Escrito por José-Domingo Rodríguez Martín
Si te confundes
en una palabra... pierdes el litigio
Imaginemos un mundo donde, si tuviéramos un
problema, si sufriésemos una injusticia o nos arrebatasen algo, no tuviéramos a
quién acudir. Imaginemos por un momento que no hubiera jueces a los que pedir
tutela, que no existiera una instancia superior e imparcial que estudiase
nuestro caso con objetividad... En un mundo tal, dependeríamos de nuestra
propia fuerza para defender nuestros derechos, o en su caso, de la potencia de
la familia o del clan que nos acogiera en su seno.
Parece ser que por esta fase pre-civilizada
pasan todos los grupos humanos antes de convertirse en sociedades organizadas,
según nos cuentan los antropólogos y los historiadores del Derecho. Son duras épocas
de supervivencia pura, donde la justicia se debe obtener por los propios medios.
Es lo que estos expertos llaman hoy la "fase de autotutela", y por
desgracia a esa fase vuelven también hoy las sociedades modernas cuando la
guerra o los desastres naturales hacen desaparecer la fuerza superior del
Estado.
Los enfrentamientos entre clanes, sin
embargo, son la antesala de la guerra, pues se caracterizan por la ausencia
absoluta de proporcionalidad o racionalidad: si nos hurtáis una vaca, nos
apoderamos de un rebaño entero; si matáis a un miembro de mi familia,
asesinamos a todos vuestros parientes. Una situación de desorden cívico y
violencia generalizada que, por otra parte, es justo lo que esperan los
enemigos exteriores: ese momento de debilidad de los clanes que se enfrentan
entre sí y que los convierte en presa fácil de conquista y rapiña.
Para sobrevivir a todas estas amenazas
internas y externas, los clanes familiares se ven obligados a llegar a un
acuerdo que garantice la paz: la justicia se aplicará de modo proporcional, ojo
por ojo, diente por diente. La ley del Talión, por muy bárbara que pueda
parecer a un ciudadano moderno, es sin embargo uno de los pasos decisivos en el
progreso de la convivencia cívica, y supone el germen remoto de la justicia proporcional
que rige nuestros actuales códigos penales.
Cuando los clanes llegan por fin a un pacto para
la resolución racional de sus conflictos, se entra en lo que los expertos
llaman la "fase de composición voluntaria". Estamos ya así en los
albores de la civilización, al borde de la creación de una sociedad cívica y
ordenada. Pero, ¿qué falta para completar el camino? Sólo un paso: el de la
creación de un ente superior a los clanes mismos, un órgano que ejerza la
aplicación de la justicia y monopolice el uso de la fuerza. Esta última fase, la
que sin duda marca el pistoletazo de salida de cualquier civilización, es la
que hoy se denomina la "fase de composición legal", pues no es ya la voluntad
de un ciudadano lo que lo impulsa libremente a someterse a la justicia
superior, sino la ley, cuya aplicación no se discute y que es obligatoria para
todos.
Así surge un Estado. Y parece que fue así, cuando
un pequeño grupo de clanes del Lacio ancestral logró llegar a este acuerdo, cuando
nació Roma.
No sabemos a ciencia cierta cómo sucedió
exactamente, pues nos faltan fuentes escritas directas; pero de la combinación
de las fuentes arqueológicas y las tradiciones posteriores podemos deducir que
un grupo de clanes del Lacio –las gentes
– se sometieron a un poder central eligiendo un rey, dando lugar a una pequeña
comunidad organizada y regida ya por un ordenamiento jurídico primigenio. Según
la tradición, en aquel lejano 753 a.C. el primer rey, Rómulo, delimitó con su
arado los modestos límites de un asentamiento que, con el devenir de los
siglos, se convertiría en el gran imperio que conformaría para siempre nuestro
modo convivir, de comunicarnos y de concebir el mundo. Y precisamente una de
las claves de este trascendental modelo social fue la creación de lo que hoy
podemos considerar el más antiguo precedente de nuestro actual proceso
judicial.
Para intentar imaginar el ambiente jurídico
y social de la ciudad de la Roma arcaica donde se estableció este primer
sistema procesal, pensemos en un asentamiento parecido a la imagen que tenemos
del poblado de Astérix, más que en el modelo de las polis griegas clásicas; así
nos lo sugieren las urnas cinerarias del siglo VIII a.C. halladas en el
Palatino, que imitan lo que serían las sencillas chozas de los habitantes de
orillas del Tíber. En aquel poblado primigenio, el Derecho no estaba basado en
leyes, sino en las costumbres ancestrales, los llamados mores maiorum, que por su carácter religioso sólo podían ser
interpretadas por los miembros de la casta sacerdotal. No en vano una de las
etimologías que hoy se proponen para explicar el nombre más antiguo que se dio
al Derecho, el término Ius, es que
proviene de la misma raíz que el nombre del padre de los dioses, Júpiter (Iuppiter, Iovis).
