Autor: David Sandoval
Una colaboración para Arraona Romana
—Maldita sea mi suerte.
El centurión Gayo Sulpicio no dejaba de escupir
mientras recorría aquel minúsculo perímetro inundado de barro y agua, lanzando molestas
pellas con su vitis a los legionarios
que cavaban el foso. La lluvia no cesaba, y era más que la humedad lo que
aguaba su humor.
—Maldito sea el Legado.
Un sudoroso legionario, desnudo de cintura para
arriba, se apoyó un momento en su pala y le contempló con ojos sorprendidos,
muy abiertos. Seguramente le había escuchado, porque tenía una expresión entre
bobalicona y asustada que denotaba aturdimiento al escuchar hablar así a su
centurión.
—¿Te he dicho que pares, idiota? —amenazó Gayo con
su vitis.
El legionario se limpió la frente dejando un rastro
de barro y se agachó para seguir paleando aquella masa blanda y amontonarla
fuera del foso, montando un débil parapeto que, más que de cieno, parecía de
mierda.
—Maldita sea nuestra suerte —murmuró esta vez Gayo.
La Legión XIX le había ordenado a él y a su
destacamento que formaran una vexillatio
y avanzaran bosque adentro. Su Legado pensaba que era buena idea que él y sus
treinta hombres, rudos, experimentados, pisanos que apenas sí hablaban un latín
inteligible, se internaran para comprobar si lo que Arminio le contaba a Varo
era cierto o una patraña. Bien podría creerse que el Legado era precavido y
competente, una verdadera rareza, pero no había contado con aquella maldita
selva ni con aquellos malditos grupos emboscados. No habían logrado atravesar
más que una decena de millas cuando tuvieron que detenerse en el único claro
defendible. Un montículo de barro, porquería y maderas podridas por la lluvia
que iba a ser su pequeño fuerte para esa noche. Sin contar con que el Legado en
realidad le había alejado a él, a Gayo, de la legión para convertirle en un blanco
más fácil de los belicosos germanos. Todo porque se acostaba con la hija del
Legado…
—Maldita sea mi suerte.
—Centurión, si sigue así, le voy a tener que traer
varios lingotes de plomo para que pueda inscribir en ellos sus maldiciones.
El que hablaba era Mario Lépido, el legionario más
lenguaraz, sarcástico y afortunado de toda la puñetera legión. Estaba apoyado
sobre la dolabra, indolente, sin
trabajar, la túnica bien resguardada bajo la maldita paenula que le cubría la cabeza con la capucha y que había ganado
jugando a los dados. Masticaba alguna hierba, o quizá raciones de pan seco. Y
cuando el centurión Gayo Sulpicio clavó sus fríos ojos en él, en lugar de
amedrentarse y retomar el trabajo inmediatamente so pena de un castigo, Mario
Lépido se rió fuerte, a carcajadas que se perdían entre el golpeteo de la
lluvia sobre los cascos metálicos.
—Lépido, eres la peor escoria que un centurión
puede tener bajo su mando. Eres el ser más despreciable, abyecto, ignominioso y
repulsivo que conozco.
—Vaya, centurión, cuántos sinónimos. Desde que
frecuenta a la hija del Legado se le nota instruido…
El comentario fue en voz baja, lo suficiente como
para que nadie más que él lo oyera. Y Mario sabía lo que hacía. Si los demás
legionarios averiguaban que estaban en aquel lodazal por la concupiscencia de
su centurión, el poco mando que pudiera tener se disolvería como las telarañas
bajo aquel aguacero. Gruñendo, Gayo rechinó los dientes y le volvió a mirar con
odio.
—Lépido, si vas a joderme, al menos que los demás
no te vean complacido. Haz algo útil. Podrías subir a un árbol y hacer de
vigía, ya que cavar estropea tus bonitas manos.
Escupiendo una hebra retorcida e informe de algo,
Lépido miró a todos lados. Contempló el foso excavado en el barro que ya se
inundaba de agua, el montón acumulado al otro lado para parapetarles, informe y
deshecho, y los escasos maderos que apuntalaban la precaria construcción dentro
de la cual, en teoría, montarían sus cuatro tiendas para guarecerse.
