Escrito por Laura Díaz López
Salida de la cloaca máxima directamente al rio Tiber |
Roma, siguiendo los cánones establecidos con anterioridad
por el urbanismo helenístico, aplicó, por lo general, un mismo concepto común
en la planificación de sus ciudades-basado en el campamento militar-que puede
hallarse a lo largo y lo ancho de su Imperio: un cuadrado-rectángulo, rodeado
por murallas, con cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales que daban
acceso a dos vías principales (cardus y decumanus) que se
cruzaban en perpendicular, marcando el trazado del resto de vías de la reticula
urbana. Este cuidado diseño espacila debía quedar perfectamente complementado
con todas las prescripciones de que se hace eco Vitrubio sobre las condiciones
higiénicas que debían de darse en los emplazamientos urbanos.
Pero aquel prototipo urbano teórico basado en la
ordenación y la sanidad no siempre pudo aplicarse con rigor. Es más, la propia
Roma, la capital del Imperio, ubicada junto a un río contaminado como era el
Tíber, se fue desarrollando irregularmente en torno a él(1), entre siete colinas,
en medio de una región pestilente, violando los más elementales principios de
salubridad pública aconsejados en sus obras por Vitrubio y nunca respondiendo
al modelo helenístico indicado. El propio foro republicano -el centro de
decisiones del orbe mediterráneo- fue originalmente, de hecho, una zona
pantanosa. Ya en el período monárquico
hubo de emprenderse complejos proyectos de drenaje y saneamiento pero la
humedad del lugar sería siempre un problema. Por añadidura, sus barrios fueron
creciendo de una forma desordenada y sin control y si bien ciertas partes de la
ciudad fueron reordenadas después del incendio del año 64 bajo el gobierno de
Nerón, y algunos emperadores levantaron nuevos foros bien planificados, un
replanteamiento urbanístico general sería siempre imposible y hizo más
acuciantes las consecuencias de la masificación demográfica.
Aquella enorme aglomeración humana que era la ciudad de
Roma, así como otras muchas habidas en otras partes del Imperio, impactaron muy
negativamente sobre su entorno cultural y sus recursos faunísticos y vegetales
alterando el equilibrio de los ecosistemas y generando específicos problemas
ecológicos urbanos, que ya presagiaron los que padecemos hoy. El medio ambiente
de las ciudades fue ya observado críticamente por los autores de la Antigüedad.
También otras grandes poblaciones, como Atenas o Alejandría, sufrieron
similares lacras: hacinamiento, polución de agua y aire, ruido, acumulación de
desechos, epidemias...Un autor satírico como era Juvenal(2) relata las
incomodidades urbanas múltiples de entonces que hacían añorar la vita beata en
las villae rurales: congestión en el tráfico, incendios, obras públicas
que destruían la belleza de los parajes en torno a Roma, desechos domésticos
arrojados a las calles, e incluso el incremento del vandalismo y la
criminalidad como los resultados del hacinamiento humano.
* * * * *
Cuando existía gran “acumulación” humana en una ciudad
los problemas de contaminación surgían, afectando a los espacios físicos, el
agua y el aire. La polución no produciría en la Edad Antigua los nocivos
efectos de hoy, pero hubo pocos medios ya para impedirse la contaminación de
aire y agua. Como para el calor, la cocina y la iluminación se dependía de
antorchas, de lámparas de aceite, o de braseros de carbón, los humos producían
a menudo una atmósfera irrespirable, a la que se sumaban las emanaciones
procedentes de panaderías, hornos de termas, talleres de fundición y de
cerámicas, y los frecuentes incendios, formándose una neblina familiar a los romanos(3). Séneca(4) nos describe su huida de la ciudad por motivos de salud,
diciendo que dejaba, por fin, a sus espaldas el aire malsano de Roma y el olor
a las cocinas humeantes. La diferencia con nuestros actuales smog radica en la clara naturaleza química de los contaminantes y sus índices de
concentración. También el aire resultaba a menudo irrespirable por los fétidos
olores producidos por las cloacas en mal estado(5).
