutural con el enviado germano. Éste levantó las cejas, pillado por sorpresa, pero pronto comenzó a responder en la misma lengua, haciendo algunos movimientos con las manos, nervioso, incluso amenazante. Enormes goterones de sudor caían por la frente de Lépido, lavados por la lluvia, y la conversación iba tomando cada vez un cariz más extraño; frases cortas, escupidas con rabia, alternadas con lo que parecía un odio profundo entre uno y otro. Los caballos caracoleaban alrededor, los jinetes dedicaban miradas amenazantes a los legionarios que, en círculo, refugiados tras el parapeto a medio montar y el foso lleno de estacas, trataban de aparentar fortaleza.
La conversación terminó tan abruptamente como empezó.
—Podemos irnos, centurión.
Incrédulo, Gayo le miró. Lépido estaba de pie sobre el terraplén que hacía de muro, sonriendo como si todo aquello fuera una farsa.
—Irnos… pero… ¿y dónde coño has aprendido a hablar su lengua?
—Centurión, mientras usted se follaba a la hija del legado, yo aprendía las lenguas de estos bárbaros. Que nos consideran igual a nosotros. Y mejor que ordene marchar antes de que sus guerreros cambien de opinión.
Los germanos discutían a viva voz con el enviado, coléricos e impacientes. Éste les hacía señas a los romanos, al montículo y a los árboles. Muchos gritaron, incluso estalló una refriega entre dos jinetes que se alancearon, derribando uno al otro y rematándole en el suelo ante la mirada atónita de los legionarios. Pero el enviado germano les hizo señas, rápido, urgente.
—Maldita sea mi suerte, vámonos antes de que esto se complique.
—Centurión, espere —la mano de Lépido se apoyó en su pecho, y éste notó la presión de los fuertes dedos del legionario. Un puñetazo de aquel hombre podría derribar a un mulo. Había jugado con él durante la pelea, y ahora lo veía claro.
—¿Qué debo esperar, Lépido?
Y éste, girándose con una mueca que parecía sonrisa, le espetó a bocajarro:
—Usted se queda.
—¿¡Qué!?
—Centurión, es sencillo. Somos treinta hombres que queremos volver a casa. Usted nos condenó cuando se folló a aquella muchacha. Y nos hemos salvado de puro milagro al estar en un montículo dedicado a sus héroes, un túmulo lleno de magia y brujería para los Bructeros —Lépido alzó la voz—. Eres tú, Gayo, a cambio de treinta vidas.
Y entonces Gayo lo comprendió. Treinta pares de ojos asesinos le contemplaron echando mano al cinto. El círculo que él entendía le protegía de los germanos ahora era la soga de una horca de hierro. Y Lépido sonreía, triste, quizá, pero rezumando esa maldita burla. Le había vendido. Le había condenado a cambio de la vida del resto de sus hombres. Y lo había hecho delante de sus narices.
—Soy yo o todos nosotros. Eres un hijo de puta, Lépido.
—Nací para sobrevivir, centurión.
—¿Sabes una cosa? Ya no me importa nada. Al menos me di el gusto con aquella muchacha. Y no sé por qué, supe que moriría en estos bosques oscuros. Pero quiero que me prometas algo, Lépido.
—¿El qué, centurión?
—Que contarás mi hazaña, mi sacrificio. Adórnalo como quieras, pero que quede claro que las vidas de estos hombres me pertenecen. Y si no cumples, te juro que volveré a atormentante con todas las larvae que me sigan. No habrá suficientes judías negras para hacer de tu vida algo miserable hasta tu muerte.
—¿Quiere que le confiese algo, centurión?
Tragando saliva, Gayo se agachó hacia él. Los legionarios ya estaban formando para salir de aquel osario embarrado, y Lépido se aprestaba a dirigirlos.
—¿Qué, maldito hijo de puta?
—Que no creo mucho en los dioses ni en los espíritus ni en otra vida aparte de ésta, centurión. Así que… tómese esto como un hombre. Adiós, centurión —y le tendió la mano.
Gayo humedeció sus labios, de pronto resecos a pesar de la lluvia y el barro. Su primer instinto fue el de aceptar aquella mano y luego tirarle al barro con él, donde le machacaría la cabeza. Su segunda intención fue la de dar tajos a todos los cobardes que le abandonaban por una incierta seguridad en medio de un bosque plagado de germanos asesinos. Y su tercer pensamiento fue para la hija del legado, desnuda en la caballeriza, retozando junto a él en la paja entre cascos y el piafar de los caballos. Aquella carne blanda, aquellas manos diestras, aquellos muslos hospitalarios… Con la vitis, Gayo Sulpicio rechazó la mano de Mario Lépido, dándole un golpe cuando éste la retiraba. Al menos se llevaría ese recuerdo.
—Lárgate. Largaos. Aquí se queda un verdadero romano.
Mario le miró dos segundos, sopló en el canto de la mano donde se había llevado el golpe y sonrió. Encapuchándose, agitó la mano hacia los demás legionarios y se marchó sin decir una palabra más. Los germanos no hicieron nada. Los legionarios apretaron el paso, internándose en el bosque más y más hasta que Gayo les perdió de vista. Entonces, carraspeando, se acercó a la linde del montículo sagrado para aquellos bárbaros y se ajustó el sagum. Quedó apoyado firmemente en su vitis, a un paso de cruzar la frontera de huesos y calaveras. Miró arrogante al enviado y a los jinetes, a los soldados a pie que ya caminaban oscilando sus lanzas y espadas, y suspirando, antes de traspasar el confín del mundo, pronunció sus últimas palabras.
—Maldita sea mi suerte.

FIN