—¿Vigía, dice? Centurión, con que dos germanos se
aposten en los extremos del cardo maximo
y se tiren un buen pedo, nos reventarán el este campamento que tan bien sigue
los cánones del viejo Polibio —agarrándose a una estaca medio desbastada y ya
porosa de tanta lluvia, chapoteando entre el barro y usando su dolabra de bastón, caminó hasta ponerse
a la altura del centurión—. Rece a los dioses para que los germanos se vayan a
visitar al grueso de la legión y nos dejen dormir tranquilos una noche, antes
de degollarnos.
—Eso es derrotismo, legionario.
—Es la verdad, centurión. Somos idiotas —bajó de
nuevo la voz—. Espero que la hija del Legado follara bien, porque a nosotros
nos ha jodido por el culo de tal manera que parecemos Leda tras la visita del
cisne…
Tentado de atizarle con la vitis, Gayo se contuvo. Los demás legionarios habían parado para
escuchar al cínico de Mario y ya se preguntaban si vivirían o no esa noche. Lo
extraño era que, aunque se sentían vigilados, aunque sentían los ojos de miles
de bárbaros acechándoles entre las frondas y los espesos ramajes de aquella
selva, no habían sufrido ningún ataque. El día se había salvado con quejas,
gruñidos, espaldas molidas y un desastre de campamento de marcha que no iban a
concluir antes de que anocheciera si no ponía orden. Y decidió hacerlo. Atizó
varios porrazos en las espaldas de los más remolones, de los que realmente no
caían bien al resto de sus compañeros, pero se abstuvo mucho de siquiera rozar
con la mirada a Mario Lépido. Otro día pagaría su afrenta.
—¡Centurión, venga, por los dioses!
El grito venía de uno de los reclutas más jóvenes.
El tiron apenas levantaba cinco pies
del suelo, pero era recio y trabajador. Su escasa altura resultaba cómica con
el torso al aire y la forma de agitar la pala señalando su hallazgo. Gayo se
paró, chapoteando en el barro de la zanja, y se quedó estupefacto.
Decenas de huesos astillados, cráneos trepanados,
columnas rotas y falanges descoyuntadas asomaban de la zanja que el tiron había excavado. Los huesos
removidos y calaveras talladas se encontraban entremezclados. Era justo en el
límite de aquel montículo que habían elegido como zona de campamento. Pronto
más gritos se unieron a la sorpresa del pequeño legionario. Aquello debía ser algún
tipo de lugar religioso para alguna de aquellas piojosas tribus germánicas.
—¡Aquí hay muchos más huesos!
—Está repleto, centurión.
—Y todos han sido arrojados a este montículo y
después lo han tapado. Una verdadera fosa sobre la que se haya la elevación
donde montamos nuestro campamento de marcha. Qué hallazgo más afortunado y
premonitorio, centurión —la chanza de Lépido era escandalosamente osada. Y la
mirada llena de burla remataba el comentario.
—Maldita sea mi suerte. ¿Cuánto llevamos del foso y
del terraplén, legionarios?
—Pues… —el que hablaba, Publio Caecus, se jactaba
de ayudar al agrimensor en las tareas de castramentación allá al otro lado del
maldito Rin. Y dicha ayuda le hacía creerse el mismísimo Agripa rehaciendo el
Panteón. Se rascaba, alargaba el silencio y exasperó tanto a Gayo que éste, ya
furioso, levantó su vitis para
golpearle. Publio se acobardó y escupió una ristra de palabras llenas de saliva
y lluvia.
—Nos queda cerrar el perímetro y clavar algunas
estacas bajo el foso, apuntalar el terraplén… y desear que las tiendas no se
hayan mojado tanto que sea imposible montarlas.
—Vaya, nuestras mariposas no volarán hoy —añadió
sarcástico Lépido.
—¿Podremos defendernos si nos atacan? —preguntó
Gayo, ignorando a Lépido y clavando su vitis
en el pecho de Publio.
—Pues… —el silencio exasperaba a Gayo.
