Reconstrucción ideal de las termas de Caracalla |
“El vino, el sexo y los baños arruinan nuestros
cuerpos, pero el vino, el sexo y los baños hacen que tengamos una buena
vida” (CIL VI 15258)
Bajo el cristal opaco de una cierta
idealización no exenta de admiración y cierta envidia, hoy solemos pensar en
unas termas romanas de la Antigüedad como hermosos lugares plagados de lujos,
mármoles brillantes de cien colores, piscinas cristalinas, grandes y luminosos
ventanales, y obras de arte, donde múltiples esclavos atenderían todos y cada
uno de nuestros caprichos mientras nuestras preocupaciones se reducirían a
entregarnos al placer, la relajación, el ocio y las relaciones sociales. Ante
nuestros ojos desfilan las termas de Caracalla o Diocleciano, aquellas que
atestadas de carteles explicativos pueblan los libros, o las más modernas
reconstrucciones digitales... Sin embargo-como decía Tiberio Claudio Segundo en
la lápida que le dedicó su compañera Mérope-si “los baños hacen que tengamos
una buena vida” a un mismo tiempo “arruinan nuestros cuerpos”. ¿La causa? No
eran tan higiénicas como por lo general pensamos.
No es muy difícil imaginar el estado
del agua de una piscina de las termas de Caracalla o de Diocleciano un día
cualquiera después de que se hubieran bañado en ella las 1.800 o 3.000 personas
para las que tenían, respectivamente, capacidad esos dos complejos, con sus
diferentes aportaciones de ungüentos, cosméticos, cremas y perfumes; suciedad,
polvo y barro de las vías; restos de diversa índole en la piel de los usuarios
fruto del desempeño de sus oficios o de sus ocupaciones domésticas -tales como
hollín de las cocinas o grasa animal de los carniceros, los curtidores y
zapateros-; y, por supuesto, sudor.
Al contrario que los complejos termales
de la actualidad no existía un “baño previo” anterior al disfrute de las
piscinas, por lo que la totalidad de estos y otros focos de suciedad acababan
siendo eliminados en un mismo agua común a todos los usuarios. Es más, darse
aceites en el cuerpo y, más tarde, aclararse, como un acto previo al baño,
significaba solamente que una persona encargada del mantenimiento de las termas
fregaba los diversos líquidos derramados introduciéndolo dentro de las
piscinas. Así mismo aunque existían letrinas dentro de los complejos no todos
los usuarios recurrían a ellas, ya fuera por pereza o falta de tiempo, y
Marcial habla sin tapujos de las heces que acababan flotando en el agua
Así pues, las piscinas termales, tras
uno o varios días de uso, se asemejarían más a cenagales de agua estancada que
a los estanques cristalinos de tantas reconstrucciones idealizadas. No extraña
por tanto que los más ricos prefirieran disponer de termas privadas en la
seguridad y limpieza de sus casas. Marco Aurelio quién, al contrario que otros
emperadores con afán populista, al parecer nunca se dejó ver por ninguna terma
pública, escribiría: “¿Qué os han parecido los baños? Aceite, residuos
asquerosos, agua cenagosa, todo repugnante” (Meditaciones, 8.24)
Termas romanas de Bath |
A esta deplorable situación del agua,
consecuencia de su utilización, debemos añadir que, al contrario también que en
época moderna, no había ni cloración, ni salinización, de las piscinas, ni
ningún procedimientos similar pensado para mitigar los efectos de los
diferentes detritos corporales. Para empeorar la situación, el agua de las
piscinas no se cambiaba con frecuencia, ya que se carecía de sistemas
hidráulicos complejos, adaptados a la realidad de la vida urbana, que
permitieran no ya la introducción sino la extracción de enormes volúmenes de
líquido de forma diaria y rápida en unas instalaciones por lo general
ubicadas-para mayor dificultad-en el mismo centro urbano. Si bien hubo diversos
intentos de introducir en ellas un flujo ininterrumpido de agua nueva y limpia,
que habría contribuido hasta cierto punto a diluir toda la porquería, es
imposible saber el alcance y éxito de esa medida.
En otras palabras: toda la suciedad,
mugre, fluidos corporales, excreciones y gérmenes de la gente eran compartidos
rápidamente por el resto de bañistas. La situación debía ser especialmente
grave en las salas calientes, cuyo ambiente caldeado y húmedo favorecería, sin
duda, la existencia de una masa efervescente y creciente de bacterias y virus,
un caldo de cultivo de lo más adecuado para todo tipo de enfermedades. El
médico romano Celso, de hecho, aconsejó no acudir a las termas cuando se tiene
una herida abierta pues “por lo general acaba en gangrena”.
Sin embargo, a pesar de que toda esta
combinación de hechos -suciedad, hacinamiento, calor y humedad- propiciaba el
contagio rápido y fácil de enfermedades, no hay más indicaciones de que nadie
más fuese en absoluto consciente del peligro. De hecho, una recomendación
médica típica era “tomar baños”, así que en realidad se animaba a los enfermos
a contagiar sus males a otros mientras se contraían nuevas enfermedades en el
agua que se suponía debía curarlos.
En conclusión, puede que las termas
fueran un lugar asombroso, lleno de hermosura y de mil placeres para el bañista,
pero también había podido acabar con su vida. De hecho, así fue a veces:
“Daphnus y Chryseis, libertos de Laco, erigen esta
lápida en amado recuerdo de su querido Fortunato. Vivió ocho años. Pereció en
la piscina de los Baños de Marte” (CIL VI, 16740)
Bibliografía
- López Monteagudo, G.: "Termas y tecnología del agua", Termalismo antiguo: I Congreso peninsular: Amedillo (La Rioja), 3-5 octubre 1996, 1997, págs. 453-466.
- Mora Rodríguez, G.: "La literatura médica clásica y la arquitectura de las termas medicinales", Espacio, Tiempo y Forma. Serie II. Historia Antigua, número 5, 1992, págs. 121-132,
- Goycoolea Prado, R. "De las termas al excusado": una historia de la vida privada a través del desarrollo del baño", A Parte Rei: Revista de filosofía, número 14, 2001.