diumenge, 7 de febrer del 2016

ROMA, UNA CIUDAD CONTAMINADA YA EN LA ANTIGÜEDAD



Escrito por Laura Díaz López



Salida de la cloaca máxima directamente al rio Tiber


 Roma, siguiendo los cánones establecidos con anterioridad por el urbanismo helenístico, aplicó, por lo general, un mismo concepto común en la planificación de sus ciudades-basado en el campamento militar-que puede hallarse a lo largo y lo ancho de su Imperio: un cuadrado-rectángulo, rodeado por murallas, con cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales que daban acceso a dos vías principales (cardus y decumanus) que se cruzaban en perpendicular, marcando el trazado del resto de vías de la reticula urbana. Este cuidado diseño espacila debía quedar perfectamente complementado con todas las prescripciones de que se hace eco Vitrubio sobre las condiciones higiénicas que debían de darse en los emplazamientos urbanos.
Pero aquel prototipo urbano teórico basado en la ordenación y la sanidad no siempre pudo aplicarse con rigor. Es más, la propia Roma, la capital del Imperio, ubicada junto a un río contaminado como era el Tíber, se fue desarrollando irregularmente en torno a él(1), entre siete colinas, en medio de una región pestilente, violando los más elementales principios de salubridad pública aconsejados en sus obras por Vitrubio y nunca respondiendo al modelo helenístico indicado. El propio foro republicano -el centro de decisiones del orbe mediterráneo- fue originalmente, de hecho, una zona pantanosa. Ya  en el período monárquico hubo de emprenderse complejos proyectos de drenaje y saneamiento pero la humedad del lugar sería siempre un problema. Por añadidura, sus barrios fueron creciendo de una forma desordenada y sin control y si bien ciertas partes de la ciudad fueron reordenadas después del incendio del año 64 bajo el gobierno de Nerón, y algunos emperadores levantaron nuevos foros bien planificados, un replanteamiento urbanístico general sería siempre imposible y hizo más acuciantes las consecuencias de la masificación demográfica.
Aquella enorme aglomeración humana que era la ciudad de Roma, así como otras muchas habidas en otras partes del Imperio, impactaron muy negativamente sobre su entorno cultural y sus recursos faunísticos y vegetales alterando el equilibrio de los ecosistemas y generando específicos problemas ecológicos urbanos, que ya presagiaron los que padecemos hoy. El medio ambiente de las ciudades fue ya observado críticamente por los autores de la Antigüedad. También otras grandes poblaciones, como Atenas o Alejandría, sufrieron similares lacras: hacinamiento, polución de agua y aire, ruido, acumulación de desechos, epidemias...Un autor satírico como era Juvenal(2) relata las incomodidades urbanas múltiples de entonces que hacían añorar la vita beata en las villae rurales: congestión en el tráfico, incendios, obras públicas que destruían la belleza de los parajes en torno a Roma, desechos domésticos arrojados a las calles, e incluso el incremento del vandalismo y la criminalidad como los resultados del hacinamiento humano.

