Escrito por Anna Sánchez
¿Es
posible aproximarse al paladar romano? ¿Podemos imaginar, con las limitaciones
que impone vivir en otra época, las texturas, los aromas, los sabores?
Ciertamente contamos con diversas fuentes de información de carácter fiable.
Tenemos a nuestra disposición, por ejemplo, los libros de naturalistas y
agrónomos, las referencias literarias, el recetario del mítico Apicio, las
escenas representadas en mosaicos y pinturas... Tenemos restos de ánforas,
platos, cazuelas, cucharas y otros bártulos hallados en fogones de casas y
tabernas. Tenemos cocinas, panaderías y triclinios que confirman lo explicado
en la literatura. Y tenemos también nuestra herencia en forma de platos,
sabores y costumbres heredados de la Antigüedad. Sin embargo, contamos también
con grandes impedimentos para reconstruir fielmente el sabor romano. Para
empezar, no contamos con el mismo instrumental: ni usamos los mismos hornos, ni
las mismas cocinas, ni siquiera la misma fuente de combustión. Tampoco los
ingredientes son los mismos, puesto que muchos de ellos han variado su sabor
gracias a los modernos procesos de cultivo, o a las diferentes técnicas de
conservación, como la de recoger las frutas poco maduras y almacenarlas en
cámaras frigoríficas. Es más, incluso es posible que no se trate de las mismas
variedades de frutas o verduras. En algunos casos sabemos de la desaparición de
algún ingrediente fundamental, como el laser,
el jugo de la raíz de una planta llamada silfio,
que se usaba como condimento y que se extinguió en el siglo I debido a su
consumo desmedido. Las dificultades se extienden también a la elaboración de
las recetas: no se da indicación de cantidades o de tiempos, es una enumeración
de ingredientes. Esto deja mucho margen a la imaginación. Pese a todo, el
estudio de las fuentes nos proporciona un conocimiento que nos permite
aproximarnos a los sabores romanos.
Cocina Pompeyana |
Explorando
el paladar romano
“Moler pimienta, ligústico, orégano, un poco de
laserpicio, muy poco jengibre, y algo de miel. Mezclarlo todo con garum (...)”
(Apic. II, II,7). Así empiezan muchas de las recetas del libro De Re coquinaria del gourmet Apicio: con una larga
enumeración de especias y hierbas
aromáticas. La cocina romana utiliza las especias de todo el mundo
conquistado, y cuantas más, mejor: comino, pimienta, perejil, hinojo, salvia,
mostaza, nuez moscada, clavo... En el caso de la cocina romana, los platos
presentan una acumulación de sabores derivada de la acumulación de condimentos.
El sabor final venía dado por determinada combinación de especias y hierbas
aromáticas. Además, éstas se combinan con los sabores dulces para condimentar todo tipo de platos: miel, frutas
(higos, ciruelas, dátiles), vino dulce... A esto debemos añadir el sabor salado que aportaba el garum, condimento estrella junto con la
pimienta, y la acidez que aporta a
numerosos platos el vinagre. El resultado es un sabor fuerte y único, formado
por esta suma de sabores, a veces opuestos. Un ejemplo de receta con exceso de
sabor y sal: la receta de tetillas de cerda rellenas del libro de Apicio:
UBRES
RELLENAS
“Machacar pimienta, alcaravea, erizo salado,
ligarlo todo y cocerlo así. Se come con salmuera y mostaza” (Apicio, VII,
II, 2)
También
los vinos se especiaban: se les añadía miel, se aromatizaban con rosas,
violetas, ajenjo, tomillo, anís, mirto, nardo, pimienta... o se les añadía
fruta: membrillo, manzanas, peras, dátiles, granadas, higos... Aunque no
siempre se especiaban, los vinos eran ásperos y fuertes, y se rebajaban, como
mínimo, con agua o agua de mar.
“Salsa para las ostras. Pimienta, ligústico, yema de
huevo, vinagre, garum, aceite y vino. Si se quiere, añadir miel”
(Apic. IX, VI, 1). Las salsas son
uno de los principales elementos definidores de la cocina romana. Ningún
alimento se sirve sin su salsa. Incluso hay recetas de Apicio de las que sólo
se explica la salsa. Hay salsas para todos los gustos y para todos los
ingredientes: salsas verdes y blancas, frías y calientes, para las ostras, para
el flamenco, para el jabalí, para los erizos, para las ocas, para las setas,
para la morena asada, para la morena hervida... Las salsas invaden el recetario
de Apicio como si fueran lo único importante del plato, haciéndolo homogéneo,
compacto, consistente.
SALSA
PARA LAS SEPIAS
“Pimienta, ligústico, comino, cilantro
fresco, menta fresca, yema de huevo, miel, garum, vino, vinagre y un poco de
aceite. Cuando hierva, añadir almidón” (Apic. IX, IV, 4).
