Por Marco Alviz Fernández
Teodora, detalle del mosaico de San Vitale |
«Μὴ γὰρ ἂν γενοίμην τῆς ἁλουργίδος
ταύτης χωρίς, μηδ̓ ἂν τὴν ἡμέραν ἐκείνην βιῴην, ἐν ᾗ με δέσποιναν οἱ ἐντυχόντες
οὐ προσεροῦσιν».
«No, que nunca me vea yo sin esta
púrpura, ni esté viva el día en el que quienes se encuentren conmigo no me
llamen soberana».
Procop. Goth. 1.24.36 (trad. García Romero 2000).
La
consorte imperial Teodora es recordada a menudo por la historiografía moderna
como la protagonista del ascenso social más célebre de la Antigüedad. Se las
arregló para romper con toda barrera legislativa y social que lo impedía y así
«co-gobernar» al lado de, a su vez, uno de los emperadores romanos más
celebrados. En este sentido, se desliga de una premisa que parece clara y común
para las damas imperiales como la de que el poder de estas mujeres aumentaba
cuando flaqueaba el del hombre sujeto al poder al que estaban asociadas, lo que
generaba en no pocas ocasiones la dicotomía de mujer poderosa-emperador débil.
El artículo se encuentra dividido en
tres secciones, las dos primeras tienen el punto de fractura en la ocasión en
que se convierte de facto en consorte
imperial —el momento de su proclamación como Augusta—, y la última cuando fallece; para denominarlas hemos
utilizado las preposiciones latinas ante,
inter y post.
En la época de Teodora —primera mitad
del siglo VI d.C. (ca. 500-548)— el
clásico Imperio Romano había quedado atrás. Los bárbaros gobernaban ahora una pars occidentalis que precisamente su
esposo, el emperador Justiniano I (483-565) —último en detentar el latín como
lengua materna—, mediante las campañas del célebre general Belisario, tratará
de recuperar apoyado en la romanitas
que se extendía por todo el Imperio. Será conocido por dicho gran proyecto de
Occidente —aunque también se combatió en Oriente contra los persas sasánidas—
así como por la legislación que sancionó, en lo que parece que tomó parte su
esposa, y por sus majestuosas obras arquitectónicas. Se trata, por otra parte,
de un periodo imbuido ya plenamente por la religión cristiana, cuyo canon era
desafiado por continuas herejías doctrinales que resultaban combatidas con dura
represión desde ambas capitales del credo; en esta línea, para cercenar el
paganismo de manera definitiva, Justiniano marcará un hito histórico con la
clausura de la Academia de Atenas en 529, fecha que suele ser empleada —más
bien artificialmente— como separación entre Antigüedad Tardía y Alta Edad
Media.
ANTE
Teodora —Θεοδώρα (1)—, la segunda de
tres hermanas, debió nacer alrededor
del 500 d.C. en el seno de una
familia humilde, con lo que nada hacía presagiar que estuviera destinada a convertirse
en consorte imperial. De su padre Acacio, quizá de origen chipriota —cuestión
todavía en debate—, poco más sabemos que trabajaba en el Hipódromo —‘Iππόδρομος— de la capital del Imperio
Romano de Oriente, Constantinopla, como cuidador de los animales de la facción
Verde —Πράσινος— y que falleció
cuando sus tres hijas eran todavía unas niñas, con lo que la familia perdió su
única fuente de ingresos. Entonces su madre, tal vez también llamada Teodora,
trató de solventar la situación con un nuevo matrimonio —γάμος— de manera que el nuevo esposo se ocupara de la labor del
anterior, pero los Verdes no se apiadaron de éste a pesar de los ruegos. En
cambio, sí lo hicieron los Azules —Βένετοι—
que dieron un puesto al padrastro de nuestra protagonista.
El escenario es,
como sabemos, el de Constantinopla —Κωνσταντινούπολις,
la Ciudad de Constantino—, que a
principios del siglo VI era una ciudad cosmopolita donde la mezcla entre
riqueza y pobreza se hacía notar por sus bulliciosas calles. Desde su fundación
en 330 había crecido imparable hasta contener aproximadamente medio millón de habitantes
fruto de una continuada migración desde las empobrecidas provincias vecinas.