—Pues claro que no, centurión. Treinta hombres
aposentados sobre un cementerio germano que alberga tantos huesos y cráneos
como legionarios somos, embarrado, un lodazal donde las caligae pierden los pocos clavos que les quedaban y donde las astas
de los pila y los scuta pesan más y más por la puñetera
lluvia selvática. Treinta hombres dirigidos por un lascivo e irreflexivo
centurión que me sorprende sepa dónde tiene su culo y dónde su polla…
Gayo no lo soportó más. Apartó su vitis del pecho de Publio y la zarandeó
en el aire para golpear en la cabeza a Lépido. Pero éste fue más rápido y
detuvo el golpe con su dolabra. Ambos
se quedaron mirando, hundidos hasta casi las rodillas en aquel fango de huesos
removidos y calados de una lluvia que no cedía. Los demás legionarios se
congregaron alrededor, esperando la pelea. Ninguno parecía conceder ya al
centurión su rango; más bien contemplaban aquello como un asunto personal entre
Gayo y Lépido. Y en todo caso, una buena pelea presentida desde que salieron de
la Galia hacía años.
—Estoy harto de tu pesimismo, de tu arrogancia y tu
burla. Eres un necio, Lépido.
—Vaya, centurión, qué amable. Yo por el contrario
estoy cansado de su volubilidad y falta de temperancia, que nos ha conducido al
seguro desastre en este puto montículo abandonado de los dioses en medio de la
Germania más profunda.
Gayo tiró su vitis
al suelo y se empezó a desembarazar del sagum.
Lentamente, desabrochó los cierres de su espada y de la cota de mallas,
agachándose un poco para dejarla caer sobre el barro, donde las anillas
metálicas se hundieron entre burbujas de lluvia arenosa. Y la túnica sudorosa y
empapada, deshilachada en más de un punto, se la recogió en la cintura,
atándola. Su torso mostraba cicatrices, heridas que deformaban la carne y
mostraban costuras más o menos feas o acertadas, dejando claro la diferencia de
años entre cada herida. Lépido sonrió, burlonamente, y soltó el mango de la dolabra, dejando que se cayera al barro
formando un molde que pronto se tragó madera y hierro. Y se despojó
cuidadosamente de su paenula,
colgándola suavemente sobre una estaca sin que el barro la tocara. Su cuerpo,
más delgado y fibroso, no mostraba herida alguna, aunque sí las privaciones del
hambre, el trabajo y la falta de sueño.
—Eres una niñita, Lépido. No tienes ni una herida
que demuestra tu coraje. Te falta la bulla
en el pecho…
—Al revés, centurión. Me he cuidado en el combate
de que nadie estropeara mi bonita cara y mi bonito cuerpo. No como usted.
Mientras hablaban se rodeaban, chapoteando en el
cieno, atentos el uno al otro dentro del corrillo que los demás legionarios
habían formado.
—¡Publio! Que al menos cuatro hombres vigilen. No
quiero que venga un germano y mate a este hijo de puta arrogante antes de que
lo haga yo mismo con mis propias manos.
—Y de paso, Publio, manda un mensajero a la XIX
para decirles que la hija del legado se ha quedado sin su polla favorita en
todo el campamento.
Aquella provocación fue demasiado para Gayo. Se
abalanzó contra Lépido arrastrando barro con las rodillas y tratando de
golpearle con los dos puños cerrados. Lépido estuvo ágil. Le esquivó uno con el
antebrazo mientras se giraba moviendo los pies trabados en el cieno, y dejó que
Gayo cayera de nariz contra el terraplén amontonado. El centurión gruñó,
girando un rostro embarrado, y se limpió la nariz y los ojos, dejando al aire
dos pupilas repletas de odio.
—¿Te crees que vas a evitarme mucho tiempo,
chupapollas?
—Me divierte verle comerse el cieno, centurión.
Dando un alarido, Gayo volvió a tirarse contra él,
esta vez con los dos brazos abiertos. A Lépido le recordó los gorilas que había
visto durante una venatione en la
Galia. Colmillos, pelos y enormes brazos dispuestos a estrujarle y sacarle todo
el aire de sus pulmones. Agachándose, le dejó atrapar el aire y con las manos
le hundió dedos en la cadera tirándole contra el barro de nuevo, aunque esta
vez giró y cayó boca arriba.
—No sé dónde aprendiste a pelear, arrumator, pero voy a acabar contigo.
—Mientras me lo dice, centurión, cuídese de tragar
más fango. A este paso podrá montar un torno cerámico en el estómago y sacarse
unas lucernas del culo.