Pues bien, fue esta casta sacerdotal la que
al parecer tuvo el acierto de aprovechar las costumbres ancestrales de los
clanes para desarrollar unos determinados rituales que servirían para someter a
juicio imparcial y justo los conflictos entre ciudadanos y clanes. Este sistema
procesal fue conocido como las Legis
Actiones, o lo que es lo mismo, las "demandas (actio) mediante pronunciamiento de una fórmula (lex) sagrada".
El ritual debía consistir más o menos en lo
siguiente: el ciudadano que se sentía dañado en sus derechos acudía al colegio
sacerdotal para que los iuris prudentes ("sabios
en el Derecho") le facilitaran la fórmula sagrada que debía decir en
juicio. A la vista de su caso concreto, los sacerdotes-juristas le comunicaban las
palabras rituales, y el ciudadano, tras convocar a la otra parte ante la
autoridad competente, pronunciaba en público dicha fórmula sagrada.
El extremo ritualismo de estos primeros
procesos daba lugar a situaciones que hoy, fuera de contexto, nos pueden parecer
divertidas o esperpénticas: por ejemplo, la importancia de las palabras
rituales era tal, que cualquier error al pronunciar la fórmula acarreaba
automáticamente la derrota en el juicio, por más que la petición del demandante
estuviera totalmente justificada. Incluso los romanos de épocas posteriores no
podían evitar sonreírse ante esta absurda rigidez del ritual de sus ancestros;
de hecho, el jurista y profesor de Derecho Gayo contaba a sus sorprendidos
alumnos del siglo II d.C. que si un demandante antiguo reclamaba una cepa
robada, la palabra sagrada que debía decir era "árbol", pues así
rezaba la fórmula acuñada por los sacerdotes; y que si por error o lógica
asociación mental se le escapaba al pobre demandante el término
"cepa" –que era lo que efectivamente le habían robado, y no un "árbol"–
perdía el juicio automáticamente, sin ulterior discusión.
La pronunciación de estas palabras estaba
acompañada además de un ritual gestual, por el cual demandante y demandado
tocaban el objeto que reclamaban con una vara (símbolo de las antiguas armas
que utilizaban para defender sus bienes cuando no había Estado que les
defendiera). Dicho objeto debía estar presente, o al menos un símbolo: un
terrón de la parcela reclamada, una cuerda de la nave que se reivindicaba. Si
ambas partes procesales eran capaces de recitar la fórmula y realizar los
gestos sin errores, la autoridad competente les hacía dar un paso atrás, gesto
simbólico de que ahora era el Estado, y no los ciudadanos, el encargado de
administrar la justicia.
Un rasgo sorprendentemente civilizado de
este proceso antiguo era que el caso no lo juzgaba el rey o un tribunal
profesional, sino que, tras un plazo máximo de tres días, era designado como iudex un ciudadano respetable, el cual
debía escuchar los argumentos de las partes y tomar dar su opinión sobre el
caso. Probablemente elegido por las partes de entre los nombres de una lista
oficial, este ciudadano no tenía especiales conocimientos de Derecho, al
tratarse tan sólo de un ciudadano normal; un buen pater familias de comportamiento probado e irreprochable respeto
social. El ciudadano designado como iudex
estudiaba las pruebas y daba su opinión sobre el caso; y así, lo que no era en
el fondo más que la mera opinión de un ciudadano de la calle, se convertía automáticamente
en ley para las partes. ¿Y cómo se decía en latín el término "opinión"?
Pues... sententia; una palabra del latín
común llamada a convertirse en uno de los términos centrales del lenguaje
jurídico del futuro.
El hecho de que la sententia la emitiera un ciudadano común, y no un órgano
profesional, tenía además una trascendental consecuencia: que no cabía recurso
alguno contra el veredicto. Al fin y al cabo, ¿qué "órgano superior" tiene
un ciudadano de la calle? Ninguno, obviamente. Además, de acuerdo con el lúcido
sentido práctico de los romanos, dado que eran los litigantes mismos los que
habían elegido al iudex entre otros
ciudadanos posibles, no se les permitía después criticar su actuación. Y punto.
