Cuando hablamos de Roma como ciudad
es muy fácil que nos venga a la cabeza la bella maqueta de Italo Gismondi que
se exhibe en el Museo della Civiltà Romana y que nos muestra una visión muy
idealizada de la capital del Imperio en época de Constantino. La realidad, en
cambio, era distinta.
Entre setecientos cincuenta mil y un
millón de habitantes -cifra que se incrementó sin duda en época
imperial- residían a finales de la República en una ciudad cuyo suelo habitable
se veía reducido por amplias zonas ocupadas por edificios públicos y sin apenas
posibilidad de expandirse al campo a causa del cinturón verde de jardines
privados que la rodeaba. El modelo de “casa mediterránea”, o domus, de una o dos plantas, en torno a
un patio con peristilo y jardines, orientadas sus habitaciones al interior, tal
como vemos en Pompeya, no puede aplicarse a una Roma necesitada de espacio, más
semejante al puerto de Ostia, donde las casas tenían varias plantas y las
familias vivían hacinadas en estrechos apartamentos, que a la ciudad destruida
por el monte Vesubio.
En Roma, la población humilde, que
constituía la inmensa mayoría, crecía enormemente cada año, constituyendo una peligrosa
base de revueltas sociales dadas sus malas condiciones de vida. Todo intento
oficial por descargar a la capital de habitantes, fomentando la emigración
hacia las colonias o las nuevas provincias fue casi inútil. Este sector de la
población se amontonaba en los “bloques de pisos” o insulae, a veces de más de
siete plantas -altura máxima según la legislación aprobada por Augusto, ocho en
época de la dictadura de César-, pagando elevadísimos alquileres a propietarios
sin escrúpulos. Estas reducidas viviendas no disponían de agua corriente y sus
inquilinos debían usar las fuentes y letrinas públicas. Las habitaciones eran
muy pequeñas, ruidosas, con mala ventilación y peor iluminación, solían estar
sucias y malolientes y ser pasto de los insectos. No había chimeneas y al
usarse braseros de carbón vegetal para cocinar y calentarse, así como lámparas
de aceite para la iluminación, estaban siempre llenas de humos. En tales
viviendas, además, había una total falta de intimidad, ya que varias familias
podían compartir habitaciones, y al no existir pasillos y escaleras que
comunicaran pisos y viviendas, el continuo tránsito de personas se hacia a
través de los hogares. Muchos deshechos se arrojaban por las ventanas a las
calles, que eran estrechas, fangosas, sucias y sin alumbrado.
Estas viviendas, además, solían estar
mal construidas, careciendo de cimientos y estructuras sólidas, pues los
constructores reducían los materiales necesarios para obtener mayores
beneficios. A ello se añadía el problema de la peligrosa altura de los
edificios y la estrechez de las calles, por lo que los incendios y los
hundimientos eran frecuentes, siendo muy difícil salvarse.
Sabemos que se dieron algunas normas
sobre estabilidad, conservación, altura y distancia de los edificios. En lo que
respecta a la limitación de altura, el tema se documenta a partir de la
legislación imperial (Augusto, Trajano). Mucho más antigua es la normativa
sobre separación entre viviendas, que quizás remonta a la Ley de las XII Tablas
(siglo V a.C.), que prohibía que las casas tuvieran muros comunes. Luego cayó
en desuso, pero Tácito recuerda un intento de Nerón por restablecerla.
De particular interés fueron el
senadoconsulto Hosidiano de aedificis
non diruendis (44
d.C.) y el senadoconsulto Volusiano (56 d.C.). El primero puso límite a la
demolición de edificios para especular con sus materiales; al controlar el tema
de los inmuebles ruinosos, cuyo reedificación debía hacerse en poco tiempo,
buscaba evitar que los solares se convirtieran en basureros y escombreras,
generando suciedad y contaminación. Por ello Nerón, tras el incendio de Roma
del año 64, ordenó verter los escombros en los pantanos de Ostia para
desecarlos. A su vez, el senadoconsulto Volsiano estimuló la realización de
obras a fin de evitar que el suelo itálico se cubriera de ruinas.
En cuanto a los incendios, Augusto
formó una brigada de “bomberos”, si bien solo fue una medida parcialmente
efectiva. Las cohortes
vigilum se
responsabilizaban también de prevenir y combatir los fuegos. El más famoso de
todos ya le hemos mencionado: fue el que asoló Roma durante el gobierno de
Nerón que, según algunas fuentes, lo habría provocado para emprender la
necesiaria remodelación urbanística de la ciudad.