 * * * * *

Cuando existía gran “acumulación” humana en una ciudad los problemas de contaminación surgían, afectando a los espacios físicos, el agua y el aire. La polución no produciría en la Edad Antigua los nocivos efectos de hoy, pero hubo pocos medios ya para impedirse la contaminación de aire y agua. Como para el calor, la cocina y la iluminación se dependía de antorchas, de lámparas de aceite, o de braseros de carbón, los humos producían a menudo una atmósfera irrespirable, a la que se sumaban las emanaciones procedentes de panaderías, hornos de termas, talleres de fundición y de cerámicas, y los frecuentes incendios, formándose una neblina familiar a los romanos(3). Séneca(4) nos describe su huida de la ciudad por motivos de salud, diciendo que dejaba, por fin, a sus espaldas el aire malsano de Roma y el olor a las cocinas humeantes. La diferencia con nuestros actuales smog radica en la clara naturaleza química de los contaminantes y sus índices de concentración. También el aire resultaba a menudo irrespirable por los fétidos olores producidos por las cloacas en mal estado(5).
Tuberias de plomo en la entrada de una casa de Herculano
Junto al aire, otro medio a menudo contaminado era el agua. Los tratadistas antiguos ya percibieron con claridad la relación entre la pureza de los manantiales y la salud humana. Así, Hipócrates, en el capítulo 7 de su tratado Sobre aires, aguas, lugares o el ya mencionado Vitrubio(6), quién nos sugiere métodos para controlar su calidad(7), y para filtrarla(8). En una atmósfera límpida y respirable, como la de entonces, libre de los múltiples elementos contaminantes que la afectan hoy, no sorprende leer en su obra que el agua de lluvia tenía grandes cualidades salutíferas(9). Pero Plinio expresa otra opinión(10), observando que ese agua pluvial, al caer, podía quedar contaminada por las exhalaciones de la tierra. Sin embargo había remedios para purificar el agua, y todos sabían en su época que el agua hervida era más sana(11).
La polución del agua se hacía mucho más acuciante en las ciudades, donde las aguas residuales de las cloacas y las basuras podían contaminar la capas freáticas, ríos y manantiales. No es de extrañar, por ejemplo, que en toda la literatura romana sólo una vez se mencione beber agua en el río Tíber, aunque paradójicamente en la Isla Tiberina hubiera un santuario dedicado precisamente al dios de la salud, Esculapio. Otros factores ocasionales podían provocar la contaminación de las aguas, como, por ejemplo, los sacrificios cruentos o las batallas libradas junto a los cursos fluviales Tanto Plinio(12) como Estrabón(13) señalaban como en Olimpia la corriente del río Alfeo iba turbia por la sangre de los numerosos sacrificios allí celebrados. La clara conciencia de la contaminación de los ríos a raíz de grandes batallas estuvo muy viva en el mundo romano. Así lo vemos en el poeta Silio Itálico(14), con relación a las que libró Aníbal en Italia.
Por ello había que buscar el agua en fuentes limpias y lejanas, trayéndola en acueductos, costosas y largas construcciones que también tenían su impacto medioambiental en áreas rurales periurbanas, al sustraerles sus recursos acuíferos. Cuando todos los acueductos de Roma estaban funcionando al unísono, aportaban una corriente de agua al menos un tercio mayor que el cuadal medio del Tíber.  Una vez en la ciudad, una gran parte se conducía a varios depósitos donde era filtrada y desprovista de cualquier sedimento, garantizándose así su limpieza. Desde allí era llevada por tuberías a puntos de abastecimiento establecidos: fuentes públicas, cisternas, edificios oficiales, baños, viviendas...
Vitrubio sabía ya que las tuberías de plomo, de uso frecuente en aquel tiempo, podían ser peligrosas para la salud, y sostenía que debían hacerse de terracota(15). Dicho metal era contaminante si el agua era ácida También había bastante peligro de lento envenenamiento si se consumían alimentos ácidos preparados y servidos en recipientes de plomo y de plata El examen de varios restos óseos humanos ha mostrado de hecho altos niveles de concentración de plomo en los huesos. La salud humana no sólo se veía afectada por estos factores, sobre cuya peligrosidad no había ideas claras. Otras veces la contaminación era provocada de formas más o menos consciente por una adulteración de alimentos mediante diversos procedimientos. Plinio, por ejemplo, nos señala medios naturales para conservar algunos productos(16). Tampoco faltaron métodos para alterarlos con fines de lucro utilizando algunas sustancias nocivas.