Gayo no picó esta vez. Escupiendo barro, observó el
campo. Los legionarios seguían mirando el combate sin pronunciar palabra
alguna. La lluvia quebraba sus gotas sobre ellos y la tierra blanda. Los cuatro
vigías giraban de cuando en cuando la cabeza para curiosear el combate. El
suelo estaba deslizante y succionaba los pasos. Y Lépido esperaba de pie,
ligeramente ladeado como un legionario tras su escudo, hurtándole la mayor
parte de superficie corporal posible. Era listo. Escurridizo como un pez y ágil
como un pajarillo. Si quería darle su merecido tenía que cambiar de táctica.
Tomando un puñado de barro y alguna piedrecita en su mano, se incorporó,
limpiándose la boca con el puño ya cerrado. Si Lépido previó su movimiento, no
pudo decirlo, porque cuando estaba a punto de lanzarle aquella inmundicia a la
cara, escuchó un cuerno. Y no era romano.
—¡Jinetes! Y muchos hombres. Centurión…
La voz de Publio era puro miedo. Pero Gayo lo
comprendió pronto. Les estaban rodeando. Su campamento era el centro de un
círculo de guerreros medio desnudos, salvajes tatuados que medían al menos
siete pies, o incluso diez o más a caballo. Gigantes musculosos que portaban
largas espadas, lanzas de hoja mellada y escudos de madera astillados, y que a
pesar de la lluvia se encontraban manchados de costras y goterones de sangre
por todo su cuerpo. Tenían barbas rubias trenzadas, bigotes inverosímiles y la
mirada más cruenta que Gayo había visto nunca. No eran los atemorizados granjeros
a los que Varo y los demás legados intimidaban y saqueaban a base de impuestos.
Eran guerreros duros que habían estado luchando. Uno de ellos, caminando, se
les acercó, levantando ambas manos. No portaba armas, pero al costado llevaba
un carcaj del que asomaban algunas plumas de flecha, y en el cinto un cuchillo
largo que reconoció pronto. Un pugio
de legionario, repujado en plata.
—¡Romanos! —habló en un latín gutural.
—Somos pisanos —cortó Lépido, siempre tan poco
cortés.
—Sois romanos. Enemigos. Vuestros compañeros
cayeron hace tres días en una emboscada. Todos han muerto.
—¿Nuestros compañeros? ¿Te refieres a la III
Centuria de la Legio XIX? —preguntó Publio entre temblores.
—Me refiero a las tres legiones que mandaba el loco
de vuestro general, Varo.
—Estás mintiendo —dijo Gayo de inmediato—. ¿Tres
legiones? ¿En tres días? Ni los mismos dioses podrían lograr semejante hazaña.
El germano sonrió.
—No han sido dioses. Al menos, no los vuestros. Han
sido las tribus confederadas bajo el liderazgo de Hermann. Todos vuestros
hombres han muerto y los estandartes que portaban son nuestros.
Tragando saliva, Gayo miró a Lépido, que
contemplaba a aquellos hombres de lado, desnudo de cintura para arriba pero
echando mano, y lo pudo ver claro Gayo, a un cuchillo muy corto que guardaba
tras de sí. Lépido se giró entonces, como si notara la mirada de Gayo, y cuando
se dio cuenta de que le había descubierto el cuchillo, Lépido se encogió de
hombros tras media sonrisa, como si no tuviera importancia. Gayo volvió los
ojos al enviado germano.
—¿Y qué queréis de nosotros? Debéis ser un par de
centenares, estamos lejos de cualquier campamento y sin noticias. Si lo que
decís es verdad, ¿qué queréis? ¿Prisioneros? No nos vamos a rendir, aunque nos
masacréis —mirando a Lépido, que frunció el ceño, y a otros legionarios, que
agachaban la cabeza, supo que estaba engañándose, pero debía insistir frente al
enviado— y luego tiréis nuestros cuerpos a los buitres o la carroña que puebla
estos malditos bosques. No, no queréis luchar contra treinta legionarios
cabreados.
—Desde luego, Gayo, tu perspicacia es inmensa
—interrumpió Lépido—. Rezumas sabiduría por los cuatro costados. Que nos rodeen
centenares de germanos ensangrentados, armas en mano y mirada asesina, y tú
resuelvas que no quieren luchar.
—Lo cierto es que no venimos a luchar contra
vosotros.
Gayo y Lépido se miraron, sorprendidos. Y el resto
de los legionarios relajaron los hombros tensos y los brazos que sujetaban las
precarias lanzas y los pomos de espada bruñidos de lluvia.