Tuberias de plomo en la entrada de una casa de Herculano |
Junto al aire, otro medio a menudo contaminado era el
agua. Los tratadistas antiguos ya percibieron con claridad la relación entre la
pureza de los manantiales y la salud humana. Así, Hipócrates, en el capítulo 7
de su tratado Sobre aires, aguas, lugares o el ya mencionado Vitrubio(6),
quién nos sugiere métodos para controlar su calidad(7), y para filtrarla(8). En una
atmósfera límpida y respirable, como la de entonces, libre de los múltiples
elementos contaminantes que la afectan hoy, no sorprende leer en su obra que el
agua de lluvia tenía grandes cualidades salutíferas(9). Pero Plinio expresa otra
opinión(10), observando que ese agua pluvial, al caer, podía quedar contaminada
por las exhalaciones de la tierra. Sin embargo había remedios para purificar el agua, y
todos sabían en su época que el agua hervida era más sana(11).
La polución del agua se hacía mucho más acuciante en las
ciudades, donde las aguas residuales de las cloacas y las basuras podían
contaminar la capas freáticas, ríos y manantiales. No es de extrañar, por
ejemplo, que en toda la literatura romana sólo una vez se mencione beber agua
en el río Tíber, aunque paradójicamente en la Isla Tiberina hubiera un
santuario dedicado precisamente al dios de la salud, Esculapio. Otros factores
ocasionales podían provocar la contaminación de las aguas, como, por ejemplo,
los sacrificios cruentos o las batallas libradas junto a los cursos fluviales
Tanto Plinio(12) como Estrabón(13) señalaban como en Olimpia la corriente del río
Alfeo iba turbia por la sangre de los numerosos sacrificios allí celebrados. La
clara conciencia de la contaminación de los ríos a raíz de grandes batallas
estuvo muy viva en el mundo romano. Así lo vemos en el poeta Silio Itálico(14),
con relación a las que libró Aníbal en Italia.
Por ello había que buscar el agua en fuentes limpias y
lejanas, trayéndola en acueductos, costosas y largas construcciones que también
tenían su impacto medioambiental en áreas rurales periurbanas, al sustraerles
sus recursos acuíferos. Cuando todos los acueductos de Roma estaban funcionando
al unísono, aportaban una corriente de agua al menos un tercio mayor que el
cuadal medio del Tíber. Una vez en la
ciudad, una gran parte se conducía a varios depósitos donde era filtrada y
desprovista de cualquier sedimento, garantizándose así su limpieza. Desde allí
era llevada por tuberías a puntos de abastecimiento establecidos: fuentes
públicas, cisternas, edificios oficiales, baños, viviendas...
Vitrubio sabía ya que las tuberías de plomo, de uso
frecuente en aquel tiempo, podían ser peligrosas para la salud, y sostenía que
debían hacerse de terracota(15). Dicho metal era contaminante si el agua era
ácida También había bastante peligro de lento envenenamiento si se consumían
alimentos ácidos preparados y servidos en recipientes de plomo y de plata El
examen de varios restos óseos humanos ha mostrado de hecho altos niveles de
concentración de plomo en los huesos. La salud humana no sólo se veía afectada
por estos factores, sobre cuya peligrosidad no había ideas claras. Otras veces
la contaminación era provocada de formas más o menos consciente por una
adulteración de alimentos mediante diversos procedimientos. Plinio, por
ejemplo, nos señala medios naturales para conservar algunos productos(16).
Tampoco faltaron métodos para alterarlos con fines de lucro utilizando algunas
sustancias nocivas.
Inscripción en Herculano en el que el edil prohibe arrojar basura a la calle |
Otro importante problema de “ecología urbana” debió ser
desembarazarse de las basuras. En Roma eran un grave problema pues la Urbe, a
causa de su enorme tamaño, generaba grandes cantidades y podía potencialmente
dañar más su entorno que otras ciudades. Como no había un servicio público de
recogida, los desechos sólidos eran arrojados a la calle o al río donde se
pudrían muy lentamente, ensuciaban a los transeúntes y creaban focos de
polución, atrayendo ratas e insectos.
