Escrito por Laura Díaz López
A pesar del peligro de provocar un
bajo recambio generacional en una época con enorme mortandad infantil,
prácticamente todas las civilizaciones antiguas buscaron métodos más o menos
eficaces de limitar embarazos y nacimientos, de ahí que encontremos gran
cantidad de métodos anticonceptivos y abortivos en las fuentes literarias y
médicas romanas. No obstante, los autores no olvidaban que la paternidad o la
maternidad no deseada no eran los únicos riesgos de mantener relaciones
sexuales, por ello sus obras contienen también información detallada sobre
varias enfermedades venéreas que en ocasiones llegaron a ser una verdadera
pandemia.
Métodos anticonceptivos
A la hora de evitar embarazos no
deseados, la mujer romana -no parece que fuera un tema que a los hombres les
preocupara mucho- podía elegir entre tres opciones: la abstinencia, la ciencia
mágica y la ciencia médica. De la primera no hay evidencias claras de su uso,
es más, cualquier mención a la misma indica por el contrario que nunca se
empleo seriamente como método anticonceptivos.
El uso de amuletos, por el contrario,
estaba muy extendido, sobre todo entre las clases bajas. Entre otros
encontramos hígado de pato colgado del pie izquierdo, larvas de araña
encerradas en una piel de gamuza que debía colocarse del cuello antes de la
salida del sol o un trozo de matriz de leona en un tubo de marfil. Se trataba
sin duda de supersticiones sin ninguna eficacia probada, sin embargo nos
equivocaríamos si creyéramos que solo recurrían a ellos personas no instruidas.
El propio Plinio el Viejo en su obra recomendaba algo parecido: ingerir apio
silvestre o raíces de helecho al tiempo que se colocaba sobre el vientre un
saco de piel de cuervo que contuviera dos larvas de tarántula.
En cuanto a métodos médicos, el más
popular de todos parece haber sido el coitus
interruptus. Sorano de Éfeso, que escribiera un exhaustivo estudio
de la práctica de la ginecología y obstetricia clásica, con un alto nivel para
la época, aconsejaba: “en el momento más crítico del coito, cuando el hombre
esté próximo a descargar la simiente, la mujer debe contener la respiración y
retirarse un poco, de manera que la simiente no sea depositada demasiado
profundamente en la cavidad uterina. Entonces, la mujer debe levantarse
inmediatamente, acuclillarse, inducirse el estornudo y limpiar la vagina en su
alrededor y quizás tomar además algo frío”
El recurso a esta práctica podía
reforzarse bebiendo determinado tipos de pociones, la mayoría de ellas de forma
regular todos los meses o bien después de la menstruación, el momento más
fértil de una mujer según los antiguos. Hablamos de agua de cobre, infusiones
de corteza de sauce con miel, mezclas con granos de clavo, pimienta y azafrán,
hojas de calabaza... siempre disueltas en vino. El vino era el gran
anticonceptivo por antonomasia para los antiguos romanos, hasta el punto de no
permitir su consumición a las matronas.
Si tales métodos no convencían
siempre quedaba el recurso a diverso tipo de ungüentos, consistente básicamente
en impregnar mechones de lana fina con diversas mezclas e introducirlos en la
vagina unas horas antes de la relación sexual para después retirarlos concluido
ésta. Podía elegirse entre aceite de oliva rancio o mirto, miel, resina de
cedro, savia de bálsamo, plomo blanco, alumbre húmedo, jugo de albayalde.
Aunque recientemente se ha demostrado que varias de estas hierbas tienen
efectivamente propiedades anticonceptivas, otras en cambio solo debían provocar
terribles infecciones. Ya Sorano advertía a menudo sobre sus posibles efectos
secundarios, principalmente de las “ulceraciones” producidas por su uso, pero
también de que podían dañar el estómago, provocar nauseas, dolores de cabeza, y
la destrucción de “todo aquello que esté vivo”
Dióscorides en “De materia médica”
también habla de ungüentos para el útero. Pero, además, es el único autor que
dedica un capítulo a la anticoncepción masculina. Habla en concreto de nesturtium (una variedad de barro), el
eneldo (que debilitaba el esperma), los cañamones (que lo suprimían), tisanas
de sauce o nenúfar (que tomada en ayunas podía también eliminar los sueños
eróticos), y el periklymenon (quizás madreselva). Tales sustancias podían ser
consumidas como tisanas o untadas directamente sobre el glande para prevenir el
embarazo. No obstante, Dioscórides advierte: su uso moderado provocaba
esterilidad temporal, el prolongado causaba esterilidad definitiva.