Si a esto le añadimos que el juez tenía que dar su opinión obligatoriamente al
final del día ("Que el ocaso sea la hora límite", decían las XII
Tablas), no cabe duda de que eran tiempos dorados aquéllos, sin retrasos ni
acumulación de casos en la administración de justicia...
Los fragmentos de la ley de las XII Tablas
que han sobrevivido hasta nosotros nos ofrecen fascinantes detalles del
desarrollo del procedimiento, retazos impagables que nos hacen vislumbrar un
mundo de rituales a medio camino entre lo sagrado y lo teatral:
"Si se le llama a juicio, vaya. Si no va, que quede constancia. Si
dice que está enfermo o impedido, que se le facilite un carruaje. Si no quiere,
que no se le dé. Si sigue sin ir, llévesele a rastras" (XII T. 1,1-3)
"Si alguien necesita el testimonio de otro, que vaya a gritarle a
su casa cada tres días" (XII T. 2,3)
Y así debía funcionar todo. Sin embargo, este
movimiento civilizador basado en un sistema de resolución de conflictos
independiente y objetivo fue un proceso muy lento y prolongado en el tiempo,
pues costó varios siglos convencer a los líderes de los clanes que delegaran su
prerrogativa a buscar justicia por su mano en los órganos centrales de la
incipiente Roma. De hecho, desde la fundación de la Urbe tenemos constancia de
un sólo tipo de procedimiento, la llamada legis
actio per sacramentum, que servía tan sólo para reclamar la propiedad
arrebatada (ya fuera la propiedad sobre un bien o la potestad sobre una
persona; quizá también la reclamación por daños, aunque esto no está claro). El
resto de injusticias o demandas debía solucionarlas cada clan por sus propios
violentos medios.
Pero volvamos a los juicios arcaicos
romanos: ¿qué pasaba si un ciudadano, a pesar de ser condenado en juicio,
seguían negándose a cumplir con su obligación? Pues que el Estado ponía en marcha un procedimiento que hoy llamaríamos
"ejecutivo" para obligar al ciudadano condenado a cumplir la sententia. Dicho procedimiento comenzaba
de modo muy civilizado, dando continuas oportunidades al condenado para pagar y
liberarse, pero podía finalizar de modo terrible.
Para empezar, el acreedor era autorizado a
"echar la mano encima" (manus
iniectio) al condenado recalcitrante, y a llevárselo a casa prisionero. Es
curioso que las XII Tablas regulan hasta el peso de las cadenas con las que
podía tenerle sujeto, y la cantidad de cereal con la que debía alimentarle (XII
T. 3,3-4) si los familiares no le llevaban comida o no pagaban su deuda como
rescate.
Después, el acreedor debía llevarle a tres
mercados consecutivos (XII T. 3,5), exponiéndole públicamente para su vergüenza
y pregonando su deuda, por si alguien se apiadaba de él y, pagando su rescate,
satisfacía así la deuda al acreedor.
Si ni aún así el demandante conseguía obtener
el dinero de la condena, las XII Tablas le autorizaban por fin a dos medidas extremas
(XII T. 3,5): la primera, venderlo como esclavo en el extranjero para cobrar la
deuda. Aunque pueda parecer poco práctico lo de tener que ir al extranjero a
vender al condenado, no olvidemos el tamaño real de la Roma de la época:
"el extranjero" en el latín de entonces se decía "trans Tiberim", es decir, "al
otro lado del Tíber"; en otras palabras: el encantador barrio actual del
Trastévere era ya "el extranjero" en aquellos tiempos.
La segunda y terrible posibilidad era la
opción final de matar al deudor y dividir su cadáver en pedazos. Tenemos
noticias de que esta última solución daba escalofríos a los mismos romanos de
siglos posteriores –como al erudito Aulo Gelio, por ejemplo–, a quienes costaba
aceptar que una norma tan brutal hubiera sido sancionada por una ley romana. Pero
sea por razones rituales, mágicas o de pura vendetta,
no cabe duda de que la norma establecía este terrible final para el que no
pagaba la sententia. Incluso se han
conservado escabrosos detalles sobre el procedimiento de división del cadáver:
"Y si hay varios acreedores y se corta de más o de menos, no se
considerará fraude" (XII T. 3,6)
Habrá que esperar un par de
siglos más, hasta el III a.C., para que se instaure una tercera vía judicial de
reclamación (la conocida como legis actio
per condictionem), específicamente pensada para reclamar préstamos. Esta tercera
ampliación de la protección procesal del ciudadano es un dato muy interesante
para los historiadores, pues revela que ya son otros tiempos: Roma ya no es aquel
pequeño poblado de chozas rodeado de una empalizada, autosuficiente y cerrado
al comercio, donde la propiedad de la tierra era la garantía de la
supervivencia de cada clan. No, Roma se ha beneficiado, por un lado, de haber
estado un par de siglos en el centro del riquísimo y culto imperio etrusco; por
otro, tras liberarse de ese dominio a finales del siglo VI a.C., se ha convertido
en la potencia hegemónica de Italia; por si fuera poco, en el siglo III a.C. ya
se asoma con avidez al mar y acaba de pararle los pies, ni más ni menos, al
poderoso pueblo cartaginés, arrebatándole las primeras posesiones ultramarinas
romanas, la isla de Sicilia.