Para Teodora y sus
hermanas sus opciones eran la escena o la reclusión conventual. Entre las
cuales su madre eligió por ellas la primera. Su vida como actriz comenzó como
ayudante de su hermana mayor para después convertirse ella misma en parte del
espectáculo teatral. La especialidad a la que se dedicó era la mímica cómica, algo
a lo que favorecía su particular contorsionismo. La mímica —μιμικός—, cuyo interés venía creciendo
ya desde el Alto Imperio, era el espectáculo cómico que triunfaba en la ciudad
del momento. Sin embargo, desde el punto de vista social, los actores —ὑποκριταί—
eran vistos como los residuos de la sociedad, en un nivel similar al de las
prostitutas —de hecho muchas veces eran trabajos complementarios e
indiferenciados por el pueblo. Id est,
lo más bajo de la pirámide social. Las historias que narra en torno a esto
Procopio de Cesarea —nuestra principal fuente para el conocimiento de Teodora—
hemos de tomarlas con precaución pues reflejan más bien las habladurías de la
alta sociedad una vez se convirtió en consorte de Justiniano; así, tenemos acusaciones
de ninfomanía y depravación sexual que solo debemos ver como producto de
intrigas, envidia y malversación dolosa de su imagen. Los investigadores suelen
advertir de la discrepancia que existe en las fuentes antiguas sobre este
asunto, y es que dependiendo de la que se consulte podremos observarla bien
como la casta señora del mosaico de San Vitale, bien como todo lo contario. Es cierto
que se suelen admitir los humildes orígenes de Teodora en el ámbito académico,
Loverance le describe como una de las
prostitutas con mayor éxito de la historia.
Fue concubina de un
natural de la fenicia Tiro, gobernador de Pentápolis, en África, donde acudió a
vivir con él. Pero pronto se cansó de ella, quizá por su poca condescendencia
en dejarse manejar —propio de su carácter. Entonces Teodora se estableció en la
ciudad egipcia de Alejandría. Allí se produjo un acontecimiento decisivo en su
vida, alrededor de 518 se convirtió al monofisismo e inició sus conocimientos
de teología, compleja materia de la que posteriormente, ya en la corte, tanto
gustará debatir con teólogos, filósofos y clérigos. De allí partió a Antioquía
donde conoció a una bailarina de la facción Azul, que a su vez debía ser una
agente o espía de Justiniano, pues a través de ella pudieron conocerse —hay
otras versiones que tratan a Teodora hagiográficamente y no la mencionan como
actriz, sino que lo decoran con una historia de amor poco creíble. Teodora
inicia ahora su ascenso vertiginoso a la cumbre de la sociedad de su tiempo.
Antes de proseguir,
conviene detenerse para describir, cuanto menos someramente, el panorama
político que enmarcará los acontecimientos que se suceden ya con Teodora metida
de lleno en la vida político-pública del Imperio. El emperador Anastasio, que
reinó entre 491 y 518, había dejado las arcas del Estado repletas y su orgullo
en lo alto tras las victoriosas guerras contra los persas; esto contrasta con
la situación en el oeste, con un Imperio desaparecido una vez Odoacro depuso en
476 al joven Rómulo Augústulo. Ahora allí reinaba —bajo el auspicio del
antecesor de Anastasio, Zenón (474-491— un ostrogodo, Teodorico el Grande,
desde Rávena, ciudad que había constituido el último refugio de los emperadores
romanos; Anastasio le ratificó como rex.
A su muerte sin herederos el Senado eligió al anciano Justino (518-527), quien
curiosamente se casó con una esclava bárbara que había comprado —Lupicina,
después Eufemia— cuyo ascenso social guarda cierta similitud al de nuestra
protagonista, si bien su figura es más difusa. El nuevo emperador adoptó a su
prometedor sobrino Justiniano, que ascendió de manera vertiginosa en la corte
—cónsul en 521— y como destacado patrón de los Azules, de talante aristócrata y
ortodoxo —frente al comerciante monofisita de los Verdes. Se trata de las
facciones más importantes de las carreras del hipódromo, en las que también
participaban la de los Rojos —‘Pούσιοι— y los Blancos—Λευκοί. Seguramente intervino en las
violentas algaradas callejeras entre ambas bandas que se produjeron en los
tiempos en que conoció y convirtió en su amante a Teodora. No obstante, cuando
llegó a ser co-emperador con su tío en 527 decidió detener los enfrentamientos
en las calles de la capital bajo pena de castigos ejemplares.
