dilluns, 1 de maig del 2017

PROBLEMAS DE VIVIR EN UNA INSULA ROMANA

 


Escrito por Laura Díaz López


Cuando hablamos de Roma como ciudad es muy fácil que nos venga a la cabeza la bella maqueta de Italo Gismondi que se exhibe en el Museo della Civiltà Romana y que nos muestra una visión muy idealizada de la capital del Imperio en época de Constantino. La realidad, en cambio, era distinta.

Entre setecientos cincuenta mil y un millón de habitantes -cifra que se incrementó sin duda en época imperial- residían a finales de la República en una ciudad cuyo suelo habitable se veía reducido por amplias zonas ocupadas por edificios públicos y sin apenas posibilidad de expandirse al campo a causa del cinturón verde de jardines privados que la rodeaba. El modelo de “casa mediterránea”, o domus, de una o dos plantas, en torno a un patio con peristilo y jardines, orientadas sus habitaciones al interior, tal como vemos en Pompeya, no puede aplicarse a una Roma necesitada de espacio, más semejante al puerto de Ostia, donde las casas tenían varias plantas y las familias vivían hacinadas en estrechos apartamentos, que a la ciudad destruida por el monte Vesubio.

En Roma, la población humilde, que constituía la inmensa mayoría, crecía enormemente cada año, constituyendo una peligrosa base de revueltas sociales dadas sus malas condiciones de vida. Todo intento oficial por descargar a la capital de habitantes, fomentando la emigración hacia las colonias o las nuevas provincias fue casi inútil. Este sector de la población se amontonaba en los “bloques de pisos” o insulae, a veces de más de siete plantas -altura máxima según la legislación aprobada por Augusto, ocho en época de la dictadura de César-, pagando elevadísimos alquileres a propietarios sin escrúpulos. Estas reducidas viviendas no disponían de agua corriente y sus inquilinos debían usar las fuentes y letrinas públicas. Las habitaciones eran muy pequeñas, ruidosas, con mala ventilación y peor iluminación, solían estar sucias y malolientes y ser pasto de los insectos. No había chimeneas y al usarse braseros de carbón vegetal para cocinar y calentarse, así como lámparas de aceite para la iluminación, estaban siempre llenas de humos. En tales viviendas, además, había una total falta de intimidad, ya que varias familias podían compartir habitaciones, y al no existir pasillos y escaleras que comunicaran pisos y viviendas, el continuo tránsito de personas se hacia a través de los hogares. Muchos deshechos se arrojaban por las ventanas a las calles, que eran estrechas, fangosas, sucias y sin alumbrado.

Estas viviendas, además, solían estar mal construidas, careciendo de cimientos y estructuras sólidas, pues los constructores reducían los materiales necesarios para obtener mayores beneficios. A ello se añadía el problema de la peligrosa altura de los edificios y la estrechez de las calles, por lo que los incendios y los hundimientos eran frecuentes, siendo muy difícil salvarse.

Sabemos que se dieron algunas normas sobre estabilidad, conservación, altura y distancia de los edificios. En lo que respecta a la limitación de altura, el tema se documenta a partir de la legislación imperial (Augusto, Trajano). Mucho más antigua es la normativa sobre separación entre viviendas, que quizás remonta a la Ley de las XII Tablas (siglo V a.C.), que prohibía que las casas tuvieran muros comunes. Luego cayó en desuso, pero Tácito recuerda un intento de Nerón por restablecerla.

De particular interés fueron el senadoconsulto Hosidiano de aedificis non diruendis (44 d.C.) y el senadoconsulto Volusiano (56 d.C.). El primero puso límite a la demolición de edificios para especular con sus materiales; al controlar el tema de los inmuebles ruinosos, cuyo reedificación debía hacerse en poco tiempo, buscaba evitar que los solares se convirtieran en basureros y escombreras, generando suciedad y contaminación. Por ello Nerón, tras el incendio de Roma del año 64, ordenó verter los escombros en los pantanos de Ostia para desecarlos. A su vez, el senadoconsulto Volsiano estimuló la realización de obras a fin de evitar que el suelo itálico se cubriera de ruinas.

En cuanto a los incendios, Augusto formó una brigada de “bomberos”, si bien solo fue una medida parcialmente efectiva. Las cohortes vigilum se responsabilizaban también de prevenir y combatir los fuegos. El más famoso de todos ya le hemos mencionado: fue el que asoló Roma durante el gobierno de Nerón que, según algunas fuentes, lo habría provocado para emprender la necesiaria remodelación urbanística de la ciudad.