Lápida del Museo Nacional de Arte Romano de Mérida |
Q(uintus)
Aponius Rusticus, medicus ocular(ius) patriciensis / Aponia Q(uinti) l(iberta)
Mandata / Eucharidi sororii / hic sit(i) sunt et tu et tibi”.
La
capacidad de interpretar el entorno que nos rodea a través de la visión
permitió a los hombres y mujeres de Roma conformar uno de los mayores imperios
de la Antigüedad a lo largo de varios siglos. Por supuesto, en ello jugó un
papel clave la vista, uno de los principales sentidos de todo ser humano, que
los romanos trataron de preservar y cuidar al máximo para prolongar su
hegemonía. Y al igual que los griegos, los habitantes de la capital del Imperio
otorgaron a la medicina un papel clave dentro de su sociedad. Les iba la vida
en ello, en sentido literal. La clasificación por especialidades concedía a los
oculistas (medici ab oculis) un
estrato peculiar, pues los había médicos (ocularii
clinici) y quirúrgicos (ocularii
chirurgi), según fueran sus prácticas.
Las
inscripciones en túmulos, instrumentos y otros objetos hallados en las
excavaciones vienen a demostrar la relevancia que la oftalmología adquirió en
Roma. En especial en los sellos de piedra que han perdurado hasta nuestros
días. Sobre ellos vienen grabados el nombre del facultativo, el colirio que
empleó, las principales sustancias de su composición y la indicación médica de
las enfermedades para que eran utilizados, incluso la dosificación de su uso.
Sirva uno de ellos a modo de ejemplo: "Colirio
divino de Cayo Dedemon contra el lagrimeo sintomático de la oftalmía; se harán
tres aplicaciones, diluyéndolo en clara de huevo".
Los
colirios podían ser líquidos o sólidos. Si eran líquidos se pulverizaban con
agua de rosas, aceite, vino ligero o vinagre sobre los ojos, y si se les quería
dar consistencia de pasta se les adicionaba con goma, agua o alguna otra
sustancia con propiedades aglutinantes. Una vez hecha la masa, se moldeaba en
forma de pequeñas barras que, antes de que solidificasen se grababa en ellas
una inscripción con el sello del oculista que había ideado la fórmula. Se
transformaba así en un colirio seco que se colocaba alrededor del ojo. Cuando
se quería suavizar su acción astringente, se daba entonces la preferencia a la
clara de huevo o a la leche de mujer. Otro tipo de colirios tomaban forma de
pomadas o ungüentos que se conservaban en cajas metálicas.
Cuando
los colirios se disolvían se introducían dentro del ojo del paciente con la
ayuda de pinceles o espátulas. Los colirios secos también se aplicaban en el
interior del ojo en forma de polvo fino mediante insuflación (soplando) o con
una cucharilla. Dioscórides cita como ejemplo el uso de la jibia calcinada y
reducida a polvo, “molido con sal y
echado, consume las uñas que en los ojos se engendran”. Antes de
suministrarse el colirio, los ojos se lavaban cuidadosamente con una cocción de
mirra o de hojas de rosa. Eran muy usados los que se preparaban con sales de
cobre.
Sello de oculista o de colirios |
La
gran mayoría de los sellos que nos ha legado la arqueología son de tipo
cuadrangular o rectangular con dimensiones que oscilan entre los 3 y 6
centímetros de longitud, de 1 a 5 cm de anchura y 1 centímetro de espesor. Sin
embargo, en la Colonia Caesarina Norba
(Cáceres) se halló uno de forma triangular. Precisamente, al encontrado en la
localidad cacereña se le suman otros dos colirios excavados en la Península
Ibérica.
Una
buena parte de los oculistas romanos eran libertos, otros esclavos. Epitafios
hallados en las antiguas Galias, Britania o Germania dan fe de ello: "Marco Geminio Felice, liberto de
Marco, médico oculista, en la encrucijada de los ajos”, o “Aquí yace para siempre Ilustrio? Celadiano,
esclavo de Tiberio César Augusto, médico oculista, afectuoso para sus padres.
Vivió treinta años”. O bien este otro localizado en Chiclana de la Frontera
(Cádiz), de tiempos de Augusto: “Consagrado
a los Dioses Manes. Aquí yace Albanio Artemidoro, médico oculista, de 46 años,
querido de los suyos. Séale la tierra ligera”.
Los
romanos no eran ajenos a los problemas que acarreaba una vista deteriorada, y
las gafas, que aún no se habían inventado, no podían solucionarlos. Marco Tulio
Cicerón le escribía a su amigo Atico Cicerón que en su vejez ya no podía casi
leer teniendo que hacer esta tarea sus esclavos. Por su parte, Plinio relataba
que el emperador Nerón observaba las luchas de los gladiadores a través de una
esmeralda con el fin de disfrutar de una visión más agradable gracias a su
filtro, aunque no le mejoraba la vista, desde luego.
Instrumental médico |
Mientras,
los romanos importaron de la India y el África Subsahariana una técnica médica
para eliminar las cataratas. Consistía en intentar reclinar el cristalino hacia
la zona interior del ojo. Con una aguja o bisturí el oculista realizaba una
pequeña incisión en la unión corneoescleral y empujaba el cristalino del
paciente; a continuación se tapaba el ojo con un parche empapado en clara de
huevo y leche de vaca o en mantequilla, lo que derivaba en un elevado
porcentaje de infecciones. Antes de utilizar dicha técnica, los cirujanos
solían girar un punzón en la propia catarata desplazándola hasta la parte
inferior de la pupila sin demasiado éxito.
Para
calmar el dolor que producían las dolencias de los ojos, los oculistas romanos
llevaban siempre consigo una tableta médica con elementos naturales como aceite
de oliva, zinc, almidón, resina de pino o grasas animales. Los científicos
coinciden en afirmar que se trataba de remedios empleados contra diversas
afecciones oftalmológicas. Y de su existencia dan fe unos cuantos restos de
estas características hallados en pecios hundidos en la costa italiana.
Bibliografía
'La oftalmología en la
Antigüedad'; Parte III (La Oftalmología en Roma); Rafael José Pérez Cambrodí.
'La Oftalmología en tiempos de los romanos'; R. Del Castillo Cuartiellers (Masnou-Barcelona: Laboratorios del Norte de España, 1956);
‘Contribución al estudio de los sellos de panadero’; Memorias de Historia Antigua, 5 (1981), 187-94; P. Lillo Carpio.
'La Oftalmología en tiempos de los romanos'; R. Del Castillo Cuartiellers (Masnou-Barcelona: Laboratorios del Norte de España, 1956);
‘Contribución al estudio de los sellos de panadero’; Memorias de Historia Antigua, 5 (1981), 187-94; P. Lillo Carpio.