Como decimos, Teodora
no tardó en convertirse en su amante trasladándose a su propio palacio, y para
el 523 ya había ascendido al rango de patricia. Sin embargo, dos obstáculos
impedían su matrimonio: la esposa de Justino, calcedoniana, que se opuso a
dicha relación hasta su fallecimiento hacia 524; y la ley, que prohibía los
matrimonios entre la clase senatorial y las mujeres del mundo del ocio —σχολή. De esta forma, una vez fallecida
su tía política, Justiniano persuadió a Justino para que sancionara una ley que
le permitiera desposarse. Enseguida, aprovechando la nueva jurisdicción —con
Teodora como patrona—, además de su matrimonio en 525, su hermana celebró el
suyo con un oficial del ejército así como una amiga, antigua compañera de
profesión, con el futuro general—στρατηγός—
Belisario e incluso una hija bastarda suya con un vástago de la casa del
emperador Anastasio. De esta manera, la ley rompió una barrera social
inquebrantable hasta el momento, primera materia en que se hizo notar nuestra
protagonista.
En 527 Justiniano
fue designado co-emperador y Augustus
al mismo tiempo que este convertía a Teodora en Augusta. A continuación realizaron el juramento en la primitiva Hagia Sophia y fueron aclamados por el
pueblo en el Hipódromo: tu vincas! Teodora
había trascendido a las aclamaciones en la escena para recibirlas junto al
trono, una acción, para Procopio, de evidente convenio con la Τύχη.
INTER
Unos meses después
moría el emperador quedando el trono para ambos: Justiniano I y Teodora. Una
disposición de facto, pues en los
juramentos prestados por sus súbditos también se incluía a la lealtad de su
compañera. El protocolo y ceremonial imperial —de herencia persa— adquirió gran
relevancia, siendo reservado además a la pareja, no solo al emperador, honores
que nunca habían tenido lugar antes; tratamiento oficial como reina —βασίλισσα— y como señora
de la Casa imperial —δέσποινα.
Respondían ante los senadores como verdaderos colegas en el poder, pero, por
otra parte, también se mostraban en ocasiones como opositores entre ellos, en
especial con la cuestión de la fe monofisita y la ortodoxa, lo que para algunos
no era sino una mera estrategia de mantenimiento de cierta paz entre ambos
credos. Así pues, la mano de la ahora Augusta
se hizo ver; desde luego que no iba a ser la reina consorte de vida silenciosa
recluida en el gineceo del que solo saldría en ocasiones solemnes para posar
junto a su esposo.
El grado de
dualismo en el gobierno era tal que existen hipótesis —tal vez algo
arriesgadas— que afirman que se trataba prácticamente de una diarquía. Las
fuentes dibujan a un Justiniano que todo le consultaba e incluso le permitía
que recibiese embajadores como si fuese dueña del Imperio. Aquél vio, en
efecto, como una ayuda positiva el hecho de tener un brazo derecho del poder en
las manos de su fiel y amada esposa. La pareja simbolizaba la virtud de la pietas así como irradiaba una
filantropía —sobre todo en lo concerniente a las mujeres, pues Teodora nunca
olvidó la pobreza de su pasado— inspirada, se proclamaba, por Dios. Serían esas
las ideas que trataron de difundir desde sus representaciones e inscripciones.
Si bien es cierto que una vez que devino en consorte imperial vivió una vida de
lujos, la mantuvo entremezclada con grandes donaciones a iglesias, monasterios
y hospicios.
Al punto, Teodora
comenzó una labor socio-jurisdiccional, en primer lugar, de lucha contra la
prostitución, con lo que pretendía salvar a unas mujeres que, como ella bien
sabía, apenas tenían qué comer mientras se sometían a la venta de sus cuerpos.