—¿Qué queréis? —preguntó el centurión.
—Estáis en un lugar sagrado para los Bructeros.
Gayo nunca había escuchado ese nombre. Queruscos,
marsios u usípetes… pero Gayo comprendió enseguida, como Lépido, por la mirada
de inteligencia que éste le dedicó, que no les atacarían en aquel montículo. El
azar les había reservado un extraño refugio.
—Comprendo. Pero si lo abandonamos…
—Os mataremos a todos.
—Entonces hay poco margen para negociar algo,
germano.
—Mi nombre es Waellfrug.
—El mío no te importa una mierda. ¡Legionarios!
¡Armaos!
Los germanos contemplaron inquietos el repentino
movimiento de los romanos triturando los huesos con sus caligaes y dando patadas a los cráneos. Aquellos hombres sucios,
embarrados y calados, cogieron poco a poco sus armas, remoloneando, y trataron
de formar una especie de círculo protector con su centurión en el centro, que
se embutía en su cota de mallas sucia, rezumando el légamo en el que había
estado hundida, con ayuda de otro legionario. Lépido, por su parte, se había
vuelto a poner la túnica y ahora cubría su cuerpo mojado con la paenula mientras calculaba con la mirada
a su alrededor y escuchaba los murmullos que los germanos hacían en su idioma.
Sigilosamente, cuando el centurión terminó de armarse, se le acercó.
—Centurión…
—Acabaremos nuestra disputa más tarde, Lépido
—clavó su mirada en él mientras se ajustaba las hombreras y sacudía su vitis en el aire—. No te pienses que esto
ha terminado.
—Asno arrogante, estúpido bruto sin más cerebro que
el que late en su entrepierna… centurión, ¿no se da cuenta de que podemos
sobrevivir sin luchar?
Los ojos coléricos de Gayo se clavaron en Lépido.
—¿Se puede saber qué locura estás diciendo, Lépido?
—Digo que no debemos luchar, centurión. Que tenemos
vencida la batalla sin desenvainar nuestras espadas.
—Te ves seguro.
—Estoy seguro. Déjame a mí, Gayo.
Aquella intimidad le encolerizó. Pero un brillo en
la mirada de Lépido le hizo pensar. Si el maldito tocapelotas sabía qué hacía,
podían salvar la vida. La otra opción era luchar y después salir de ese puto
bosque para avisar a los destacamentos de la Galia e incluso de Roma sobre una
maldita horda de germanos enloquecidos.
—Maldita sea mi suerte. Adelante, Lépido. Que
Júpiter te sea propicio.
—Si a alguno hemos de recurrir, que sea Mercurio.
Y ante la vista sorprendida de Gayo y los demás
legionarios, Lépido empezó a hablar en una lengua extraña y gutural con el
enviado germano. Éste levantó las cejas, pillado por sorpresa, pero pronto
comenzó a responder en la misma lengua, haciendo algunos movimientos con las
manos, nervioso, incluso amenazante. Enormes goterones de sudor caían por la
frente de Lépido, lavados por la lluvia, y la conversación iba tomando cada vez
un cariz más extraño; frases cortas, escupidas con rabia, alternadas con lo que
parecía un odio profundo entre uno y otro. Los caballos caracoleaban alrededor,
los jinetes dedicaban miradas amenazantes a los legionarios que, en círculo,
refugiados tras el parapeto a medio montar y el foso lleno de estacas, trataban
de aparentar fortaleza.
La conversación terminó tan abruptamente como
empezó.
—Podemos irnos, centurión.
Incrédulo, Gayo le miró. Lépido estaba de pie sobre
el terraplén que hacía de muro, sonriendo como si todo aquello fuera una farsa.
—Irnos… pero… ¿y dónde coño has aprendido a hablar
su lengua?
—Centurión, mientras usted se follaba a la hija del
legado, yo aprendía las lenguas de estos bárbaros. Que nos consideran igual a
nosotros. Y mejor que ordene marchar antes de que sus guerreros cambien de
opinión.
Los germanos discutían a viva voz con el enviado,
coléricos e impacientes. Éste les hacía señas a los romanos, al montículo y a
los árboles. Muchos gritaron, incluso estalló una refriega entre dos jinetes
que se alancearon, derribando uno al otro y rematándole en el suelo ante la
mirada atónita de los legionarios. Pero el enviado germano les hizo señas,
rápido, urgente.