Inscripción en Herculano en el que el edil prohibe arrojar basura a la calle
Otro importante problema de “ecología urbana” debió ser desembarazarse de las basuras. En Roma eran un grave problema pues la Urbe, a causa de su enorme tamaño, generaba grandes cantidades y podía potencialmente dañar más su entorno que otras ciudades. Como no había un servicio público de recogida, los desechos sólidos eran arrojados a la calle o al río donde se pudrían muy lentamente, ensuciaban a los transeúntes y creaban focos de polución, atrayendo ratas e insectos.
Tal situación, sumada al hacinamiento humano, propiciaba la propagación rápidas de enfermedades epidémicas, como por ejemplo la peste, que causó grandes estragos durante la Antigüedad. Así en la época imperial romana conocemos algunas gravísimas epidemias. Bajo Nerón hubo una que provocó la muerte de treinta mil personas, pero la peor sucedió bajo Marco Aurelio. La trajeron los soldados romanos que había combatido en el frente oriental del Eúfrates, y eliminó un tercio de la población de la población del Imperio. Con razón había en Roma varios altares consagrados a la diosa Febris (Fiebre). La peste, al despoblar los campos, suponía además una caída de la produción agrícola, lo cual provocaba inmediatas hambrunas.
Los hábitos higiénicos modernos, por supuesto, no estaban arraigados. Ya el poeta griego Hesíodo advertía en el siglo VII a.C.(17): “Nunca te orines en las desembocaduras de los ríos que afluyen al mar ni en las fuentes”. Asimismo nos han llegado numerosas inscripciones con claras advertencias prohibiendo arrojar desechos a los ríos, a los espacios públicos y en las tumbas ya que, al ubicarse las necrópolis fuera de las murallas, solían ser usadas como vertederos. Como en las ciudades, gran mayoría de las viviendas no tenían agua corriente (se usaban las fuentes y las letrinas públicas), la eliminación de basuras y aguas residuales constituía un grave problema, aún disponiéndose de red de cloacas, que a veces solo evacuaban las zonas principales, no los barrios míseros, que en general solían carecer de las mismas. Los romanos consideraron esencial para la salubridad urbana disponer de acueductos, termas y redes de alcantarillado, que ya entonces suscitaron enorme aprecio popular.  Estabón(18) aludiría a los avances romanos en esta materia respecto a los griegos, pero escribe en un momento en que Roma estuvo bajo supervisión de un curator aquarum excepcional, Agripa, quién restauraría el Aqua Marcia, erigiría nuevas conducciones y restructuraría la Cloaca Maxima.
Disponer de acueductos era fundamental para mantener la limpieza de las cloacas urbanas y evitar malor olores. No debe extrañar, por ello, que la construcción y el mantenimiento de aquellas obras públicas de interés prioritario fuesen temas tratados particularmente en los estatutos de Urso e Irni, como debían serlo de modo muy similar en la misma capital del Imperio. Pero aún así no faltaban inconvenientes. En Roma gran parte de los desechos urbanos eran evacuados hasta el contaminado río Tíber a través de las alcantarillas y llevados más allá de Ostia hasta el mar. Sin embargo, durante las crecidas, consecuencia de la deforestación de su cuenca fluvial, las aguas del río ascendían por las cloacas e inundaban partes bajas de la ciudad. Lo demuestra el edictum de cloacis, que obligaba a facilitar su limpieza y preparación.
Finalmente, podemos citar como precaución anticontaminante, observada durante la Antigüedad, la ubicación de las necrópolis fuera de las murallas. Los cadáveres eran siempre una potencial fuente de enfermedades, de modo que fue casi universal la prohibición de enterrar dentro de las ciudades.