Tiempo atrás había sido vista como una característica inevitable de la vida urbana
y los gobernantes acabaron sometiéndola a gravamen, pero desde la victoria
definitiva del cristianismo en los siglos IV-V, desde el solio se realizaron
esfuerzos para, cuando menos, controlarla —hubo leyes que llegaron a prohibirla,
pero sin efecto alguno. Teodora liberó a las esclavas que la ejercían y cerró
los burdeles, muchas fueron llevadas a conventos, una vida que la mayor parte
no podían sobrellevar. Sin embargo, nuevamente sus medidas no tuvieron
demasiado efecto y a medio plazo habían fracasado, lo que condujo a la sanción
de una nueva ley más dura de Justiniano que la ilegalizó y echó a los
proxenetas de la ciudad.
En segundo lugar,
se sancionaron prescripciones contra a la compra de cargos o simonía y contra la
extendida corrupción burocrática. Igualmente, otras medidas se dirigían a mejorar
la situación de las actrices, a saber, se prohibió que fueran obligadas a
ejercer la profesión permitiendo que la abandonasen si así lo deseaban, como hemos
comentado arriba, se permitió su matrimonio con hombres de rango superior —honestissimae dignitates—, y de las mujeres en general —capacidad
de tener propiedades y heredar, penas de prisión en un convento para evitar
violaciones e ilegalidad del divorcio por consenso mutuo, solo permitido por
una lista de causas justas. En todo ello, no debemos confundirnos, debemos ver más
bien una serie de intereses personales para favorecer a su familia y allegados
más allá que la moderna concepción de liberación del status quo de la mujer en la sociedad tardoantigua; además, las
medidas estaban sujetas a los ideales cristianos de ayuda al débil y de
igualdad entre los hombres. A pesar de ello, para la alta sociedad dichas
actuaciones representaban algo fuera de lo común y el mismo Procopio incluso se
queja de las liberalidades que ahora
eran permitidas a las mujeres.
Uno de los episodios de mayor
relevancia, no ya solo en la vida de Teodora, sino incluso en el siglo sexto en
su totalidad, son los conocidos como Disturbios
o Revuelta de Niké —Στάσις τοῦ
Νίκα. No hemos de verlo de manera aislada, ya que la violencia
callejera, encauzada por las facciones del Hipódromo, era el pan de cada día en
Constantinopla. Como sabemos, Justiniano había apoyado en su día a los Azules
frente a sus grandes rivales, los Verdes, pero desde que accedió al trono en
527 se decidió a acabar con los problemas derivados de sus constantes
querellas. Tarea que resultó prácticamente imposible ya que no dejó de ser
percibido como uno de ellos: su patrón y defensor. Sin embargo, nada hacía
presagiar que el litigio contra unos alborotadores de ambos grupos, a la sazón
condenados a muerte, provocó su unión y levantamiento el 13 de enero de 532 en
el Hipódromo en un motín que se extendió por una ciudad sin medios para
contener a una turba enfurecida. El caos de las llamas sobre palacios y
edificios públicos, así como los tumultos en diferentes zonas de la capital no
se redujo ni siquiera tras acceder a la destitución de algunos oficiales que
demandaba la muchedumbre. Una muchedumbre que el día 15 ya pedía un nuevo
emperador hasta el punto de acudir al palacio de un nieto de Anastasio, al que
no encontraron allí.
El emperador y su compañera, atrincherados en palacio, se
encontraban en una situación desesperada. Pasados cinco días desde el estallido
de la revuelta y temiendo por su destino, se hicieron rodear tan solo por
personas en quien podían confiar para protegerse de la atmósfera paranoica que
reinaba. Hasta los senadores parecían apoyar la revuelta cuando otro nieto de
Anastasio fue coronado en el foro de Constantino. Pero cuando Justiniano estaba
a punto de decidir la huida —φυγή— de
la ciudad, Procopio pone en boca de Teodora el siguiente significativo
discurso, del que probablemente fue testigo:
- En cuanto al hecho de que una mujer entre hombres no debe mostrar atrevimiento ni soltar bravatas entre quienes están remisos, yo creo que la actual coyuntura de ningún modo permite considerar minuciosamente si hay que considerarlo así o de otra manera. Y es que para quienes se encuentran en un grandísimo peligro, no hay nada mejor, me parece, que ponerse las cosas lo más expeditas que uno pueda. Yo al menos opino que la huida es ahora, más que nunca, inconveniente, aunque nos reporte la salvación. Pues lo mismo que al hombre que ha llegado a la luz de la vida le es imposible no morir, también al que ha sido emperador le es insoportable convertirse en un prófugo. No, que nunca me vea yo sin esta púrpura, ni esté viva el día en el que quienes se encuentren conmigo no me llamen soberana. Y lo cierto es que si tú, emperador, deseas salvarte, no hay problema: que tenemos muchas riquezas, y allí está el mar y aquí los barcos. Considera, no obstante, si, una vez a salvo, no te va a resultar más grato cambiar la salvación por la muerte. Lo que es a mí, me satisface un antiguo dicho que hay: «el imperio es hermosa mortaja (2)»
Procop. Goth.