—Maldita sea mi suerte, vámonos antes de que esto
se complique.
—Centurión, espere —la mano de Lépido se apoyó en
su pecho, y éste notó la presión de los fuertes dedos del legionario. Un
puñetazo de aquel hombre podría derribar a un mulo. Había jugado con él durante
la pelea, y ahora lo veía claro.
—¿Qué debo esperar, Lépido?
Y éste, girándose con una mueca que parecía
sonrisa, le espetó a bocajarro:
—Usted se queda.
—¿¡Qué!?
—Centurión, es sencillo. Somos treinta hombres que
queremos volver a casa. Usted nos condenó cuando se folló a aquella muchacha. Y
nos hemos salvado de puro milagro al estar en un montículo dedicado a sus
héroes, un túmulo lleno de magia y brujería para los Bructeros —Lépido alzó la
voz—. Eres tú, Gayo, a cambio de treinta vidas.
Y entonces Gayo lo comprendió. Treinta pares de
ojos asesinos le contemplaron echando mano al cinto. El círculo que él entendía
le protegía de los germanos ahora era la soga de una horca de hierro. Y Lépido
sonreía, triste, quizá, pero rezumando esa maldita burla. Le había vendido. Le
había condenado a cambio de la vida del resto de sus hombres. Y lo había hecho
delante de sus narices.
—Soy yo o todos nosotros. Eres un hijo de puta,
Lépido.
—Nací para sobrevivir, centurión.
—¿Sabes una cosa? Ya no me importa nada. Al menos
me di el gusto con aquella muchacha. Y no sé por qué, supe que moriría en estos
bosques oscuros. Pero quiero que me prometas algo, Lépido.
—¿El qué, centurión?
—Que contarás mi hazaña, mi sacrificio. Adórnalo
como quieras, pero que quede claro que las vidas de estos hombres me
pertenecen. Y si no cumples, te juro que volveré a atormentante con todas las larvae que me sigan. No habrá
suficientes judías negras para hacer de tu vida algo miserable hasta tu muerte.
—¿Quiere que le confiese algo, centurión?
Tragando saliva, Gayo se agachó hacia él. Los
legionarios ya estaban formando para salir de aquel osario embarrado, y Lépido
se aprestaba a dirigirlos.
—¿Qué, maldito hijo de puta?
—Que no creo mucho en los dioses ni en los
espíritus ni en otra vida aparte de ésta, centurión. Así que… tómese esto como
un hombre. Adiós, centurión —y le tendió la mano.
Gayo humedeció sus labios, de pronto resecos a
pesar de la lluvia y el barro. Su primer instinto fue el de aceptar aquella
mano y luego tirarle al barro con él, donde le machacaría la cabeza. Su segunda
intención fue la de dar tajos a todos los cobardes que le abandonaban por una
incierta seguridad en medio de un bosque plagado de germanos asesinos. Y su
tercer pensamiento fue para la hija del legado, desnuda en la caballeriza,
retozando junto a él en la paja entre cascos y el piafar de los caballos.
Aquella carne blanda, aquellas manos diestras, aquellos muslos hospitalarios…
Con la vitis, Gayo Sulpicio rechazó
la mano de Mario Lépido, dándole un golpe cuando éste la retiraba. Al menos se
llevaría ese recuerdo.
—Lárgate. Largaos. Aquí se queda un verdadero
romano.
Mario le miró dos segundos, sopló en el canto de la
mano donde se había llevado el golpe y sonrió. Encapuchándose, agitó la mano
hacia los demás legionarios y se marchó sin decir una palabra más. Los germanos
no hicieron nada. Los legionarios apretaron el paso, internándose en el bosque
más y más hasta que Gayo les perdió de vista. Entonces, carraspeando, se acercó
a la linde del montículo sagrado para aquellos bárbaros y se ajustó el sagum. Quedó apoyado firmemente en su vitis, a un paso de cruzar la frontera
de huesos y calaveras. Miró arrogante al enviado y a los jinetes, a los
soldados a pie que ya caminaban oscilando sus lanzas y espadas, y suspirando,
antes de traspasar el confín del mundo, pronunció sus últimas palabras.
—Maldita sea mi suerte.
FIN