“Se aborrecen hoy en día los ingredientes aislados: los
distintos sabores tienen que reunirse en uno final. En una cena sucede lo que
debiera de suceder en el estómago... todos los ingredientes se tienen que
mezclar para proporcionar uno solo” (Séneca,
Epístolas a Lucilio. XV, 95). Los platos romanos están tan sobrecargados de
ingredientes como de especias. Ninguno de ellos, sin embargo, destaca por
encima de los demás. No se trata de realzar un ingrediente, sino de sumarlos todos para obtener nuevos
sabores. Conseguir esto es fácil: se acumulan los ingredientes y se amalgaman
de tal manera que el resultado no permita el protagonismo de ninguno de ellos.
El gusto por la mixtura, por el plato compacto y homogéneo tanto en su
presentación como en su sabor final, es muy del gusto de los romanos. Este
efecto se consigue de diversas maneras: en primer lugar, añadiendo grasas (“...se amasa la carne bien picada y se mezcla con el picadillo mucha
grasa y piñones...” Apic. II, IV); ligando
los alimentos con fécula, pasta desmenuzada (tracta) o huevo (“...mezclar
con arroz para espesar...” Apic. Vin. VII, “...mojar con garum, vinagre, yema de huevo y amalgamar hasta hacer una
masa...” Apic. Vin. XVII) o bien recurriendo a la socorrida salsa. Veamos una receta apiciana que
sirve de ejemplo de plato amalgamado que supone un conjunto absurdo de diversos
ingredientes, entre los cuales no cabe el protagonismo de ninguno.
Cocina romana |
PATINA DE LECHE
“Aliñar unos piñones y secarlos –se tendrán
erizos de mar frescos sin preparar-; coger una cacerola y en ella disponer los
siguientes ingredientes: la parte central de unas acelgas y malvas, puerros
maduros, apio, col tierna, todo fresco y cocido en agua, un pollo troceado
cocido en su jugo, sesos hervidos, salchichas de Lucania, huevos duros partidos
por la mitad. Echar tripas de cerdo rellenas al modo de Terencio, cocidas y
cortadas en rodajas, hígados de pollo, trozo de merluza frita, ortigas de mar,
la carne de ostras y queso fresco. Colocar de forma alternada, espolvorear
pimienta en grano y piñones. Rociar con una salsa preparada de la siguiente
manera: pimienta, ligústico, semilla de apio y laser. Cocerlo. A continuación,
filtrar leche a la que previamente se hayan echado huevos crudos hasta obtener
una mezcla homogénea, y derramarla por encima. Cuando la carne esté cocida,
añadir tripas frescas, espolvorear pimienta y servir.” (Apic. IV, II, 13)
“Acusas y golpeas a tu cocinero, como si te hubiera
servido la comida cruda” (Marcial, III, 13). La
antigua Roma rechazaba los alimentos poco hechos. El aprecio que actualmente
tenemos por los alimentos crudos, o al punto, o al dente, era desconocido entre
los romanos. Un alimento en condiciones siempre se servía muy, muy cocido. Tras una prolongada cocción, cualquier alimento
adquiere una consistencia blanda que permite la correcta manipulación para
convertirlo en la correspondiente mezcla homogénea y grasa.
Las
carnes se cuecen varias veces. Por ejemplo, en la receta de Liebre sazonada
(Apic. VIII, VIII, 1) leemos: “cocerla
previamente con agua; luego colocarla en un recipiente con aceite, y meter en
el horno”. A veces se cuece en agua de mar, que tiene ya la ventaja de
estar salada: “Receta para el jabalí:
Poner a cocer con agua de mar y unas hojas de laurel, hasta que quede tierna
...” (Apic VIII, I, 2). Y el remedio para desalar la carne es “hirviéndola primero en leche, y después en
agua” (Apic. I, VIII, 1). Las setas nunca se preparan asadas o a la
parrilla, sino muy cocidas y condimentadas de manera que pierden su delicado
sabor original, por ejemplo con “aceite,
vino puro y cilantro picado” (Apic. VII, XIII, 3). Las ostras se sirven
guisadas, previamente lavadas con vinagre, jamás crudas, y con su salsa: “Salsa de comino para ostras: pimienta,
ligústico, perejil, menta seca, hoja de nardo, malobatron (hoja de una
planta india), bastante cantidad de
comino, miel, vinagre y garum” (Apic. I, XV, 1). Las verduras y hortalizas
se presentan cocidas, en puré o formando
parte de otros platos. Las frutas también se cuecen y entran en composiciones
en las que simplemente aportan dulzor y textura. Las salchichas y albóndigas se
cuecen y forman parte también de otros platos. Las focaccias saladas y masas
también se componen de ingredientes previamente cocidos y, a su vez, éstas se
cuecen en un caldo denso y graso...