1.24.26-39 (trad. García Romero
2000)
Para Evans, «this was a
proud empress who had climbed from the dregs of society to the peak of the
social order, and she would die rather than slide down the ladder again». Y es que con estas emocionantes palabras dio la
vuelta Teodora a la situación y los generales Belisario y Mundo marcharon al
Hipódromo donde se produjo una verdadera masacre de unas treinta mil personas
—datos que hemos de tomar siempre con cautela. Una semana después del
levantamiento, la ciudad quedó en silencio por varios días hasta que, por fin,
retomó su normalidad. Algunas fuentes discordantes muestran una revuelta contra
la dama imperial como reflejo del descontento de la élite por sus reformas, y
la muestran implacable con los nietos de Anastasio a los que iba a perdonar su
marido pero ella, con firme arrojo, mandó ejecutar.
Verdad o no, dichas afirmaciones demuestran cómo percibía
cierto sector de la sociedad a nuestra protagonista, esto es, implacable con
sus enemigos. Poseemos varios ejemplos que evidencian su duro carácter: el de
Prisco, conde de los Excubidores (3),
un corrupto que lanzó rumores insidiosos sobre ella por lo que fue exiliado a
un inhóspito santuario como diácono; el general Germano, que incluso encajaba
como el heredero natural ante la falta de hijos de la emperatriz, al verle como
una amenaza, detuvo su carrera político-militar así como la de sus hijos, a los
que no permitió casar; Juan el Capadocio, prefecto del pretorio que también
había adquirido demasiado poder y al que ya hizo caer la revuelta de Niké pero
fue devuelto al cargo unos meses después, Teodora logró su deportación y solo
tras su desaparición pudo volver, aunque no retomar su carrera burocrática; o
la historia de Amalasunta, hija del ostrogodo Teodorico el Grande, que pidió
asilo en Constantinopla pero, según Procopio, la hizo asesinar pues veía un
posible rival si acudía a la ciudad. Este autor ve en todos estos casos el
reflejo de que de puertas hacia dentro no era lo clemente y compasiva como se
mostraba ante el pueblo, sino despiadada y paranoica, incapaz de perdonar a un
enemigo arrepentido, como podríamos inferir del siguiente texto:
- Y si el Emperador encargaba a alguien una misión sin el conocimiento de ella, la situación de este hombre experimentaba tal vuelco de fortuna, que no mucho después perdía su cargo ignominiosamente y sufría una muerte infamante.
Procop.
Historia Secreta 15.10 (trad. Signes
Cordoñer 2000)
Esta sería su imagen, cuando menos, para una alta sociedad
que tanto la envidiaba, así, nadie se convertía en su enemigo de manera
buscada, pues sabían con quién trataba.
Uno de los asuntos que penetró en casi todos los ámbitos de
la vida política del periodo fue el de la cuestión religiosa —en un momento
dominado por la aparición y condena de múltiples herejías—, más concretamente
la controversia entre monofisitas y calcedonianos u ortodoxo-romanos. La
doctrina del monofisismo —de μόνος, uno, y φύσις, naturaleza—, de
gran arraigo en Egipto y Siria, congregaba a aquellos que consideraban que la
naturaleza de Jesucristo tomaba solo forma divina, conjetura declarada herética
por el IV Concilio Ecuménico de Calcedonia de 451 que impuso el canon de la
naturaleza inmutable —inmutabiliter—
de Padre e Hijo, divina y humana. Con Justino I, que llevó a cabo persecuciones
contra los monofisitas, las discusiones teológicas no adquirieron tanta
relevancia como con su sobrino, y es que aquél era más bien un soldado al que
las sutilidades dogmáticas por las que se discutía no le eran muy familiares.