Tal situación, sumada al hacinamiento humano, propiciaba
la propagación rápidas de enfermedades epidémicas, como por ejemplo la peste,
que causó grandes estragos durante la Antigüedad. Así en la época imperial
romana conocemos algunas gravísimas epidemias. Bajo Nerón hubo una que provocó
la muerte de treinta mil personas, pero la peor sucedió bajo Marco Aurelio. La
trajeron los soldados romanos que había combatido en el frente oriental del
Eúfrates, y eliminó un tercio de la población de la población del Imperio. Con
razón había en Roma varios altares consagrados a la diosa Febris (Fiebre).
La peste, al despoblar los campos, suponía además una caída de la produción
agrícola, lo cual provocaba inmediatas hambrunas.
Los hábitos higiénicos modernos, por supuesto, no estaban
arraigados. Ya el poeta griego Hesíodo advertía en el siglo VII a.C.(17): “Nunca
te orines en las desembocaduras de los ríos que afluyen al mar ni en las
fuentes”. Asimismo nos han llegado numerosas inscripciones con claras
advertencias prohibiendo arrojar desechos a los ríos, a los espacios públicos y
en las tumbas ya que, al ubicarse las necrópolis fuera de las murallas, solían
ser usadas como vertederos. Como en las ciudades, gran mayoría de las viviendas
no tenían agua corriente (se usaban las fuentes y las letrinas públicas), la
eliminación de basuras y aguas residuales constituía un grave problema, aún
disponiéndose de red de cloacas, que a veces solo evacuaban las zonas
principales, no los barrios míseros, que en general solían carecer de las
mismas. Los romanos consideraron esencial para la salubridad urbana disponer de
acueductos, termas y redes de alcantarillado, que ya entonces suscitaron enorme
aprecio popular. Estabón(18) aludiría a
los avances romanos en esta materia respecto a los griegos, pero escribe en un
momento en que Roma estuvo bajo supervisión de un curator aquarum
excepcional, Agripa, quién restauraría el Aqua Marcia, erigiría nuevas
conducciones y restructuraría la Cloaca Maxima.
Disponer de acueductos era fundamental para mantener la
limpieza de las cloacas urbanas y evitar malor olores. No debe extrañar, por
ello, que la construcción y el mantenimiento de aquellas obras públicas de
interés prioritario fuesen temas tratados particularmente en los estatutos de
Urso e Irni, como debían serlo de modo muy similar en la misma capital del
Imperio. Pero aún así no faltaban inconvenientes. En Roma gran parte de los
desechos urbanos eran evacuados hasta el contaminado río Tíber a través de las
alcantarillas y llevados más allá de Ostia hasta el mar. Sin embargo, durante las
crecidas, consecuencia de la deforestación de su cuenca fluvial, las aguas del
río ascendían por las cloacas e inundaban partes bajas de la ciudad. Lo
demuestra el edictum de cloacis, que obligaba a facilitar su limpieza y
preparación.
Finalmente, podemos citar como precaución
anticontaminante, observada durante la Antigüedad, la ubicación de las
necrópolis fuera de las murallas. Los cadáveres eran siempre una potencial
fuente de enfermedades, de modo que fue casi universal la prohibición de
enterrar dentro de las ciudades.
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Atrio de la fullonica de Sthepanus en Pompeya |
Aunque para la Antigüedad conviene hablar más que de
industria, en el sentido actual del término, de modestas actividades
artesanales, sector económico menos importante que la agricultura, todos los
talleres no dejaban de provocar humo, polvo y olores que contaminaban el aire y
hacían la vida insalubre e incómodo en ciudades y campos. No se contaba
entonces con tecnología ambiental, si bien se tomaron algunas prevenciones. Por
ejemplo, el ya citado estatuto de Urso disponía que las alfarerías, donde
frecuentemente funcionaban varios hornos, debían emplazarse a cierta distancia
fuera de las murallas para evitar molestias. En En Hispania, por ejemplo, como
señala Estrabón(19), se construyeron chimeneas altas para alejar los densos y
nocivos vapores de los hornos de mercurio.