* * * * *

Atrio de la fullonica de Sthepanus en Pompeya

Aunque para la Antigüedad conviene hablar más que de industria, en el sentido actual del término, de modestas actividades artesanales, sector económico menos importante que la agricultura, todos los talleres no dejaban de provocar humo, polvo y olores que contaminaban el aire y hacían la vida insalubre e incómodo en ciudades y campos. No se contaba entonces con tecnología ambiental, si bien se tomaron algunas prevenciones. Por ejemplo, el ya citado estatuto de Urso disponía que las alfarerías, donde frecuentemente funcionaban varios hornos, debían emplazarse a cierta distancia fuera de las murallas para evitar molestias. En En Hispania, por ejemplo, como señala Estrabón(19), se construyeron chimeneas altas para alejar los densos y nocivos vapores de los hornos de mercurio.
A causa del reducido tamaño de las industrias antiguas, más si se las compara con las modernas, su impacto ecológico no alcanzó los tintes alarmantes de hoy, pero no por ello dejaron de provocar las negativas secuelas medioambientales, así las que implicaban la extracción de diferentes sustancias básicas para la elaboración de cerámica, ladrillos y tejas (arcilla), vidrio (arena), concreto y mortero, fertilizantes, etc. Muchos de tales talleres estaban en los cinturones de ciudades como Roma, a cuyo entorno ambiental afectaban al producir los pozos, los túneles, subterráneos, que exponían el paisaje a la erosión y facilitaban el vertido de productos químicos en el agua por encima de lo normal.
Una de las industrias más extendidas sería la elaboración de los productos cerámicos, sostenida por multitud de talleres y hornos La arcilla fue entonces la materia prima más usual-bastante al estilo de nuestros modernos plásticos-y hoy suele de hecho asociarse los yacimientos arqueológicos romanos con la aparición de importantes cantidades de restos cerámicos que normalmente son los vertederos donde tales factorías echaban sus desechos. En Roma, es más, llegó a configurarse una nueva colina con los vertidos cerámicos del puerto, el Testaccio. No debemos olvidar que los hornos además que necesitaban enormes cantidades de combustible (madera) y mucha agua, evacuada como residual, propiciando la deforestación del entorno, a lo que se sumaban las emisiones de humos.
Otra industria urbana causante de polución fueron las batanerías (fullonicae). A tenor de los grandes depósitos que presentan, debían consumir considerables cantidades de agua, convertidas, de forma inmediata, en residuales, que arrasarían las diversas sustancias contaminantes usadas en procesos de teñido. Estrabón(20) se refiere así a las numerosas tintorerías de Tiro “de las que la ciudad, a la vez que se convertía en un lugar desagrable para vivir, se hacía rica”.