Justiniano había nacido en una región latinizada de los Balcanes siendo educado
en la ortodoxia romana lo que le hizo temeroso de sus imprecaciones; por su
parte, Teodora pasó su juventud en el teatro, lugar demonizado por el clero
pues en no pocas ocasiones era allí ridiculizado, y se convirtió al monofisismo
en Alejandría donde las prohibiciones de Roma no tenían gran efecto. Cuando
heredaron el Imperio, los monofisitas le vieron como aliada en una corte que
pretendía tomar el camino de la tolerancia y el diálogo para tratar de lograr
un entendimiento que no rompiera la unidad religiosa. Las persecuciones se
redujeron a su mínima expresión y Teodora dio refugio al clero monofisita en un
ala de su propio palacio, y es que su entronización produjo un efecto llamada
emigrando muchos de ellos a la capital. Incluso Justiniano les visitaba junto a
su compañera, quien, en su lecho de muerte, le hará prometer que seguiría
proporcionándoles protección cuando ella no estuviese; no en vano en su último año de vida el emperador
adquirió un radical monofisismo, quizá los abigarrados debates con su esposa
años atrás acabaron convenciéndole.
Las intenciones de mediación de los nuevos mandatarios
condujeron a una serie de conversaciones que se sucedieron durante todo un año,
celebrándose incluso una audiencia en palacio de seis días en 533. Pero la llegada
al papado de Agapito I en 535 las detuvo y forzó a que se aceptara de inmediato
la ortodoxia reiniciando las persecuciones. Teodora estaba convencida de que
solo habría paz en la cuestión teológica cuando desde Roma se fuera más
flexible.
Así, Vigilio, un diácono que aspiraba al pontificado y que
conocía las inclinaciones de la emperatriz, una vez fallecido Agapito en 536,
buscó su apoyo bajo promesas conciliadoras. Pero el elegido fue otro, Silverio,
hijo del gran perseguidor antimonofisita Hormisdas, en el seno de un contexto
político complicado con la conquista bizantina de Italia en ciernes —clave del
proyecto Justiniano de restauración imperial. En diciembre de ese año Roma fue
ocupada por Belisario (4) tras abrirle las puertas dicho papa, traicionando al ostrogodo Witigis. A
partir de este momento Antonina, esposa de Belisario, seguirá los mandatos de
Teodora para deponer al papa que se había interpuesto en sus planes. Así, en
connivencia con el general bizantino, y apoyándose en rumores de una nueva
traición de Silverio, en marzo de 537 fue consagrado el nuevo pontífice Vigilio
que iniciaba lo que será un largo servicio de dieciocho años. No obstante, este
se negaría por ahora a la tolerancia prometida.
En 542 llegó a Constantinopla una plaga de peste bubónica
desde Egipto cuyas cifras de mortalidad hablan de la mitad de sus habitantes e
incluso afectó al emperador Justiniano. Además, por si fuera poco, la guerra
con los persas se había reanudado en 540 y grupos bárbaros habían cruzado el limes danubiano. Teodora se hizo
entonces con el timón del gobierno, en esos difíciles momentos debía demostrar
nuevamente su valía y enfrentarse a la inseguridad de los rumores de una
posible sucesión de la que ya se hablaba en el ámbito castrense. Dada la
tesitura, y en un prudente movimiento, escribió una carta —γραφή— a un noble diplomático persa que había conocido poco antes
en la ciudad para que persuadiera a su rey de firmar la paz, algo por lo que
sería recompensado pues el emperador, literalmente, nada pasaba por alto sin mis consejos (5).
Sin embargo, el rey persa Cosroes la utilizaría para ridiculizar ante sus
tropas a un Imperio que era dirigido por una mujer —γυνὴ διοικεῖται. Procopio nos lo narra desde un punto de vista nada
favorable a la posición de gran autoridad que había adquirido en esos momentos Teodora. Afortunadamente para ella, su rey no
solo se recuperó sino que le sobrevivió diecisiete años.