A causa del reducido tamaño de las industrias antiguas,
más si se las compara con las modernas, su impacto ecológico no alcanzó los
tintes alarmantes de hoy, pero no por ello dejaron de provocar las negativas
secuelas medioambientales, así las que implicaban la extracción de diferentes
sustancias básicas para la elaboración de cerámica, ladrillos y tejas
(arcilla), vidrio (arena), concreto y mortero, fertilizantes, etc. Muchos de
tales talleres estaban en los cinturones de ciudades como Roma, a cuyo entorno
ambiental afectaban al producir los pozos, los túneles, subterráneos, que
exponían el paisaje a la erosión y facilitaban el vertido de productos químicos
en el agua por encima de lo normal.
Una de las industrias más extendidas sería la elaboración
de los productos cerámicos, sostenida por multitud de talleres y hornos La
arcilla fue entonces la materia prima más usual-bastante al estilo de nuestros
modernos plásticos-y hoy suele de hecho asociarse los yacimientos arqueológicos
romanos con la aparición de importantes cantidades de restos cerámicos que
normalmente son los vertederos donde tales factorías echaban sus desechos. En
Roma, es más, llegó a configurarse una nueva colina con los vertidos cerámicos
del puerto, el Testaccio. No debemos olvidar que los hornos además que
necesitaban enormes cantidades de combustible (madera) y mucha agua, evacuada
como residual, propiciando la deforestación del entorno, a lo que se sumaban
las emisiones de humos.
Otra industria urbana causante de polución fueron las
batanerías (fullonicae). A tenor de los grandes depósitos que presentan,
debían consumir considerables cantidades de agua, convertidas, de forma
inmediata, en residuales, que arrasarían las diversas sustancias contaminantes
usadas en procesos de teñido. Estrabón(20) se refiere así a las numerosas
tintorerías de Tiro “de las que la ciudad, a la vez que se convertía en un lugar
desagrable para vivir, se hacía rica”.
* * * * *
La denominada “contaminación acústica”, otro de los
graves problemas que padecen las modernas ciudades mediterráneas, era también
conocida por los romanos. En la época imperial, Horacio(21) no cesaba de
lamentarse del “humo, la riqueza y el ruido de Roma”. Juvenal(22) se
lamentaban con suma amargura del agotador y constante bullicio de la gran Urbe:
“En Roma muchos enfermos mueren de insomnio... ¿En qué apartamento alquilado
se puede conciliar el sueño? En Roma dormir cuesta un ojo de la cara”. Horacio(23)
se preguntaba si podía ser factible escribir sus versos en un mundo tan
caótico, concluyendo: “Todos los escritores sin excepción aman los bosques y
evitan la ciudad”.
Marca de ruedas de carros en una calle de Pompeya |
Una interesante catalogación de ruidos urbanos nos la
obrece Séneca(24), quién habitó un tiempo en la ciudad de Bayas, cerca de
Nápoles, el sitio de recreo de la aristocracia romana, residiendo encima de un
establecimiento público de baños, uno de los sitios más concurridos por los
romanos:
“Imáginate
toda clase de sonidos capaces de provocar la irritación de los oídos. Cunado
los más fornidos atletas se ejercitaban moviendo las manos con las pesas de
plomo(…) escucho sus gemidos (…) Más si llega de repente el jugador de pelota y
empieza a contar los tantos, uno está perdido. Añade asímismo al camorrista, al
ladrón atrapado, y a aquel otro que se complace en oír su voz en el baño;
asimismo, a quienes saltan a la piscina produciendo gran estrépito con todas
las zambullidas. Aparte de estos (…) piensa en el depilador que, de cuando en
cuando, emite una voz aguda y estridente para hacerse más de notar y que no
calla nunca sino cuando depila los sobacos y fuerza a otro a dar gritos en su
lugar. Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero, al
pastelero y a todos los vendedores ambulantes (…)los carros que cruzan veloces
las calles (…) mi inquilino carpintero (…) mi vecino aserrador, o (…) aquel que
(…) ensaya con sus trompetillas y sus flautas, y no canta, sino que grita
(...)”