 * * * * *

La denominada “contaminación acústica”, otro de los graves problemas que padecen las modernas ciudades mediterráneas, era también conocida por los romanos. En la época imperial, Horacio(21) no cesaba de lamentarse del “humo, la riqueza y el ruido de Roma”. Juvenal(22) se lamentaban con suma amargura del agotador y constante bullicio de la gran Urbe: “En Roma muchos enfermos mueren de insomnio... ¿En qué apartamento alquilado se puede conciliar el sueño? En Roma dormir cuesta un ojo de la cara”. Horacio(23) se preguntaba si podía ser factible escribir sus versos en un mundo tan caótico, concluyendo: “Todos los escritores sin excepción aman los bosques y evitan la ciudad”.
Marca de ruedas de carros en una calle de Pompeya
Una interesante catalogación de ruidos urbanos nos la obrece Séneca(24), quién habitó un tiempo en la ciudad de Bayas, cerca de Nápoles, el sitio de recreo de la aristocracia romana, residiendo encima de un establecimiento público de baños, uno de los sitios más concurridos por los romanos:
            “Imáginate toda clase de sonidos capaces de provocar la irritación de los oídos. Cunado los más fornidos atletas se ejercitaban moviendo las manos con las pesas de plomo(…) escucho sus gemidos (…) Más si llega de repente el jugador de pelota y empieza a contar los tantos, uno está perdido. Añade asímismo al camorrista, al ladrón atrapado, y a aquel otro que se complace en oír su voz en el baño; asimismo, a quienes saltan a la piscina produciendo gran estrépito con todas las zambullidas. Aparte de estos (…) piensa en el depilador que, de cuando en cuando, emite una voz aguda y estridente para hacerse más de notar y que no calla nunca sino cuando depila los sobacos y fuerza a otro a dar gritos en su lugar. Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero, al pastelero y a todos los vendedores ambulantes (…)los carros que cruzan veloces las calles (…) mi inquilino carpintero (…) mi vecino aserrador, o (…) aquel que (…) ensaya con sus trompetillas y sus flautas, y no canta, sino que grita (...)”
Marcial, después de haber descrito en uno de sus epigramas(25) todos los tipos de sonidos que podían oírse en Roma e impedian dormir y oponer luego a ese cuadro de locura la idílica descripción de un ambiente campestre, acaba su reflexión con estas palabras: “Me despiertan las risas de la multitud que pasa y tengo a Roma sobre mi cama. Aburrido con tanto fastidio, cuando quiero dormir me escapo al campo”
Las fuentes dan la impresión de que tras una frenética mañana las horas de la tarde eran mucho más relajadas y silenciosas, se iba a las termas. Pero por la noche no faltaban los ruidos: carruajes que traqueteaban, peleas entre transeúntes, cubos de agua tirados a la calle, cuadrillas de borrachos, las rondas nocturnas de los vigiles... Juvenal(26) enumera todos los ruidos nocturnos protagonizados por gente pobre desesperada, ladrones profesionales, esclavos e incluso grupos de jóvenes de clase alta aficionados a las emociones fuertes y las tabernas romanas.
Luego estaba el tráfico, que también era un problema en Roma por el gran movimiento de carros y otros vehículos. Para aliviar tal congestión disposiciones de época cesariana prohibieron cualquier circulación rodada en la ciudad entre la salida del sol y dos horas antes de su puesta, excepto para los vehículos de servicios públicos. Se formaba, por tanto, una “hora punta” entre cuatro y seis de la tarde aproximadamente. Además tal normativa trasladó el grueso de la contaminación acústica a la noche. Entonces el estruendo de los carros no dejaba dormir y reemplazaba a la pesada carga de los decibelios que, originados por diversos focos de ruido (talleres, obras de construcción, mercado, o las termas), debían padecer de día los sufridos romanos. Durante éstas tampoco era fácil circular para los peatones de tan multitudinaria ciudad. Escribía Juvenal(27):
            “A mi, con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha por delante, y el gentío que me sigue por detrás formando una cola interminable me oprime los riñones. Uno me larga un codazo, otro me da duramente con una barra, éste me sacude la cabeza con una percha y áquel con un barrio. Voy con las piernas perdidas de basura y barro, todo son pisotones...”

* * * * * * * * * *

-->
1 Liv., 5, 55, 2-5
2 Juvenal, 3, 6-8
3 Frontin., 2, 88; Tac., Hist. , 2, 94
4 Seneca, Ep. ad. Luc. , 104, 6
5 Frontin., De Aq. , 8
6 Vitrubio, De Arch ., 8, 3, 6
7 Vitrubio, De Arch. , 8, 4, 1-2
8 Vitrubio, De Arch. , 8, 6, 15
9 Vitrubio, De Arch. , 8, 2, 1
10 Plinio, N.H ., 31, 32
11 Plinio, N.H ., 31, 40
12 Plinio, N.H. , 31, 55
13 Estrabón, 6, 2, 4
14 Silio Itálico, Pun ., 1, 42-54
15 Vitrubio, De Arch. , 8, 6, 10-11
16 Plinio, N.H. , 15, 59-67
17 Hesíodo, T.D. , 757-759
18 Estrabón, 5, 3, 8
19 Estrabón, 3, 2, 8
20 Estrabón, 16, 757
21 Horacio, Carm . 3, 29, 12
22 Juvenal, 3, 243-250
23 Horacio, Epist.,  2, 2, 65-80
24 Séneca, Epist. Mor.,  56, 1-4
25 Marcial, 12, 57
26 Juvenal, 3, 232-236, 268-314
27 Juvenal, 3, 243-250