El papa Vigilio se había portado de manera desagradecida con
los que propiciaron su subida al trono. Así, el emperador sancionó en 544 un
edicto condenatorio de todas las disputas teológicas en ciernes, firmado por
todos los patriarcas orientales. Algo que el papado consideró un ataque al
credo calcedoniano. Justiniano le hizo llamar a Constantinopla para redimir
definitivamente sus diferencias en un sínodo; fue recibido por los cónyuges
imperiales en enero de 547 con gran pompa, a pesar de las amenazas de
excomunión que existían sobre ellos.
Pero las estériles disputas teológicas concluyeron para
nuestra Teodora el 28 de junio de 548. Óbito que el cronista africano Victor de
Totenna atribuye al cáncer, tal vez de pecho. En su lecho le arropó su querido
clero monofisita, al que tanto había protegido durante sus veinte años, junto a
Justiniano, quien le prometió que les defendería frente a los calcedonianos en
su nombre.
POST
La causa fundamental de tener a Teodora como compañera de
poder en los veintiún años que permanecieron juntos en el trono, dejando a un
lado el aspecto amoroso, es que nunca desconfió de su total lealtad, y a ella
no le faltaron ocasiones para demostrarle sus capacidades, como durante la
revuelta de Niké o la enfermedad que a punto estuvo de consumirle. De esta
manera no dudó, a pesar de su escasa educación, en dejarle atender a las
reuniones del Senado, a tenor de lo cual Teodora se tejió una red de clientes
que le apoyaron contra la élite que desdeñaba sus orígenes. Por otro lado, no
debemos sobreestimar el poder de la emperatriz, pues si bien le consultaría
casi todas sus decisiones, éstas eran tomadas en última instancia por su esposo
el emperador. En este sentido, una de sus discrepancias debió ser la guerra en
Occidente y el deseo de su esposo de reconquistar el Imperio —Renovatio Imperii Romanorum—, algo que
parece que nunca le hizo mucha gracia a la consorte, que siempre pensó en
Oriente como elemento esencial del Imperio el cual había que proteger frente a
los beligerantes persas.
Posible busto de Teodora, Römisch-Germanisches Zentralmuseum, Mainz |
La fuente más
importante para este tiempo son los escritos del historiador Procopio de
Cesarea, contemporáneo de Teodora y miembro del equipo del general Belisario,
que escribe con el estilo clásico de Heródoto o Tucídides, apareciendo la Augusta periódicamente de la que nos
muestra su fuerza en el gobierno aunque tampoco oculta su críticas y prejuicios
hacia la misma. Por esta razón debe ser tratado con reservas pues en ocasiones
toma forma de simple libelo difamatorio, lo que no es óbice para que
historiadores como Connor le definan como una extraordinaria fuente de
información sobre la personalidad de Teodora, su forma de gobierno conjunto y su
relación con su esposo. Desde el ámbito religioso fue una luchadora por la paz en el seno de la
Iglesia, aunque será demonizada por unas fuentes católicas constreñidas de que
la reina hubiese sido una hereje y no fiel a Roma para que su marido hubiera
podido aprovechar de buen grado sus inmejorables habilidades intelectuales. De
otro lado, fue reverenciada por las iglesias del este, gracias a ella nació la
Iglesia Jacobita y se sostuvo la Copta.
En cuanto a su labor de patronazgo, Teodora hizo construir conjuntamente
con su esposo una serie de hospicios —el de Isidoro y el Arcadio— e iglesias —Hagia Sophia (6), Hagia Eirene y la de los Sagrados
Apóstoles, donde depositaron los restos de los apóstoles Andrés y Lucas, los de
San Timoteo, y más tarde también descansaron los de la propia dama imperial, si
bien no ha llegado hasta nosotros pues fue demolida en el siglo XV por los
otomanos— tanto en Constantinopla como en otras ciudades como Éfeso o Antioquía
—en esta última colaboró con las labores de reconstrucción a consecuencia de un
fuerte terremoto en 526.
El único retrato o representación que con certeza es posible
de afirmar como perteneciente a nuestra protagonista es el del mosaico de la
iglesia San Vitale de Ravenna. Consagrada en 547 tras mandarla reformar
Justiniano, desde entonces se realizó su conocida decoración musivaria. Se nos
presentan así, frente a frente, los mosaicos de los esposos acompañados de sus
respectivos séquitos —donde se cree que se encuentran Belisario con su mujer e
hija y demás personalidades eclesiásticas. Se trata, en definitiva, de un
testimonio fehaciente de la equiparación de Teodora en el poder con Justiniano.