En este apartado nos quedarían tan
solo dos métodos más que mencionar: el sexo anal y el recurso a los eunucos,
bien operados de niños -opción poco popular por la forma del órgano que
quedaba- o ya de adultos en el momento en que el órgano alcanzaba las dos
libras de peso y el punto deseado de madurez. Este era el más practicado, pues
no afectaba a la virilidad y daba suavidad.
Por último, no debemos olvidar que a
pesar del uso de métodos anticonceptivos, muchas mujeres no los usaban o bien
no resultaban eficaces, por lo que el posterior abandono del hijo era inevitable.
El destino de este niño era o la muerte o la esclavitud.
Métodos abortivos.
Suponían en todos los casos un gran
riesgo para la vida de la mujer, que solían practicarlos siempre de forma
clandestina, ya que desde el punto de vista legal solo el padre podía autorizar
el aborto y la madre podría sufrir pena de muerte de ser descubierta por privar
a Roma de un posible ciudadano.
Las causas eran diversas: no
arriesgar la vida en el parto, ocultar un infidelidad, conservar un buen
cuerpo, imposibilidad de ocuparse de un bebé...
Se trataba en su mayoría de métodos
no cruentos sino mecánicos que buscaban inducir el aborto y no provocarlo.
Sorano nos describe algunos: ejercicios enérgicos, cargar pesos, saltar con
violencia, caminatas enérgicas durante los 30 días siguientes a la concepción
seguidas de fuertes ejercicios, un régimen estringente de unos tres días previo
a la aplicación de un tampón impregnado de productos supuestamente abortivos,
como alhelí blanco, cardamomo, azufre, absenta o mirra con agua... De igual
forma encontramos el consabido recursos a la consumición de hierbas, bien
mediante infusión -semilla de lino, malva o abrótano...-, lavativas -aceite de
lino, absenta con miel...-, cataplasmas -lino, malvavisco- e incluso
inyecciones de aceite de lino y absenta con mil y sémola de ruda, asícomo otros
remedios, tales como baños tibios, masajes, baños de asiento...
Si todo esto fallaba, siempre
quedaban las sangría y por último la cirugía con agujas de bronce, un método al
que solo se recurría en casos desesperados porque, en caso de sobrevivir a la
hemorragia, era muy posible que la mujer quedara estéril.
Enfermedades venéreas.
El término “venéreo” procede de la
diosa Venus, diosa romana de la belleza, del amor y también de la fecundidad.
¿La razón? En primer lugar, que las enfermedades siempre se han considerado a
lo largo de la Historia como un castigo divino, una especie de penitencia en
vida por acciones innobles o inmorales; y en segundo lugar, que este tipo de
mal precisa de un contacto íntimo para su contagio y propagación. El término,
con todo, es moderno; los romanos las denominaban morbus incidens.
Con todo, sí tenían un “mal de Venus”
o lues venerea, cuyos síntomas eran muy
similares a los de la sífilis. Silenciada por vergonzosa, es ya conocida en
época republicana, siendo Celso (30-50 a.C.) el primero en describirla en su
“Tratado de Medicina”.
Otra enfermedad considerada una forma
extrema del mal de Venus fue la elefantiasis, descrita por Areteo de Capadocia
(siglos I - II d.C) de la siguiente forma:
“Cuando la enfermedad se declara por
tan violenta erupción, las herpes invaden los dedos, las rodillas y la barba;
los pómulos se inflaman y enrojecen; los ojos pierden su fulgor y toman un
color cobrizo. Las ya calvas cejas se fruncen cargadas de granos negros, de
forma que los ojos están siempre velados bajo las profundas arrugas que se
cruzan por encima de los párpados… toda la superficie del cuerpo se contrae en
arrugas callosas o en grietas negras, que la cortan como un cuero. De ahí
deriva el nombre de la enfermedad. Ni la planta de los pies ni aun los talones
están libres de estos estragos, cortándose también en profundas grietas. Suele
también suceder que los miembros mueren antes que el sujeto, hasta el punto de
separarse del cuerpo, que va perdiendo así sucesivamente la nariz, los dedos,
los pies, las manos enteras, los órganos genitales… el mal no mata al enfermo
para librarlo de una vida horrible en tan crueles sufrimientos, sino después de
haberlo desmembrado”.
Los afectados no tenían más remedio
que encomendarse a Juno y otros dioses para que los curaran, o bien acudir a
médicos, a los que exigían juramentos de silencio, para que los trataran como
mejor pudieran. La curación, muy infrecuente, era después de años de sufrimiento.
Los afectados, en su desesperación solían tomar medidas drásticas que
castigaban aún más su salud o que les llevaba a contraer otras enfermedades
infecciosas.