Esparragos. Pintura Templo de Isis, Pompeya |
“Cómo darle un buen
color verde a las verduras: Todas las verduras se ponen verdes si se las cuece
con carbonato sódico” (Apic., III 1). La apariencia saludable y atractiva de los
platos es otra de las características. El truco de Apicio para que las verduras
tengan buen color es usar nitro, una
sal mineral parecida al bicarbonato. Así, el color verde fuerte y brillante
hace el plato mucho más apetecible. Además permite otras combinaciones de color
que son perfectas para presentar en la mesa. ¡Qué importa que el carbonato de
sodio elimine casi todas las vitaminas de las verduras si a cambio les
multiplica el color verde y, maravilla de las maravillas, también las
ablanda! Los productos de la tierra
debían entrar a la cocina frescos y debían presentarse en la mesa en
combinaciones cromáticas atractivas: “Se
te servirá en una bandeja negra el verde brécol, justo cuando acaba de dejar el
frío huerto, puches blancas cubiertas de butifarra, y las pálidas habas con su
rosada manteca” (Marcial V, 78)
El
porqué de las cosas
Existen
motivos culturales y motivos prácticos para explicar la cocina romana.
Roma
da prioridad a los alimentos hervidos o
cocidos. Incluso las carnes asadas han sido hervidas previamente, y algunas
se deben someter a una doble (o triple) cocción, una en agua (o leche o agua de
mar) y otra con el resto de ingredientes. El motivo principal es que las carnes
a menudo eran muy duras y nada apetecibles. Generalmente se cocinaban carnes saladas, curadas o ahumadas, y se
necesitaba la cocción para que volvieran a ser tiernas y comestibles. A veces
la primera cocción sólo tiene como finalidad “rehidratar” la carne, y la
segunda cocinarla con el resto de ingredientes. También existen motivos culturales para
defender lo cocido. La cocción es siempre más
civilizada que el asado, ya que permite la transformación del plato en un
producto sofisticado, una creación del cocinero. El asado, el hecho de acercar
un trozo de carne al fuego y esperar que se haga, no da margen a la
creatividad. Finalmente, lo crudo se rechaza y se teme, puesto que está sujeto
a corrupción. Sólo lo cocido, lo curado, está libre de podredumbre. Para un
romano, comer una ostra cruda es poco menos que un suicidio.
Consecuencia
directa de esta prolongada cocción es la falta casi completa de sabor de los
alimentos. Ahí es donde los condimentos
y las salsas cobran protagonismo:
restablecen el sabor a los platos. Como éstos tienen tantos ingredientes que
han quedado insípidos, el cocinero tiene ante sí una ocasión única para inventar sabores, como hemos dicho. El
sabor final del plato no lo impone la naturaleza de sus ingredientes, sino que
lo inventa el propio cocinero. De manera que la cocina se convierte en un rito
de transformación y el cocinero, en un auténtico artista. “Entre el cocinero y el poeta no hay diferencia, el arte de uno y otro
está presidido por la inteligencia” (Ateneo, Deipn. I 7). El romano degusta
platos que son creaciones culturales y esto proporciona un doble placer: el
gustativo y el intelectual. Por ello también priorizan una bonita presentación
y un efecto estético sobre las mesas. Ejemplo de creatividad máxima son los
platos que simulan otros platos, como el “Plato de anchoas sin anchoas” (Apic.
IV, II, 12), a base de pescados cocidos varios, pimienta, ruda, garum, aceite,
huevos batidos y ortigas de mar. La receta acaba con una significativa frase: “En la mesa nadie sabrá lo que come”.
Por
último, pensemos en las ventajas que ofrece la consistencia blanda resultado de
una cocción excesiva para unos comensales que, casi seguro, no tenían una
dentadura en buenas condiciones. Y en las ventajas de un plato muy compacto
ligado con una salsa para comer tumbado en un triclinio.
Museo Civilta Romana |
Conclusión
Al
aproximarnos al paladar romano descubrimos una cultura que valora el artificio y la manipulación por encima de los
sabores originales. Descubrimos también que algunos platos que conservamos hoy
en día son de esencia totalmente romana: cocidos, potajes y estofados,
salchichas y butifarras, callos, manitas de cerdo, chicharrones, tocino,
quiches y empanadas, sangría y vinos dulces y especiados, albóndigas, tortillas....
todos ellos son platos y alimentos que se aproximan a la cocina romana. Eso sí,
con el paso del tiempo han perdido en impacto oloroso y gustativo: sólo la
pimienta, el ajo, el perejil y la picada parecen haber resistido a la
desaparición progresiva de condimentos de nuestros recetarios. Sin embargo, la
esencia es casi la misma porque, como siempre ocurre, en la cocina también
somos romanos.
BIBLIOGRAFIA
Apicio (1987):
Cocina romana. Madrid,
Coloquio.
Villegas, Almudena (2011) : Gastronomía romana y dieta mediterránea. Real Academia Española de Gastronomía.
Gómez Pallarés, Joan: “In solo vivendi causa palato est?”, en Caldera, M. Pilar (ed.)
(1993): Convivium: el arte de comer en Roma. Mérida, Associación de
Amigos del MNAR.
Dosi, A; Schnell, F. (1986): Le abitudini
alimentari dei romani. Roma, Quasar.
Dosi, A; Schnell, F. (1986): I romani in
cucina. Roma, Quasar.
Cerchiai, Claudia (2004): Cibi e banchetti
nell’antica Roma. Roma, Libreria dello Stato.