Por su lado, existe un busto de una princesa bizantina que algunos asocian a
Teodora, pero faltan evidencias que lo demuestren.
El hecho de que el ejemplo de Teodora constituya uno sin
parangón es a consecuencia de que, a diferencia de las demás consortes
imperiales, comenzó su ascenso desde el punto más bajo de la sociedad; con suma
inteligencia aprendió rápido de las personas que le rodearon para ganarse el
respeto de una corte cuyos entresijos supo manejar. Sin embargo, como esposa de
uno de los más capaces emperadores en la historia de Bizancio, no pudo cumplir
con el rol clásico femenino de perpetuar su familia con un legítimo heredero.
Será su sobrina Sofía quien, casada con el sucesor Justino II (565-578), sin
duda herede el recio carácter teodoriano así como sus habilidades políticas;
tan solo una generación después de haber salido de los teatros, su familia se
había ennoblecido hasta el punto de integrarse en la familia imperial. A
diferencia de Teodora, Sofía sí aparecerá en las monedas, símbolo de su elevado
estatus, el cual sabrá utilizar para ser la encargada de elegir a los dos siguientes
sucesores —a lo que ayudó su prolongada vida—: tras la muerte de su esposo
nombró a Tiberio II (578-582) y luego de sobrevivirle hizo lo propio con
Mauricio (582-602). Hasta finales del siglo VIII y principios del IX no
encontraremos a otra emperatriz bizantina que aunara el poder de aquéllas, se
trata de Irene que llegó a gobernar por sí misma llegando a intitularse con el
masculino βασιλεύς.
Teodora, en fin, resultó colaboradora y a la vez oponente
—con fines político-religiosos— de su esposo, atacó la prostitución, ayudó a
las mujeres más débiles pues había compartido su experiencia, condujo a los
suyos a la nobleza por vía matrimonial, utilizó la rudeza e incluso la crueldad
cuando fue necesario inclinarse en pro de sus intereses en el poder, y todo
ello enmarcado por una rígida fe a la que se entregó desde sus días de
juventud. En definitiva, un
personaje que ha dejado una huella importante: ninguna antes fue la colega
efectiva en el poder reconocida por el propio emperador.
FUENTES
ISÓCRATES
(trad. Guzmán Hermida 1980): Discursos. Gredos. Madrid.
PROCOPIO
DE CESAREA (trad. García Romero 2000):
Historia de las Guerras. Gredos. Madrid.
PROCOPIO
DE CESAREA (trad. Signes Cordoñer 2000): Historia
Secreta. Gredos. Madrid.
BIBLIOGRAFÍA
BALL, W. 2000: Rome in the East. The transformation of an
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(1) Etimológicamente su nombre procede
de la unión de las voces griegas para Dios
—θεός— y don o regalo —δωρεά—: Regalo de Dios.
(2) Cf.
Isócrates 6.45: También Dionisio el tirano, cuando fue
sitiado por los cartagineses, sin vislumbrar salvación alguna, oprimido por la guerra y soliviantados con él
sus ciudadanos, pensó en huir por mar. Pero uno de sus íntimos se atrevió a
decirle que la tiranía es una hermoso sudario (trad. Guzmán Hermida 1982)
(3) Los Excubidores —excubitores en latín, ἐξκούβιτοι
en griego— eran la forma
de guardia imperial de los emperadores bizantinos, creada ca. 460 sus comandantes o condes adquirieron no pocas veces gran
poder, al modo de los prefectos del pretorio en el Alto Imperio.
(4) Belisario es muchas veces
considerado uno de los más grandes
generales de la historia de Bizancio y encontramos definiciones como la de Último General Romano de Hughes.
(6) En
realidad, como afirman Freely y Çakmak, se trató de una restauración o
reconstrucción tras su incendio en las revueltas de enero de 532, que tan solo
tardó cinco años en realizarse para originar lo que se ha definido como un edificio sin precedentes en la
arquitectura romana.