Marcial, después de haber descrito en uno de sus epigramas(25)
todos los tipos de sonidos que podían oírse en Roma e impedian dormir y oponer
luego a ese cuadro de locura la idílica descripción de un ambiente campestre,
acaba su reflexión con estas palabras: “Me despiertan las risas de la
multitud que pasa y tengo a Roma sobre mi cama. Aburrido con tanto fastidio,
cuando quiero dormir me escapo al campo”
Las fuentes dan la impresión de que tras una frenética
mañana las horas de la tarde eran mucho más relajadas y silenciosas, se iba a
las termas. Pero por la noche no faltaban los ruidos: carruajes que
traqueteaban, peleas entre transeúntes, cubos de agua tirados a la calle,
cuadrillas de borrachos, las rondas nocturnas de los vigiles...
Juvenal(26) enumera todos los ruidos nocturnos protagonizados por gente pobre
desesperada, ladrones profesionales, esclavos e incluso grupos de jóvenes de
clase alta aficionados a las emociones fuertes y las tabernas romanas.
Luego estaba el tráfico, que también era un problema en
Roma por el gran movimiento de carros y otros vehículos. Para aliviar tal
congestión disposiciones de época cesariana prohibieron cualquier circulación
rodada en la ciudad entre la salida del sol y dos horas antes de su puesta,
excepto para los vehículos de servicios públicos. Se formaba, por tanto, una
“hora punta” entre cuatro y seis de la tarde aproximadamente. Además tal
normativa trasladó el grueso de la contaminación acústica a la noche. Entonces
el estruendo de los carros no dejaba dormir y reemplazaba a la pesada carga de
los decibelios que, originados por diversos focos de ruido (talleres, obras de
construcción, mercado, o las termas), debían padecer de día los sufridos
romanos. Durante éstas tampoco era fácil circular para los peatones de tan
multitudinaria ciudad. Escribía Juvenal(27):
“A
mi, con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha por delante, y el
gentío que me sigue por detrás formando una cola interminable me oprime los
riñones. Uno me larga un codazo, otro me da duramente con una barra, éste me
sacude la cabeza con una percha y áquel con un barrio. Voy con las piernas
perdidas de basura y barro, todo son pisotones...”
* * * * * * * * * *
1 Liv., 5, 55, 2-5
2 Juvenal, 3, 6-8
3 Frontin., 2, 88;
Tac., Hist. , 2, 94
4 Seneca, Ep. ad.
Luc. , 104, 6
5 Frontin., De Aq. , 8
6 Vitrubio, De
Arch ., 8, 3, 6
7 Vitrubio, De
Arch. , 8, 4, 1-2
8 Vitrubio, De
Arch. , 8, 6, 15
9 Vitrubio, De
Arch. , 8, 2, 1
10 Plinio, N.H .,
31, 32
11 Plinio, N.H .,
31, 40
12 Plinio, N.H. ,
31, 55
13 Estrabón, 6, 2,
4
14 Silio Itálico,
Pun ., 1, 42-54
15 Vitrubio, De
Arch. , 8, 6, 10-11
16 Plinio, N.H. , 15, 59-67
17 Hesíodo, T.D. ,
757-759
18 Estrabón, 5, 3,
8
19 Estrabón, 3, 2, 8
20 Estrabón, 16,
757
21 Horacio, Carm .
3, 29, 12
22 Juvenal, 3,
243-250
23 Horacio,
Epist., 2, 2, 65-80
24 Séneca, Epist.
Mor., 56, 1-4
25 Marcial, 12, 57
26 Juvenal, 3,
232-236, 268-314
27 Juvenal, 3, 243-250