En otras palabras: que ya no es
la tierra, sino los negocios, lo que hace prosperar a las familias romanas. De
ahí que el dinero circule con rapidez, y que se haga necesario una nueva vía
procesal, rápida y eficaz, que no haga perder el tiempo a los empresarios, pues
los negocios urgen y la economía no se detiene. Así, en el siglo II a.C. esta
tercera vía judicial se amplía aún más, y permite reclamar no sólo préstamos de
dinero, sino también de cualquier otra mercancía equivalente (cereales, etc.).
Sin
embargo, este sistema judicial sigue manteniendo sus rasgos arcaicos y rituales,
a pesar de que la República romana del momento es ya una incipiente potencia
marítimo-comercial, una sociedad moderna donde los juristas no son ya los
sacerdotes, sino especialistas laicos de altísimo nivel; una civilización que,
además, ha tomado contacto con los griegos y está absorbiendo con avidez su
filosofía, su ciencia, su arte, su visión científica y racional del mundo. Pues
bien, a pesar de todo esto, los romanos siguen obstinadamente fieles a sus
tradiciones, y se aferran a sus añejas legis
actiones donde la reclamación del más importante y urgente de los negocios aún
puede irse al traste si en vez de decir la palabra "árbol" se
pronuncia el término "cepa".
Mientras tanto, Roma se
enfrenta al desafío de administrar un incipiente Imperio, en cuyo seno
habitaban pueblos de diferentes costumbres jurídicas que generan todo tipo de
variopintos litigios, y cuyos habitantes negociaban además con comerciantes venidos
de fuera atraídos por esa nueva y floreciente potencia. Y como los romanos se
reservaban para sí su añejo sistema judicial, tuvieron que improvisar un
sistema judicial paralelo ad hoc para
los extranjeros. Este sistema alternativo y casi improvisado, el llamado
"procedimiento per formulas"
debía adaptarse a los infinitos y variopintos litigios derivados del comercio
con los extranjeros y acabó resultando más ágil, adaptable y eficaz que el
arcaico y venerable sistema judicial romano.
Por eso, los extranjeros que
vivían bajo el poder de Roma y los visitantes de fuera debían quedar
estupefactos contemplando divertidos cómo los orgullosos dominadores de medio
Mediterráneo seguían atascándose a estas alturas en aquel polvoriento sistema
judicial donde decir lo grave era decir "cepa" y no
"árbol", mientras ellos disfrutaban de un nuevo sistema judicial, moderno,
ágil y versátil.
Y así, a finales del siglo II a.C.,
los romanos decidieron por fin acabar con su viejo y venerable sistema judicial
de las legis actiones, usando ellos
también el sistema de fórmulas flexibles diseñado para el comercio con
extranjeros, y comenzando con ello una revolución jurídica que cambiaría no
sólo el modo de ir al juicio, sino también el de concebir el Derecho; todo
ello, además, sustentado por una nueva generación de especialistas en Derecho,
que establecieron para siempre las bases judiciales que aún hoy amparan nuestro
modo de vida cotidiano.
Bibliografía
- José Luis Murga Gener, Derecho
romano clásico. 2: El proceso, ed. Secretariado de Publicaciones
Universidad de Zaragoza, 1983.
- Rudolph von Ihering, Bromas y veras en la ciencia jurídica.
"Ridendo dicere uerum", Madrid 1987. Artículos:
-"Los ricos y los
pobres en el procedimiento civil de la antigua Roma", págs. 147 y ss.
-"Un trampantojo
procesal civil ("Partes secanto")", págs. 205 y ss.
- César Benayas Huertas, "Las "legis actiones" según
Ihering, el interés casacional según el TS, y la justicia sólo para ricos", BFD
UNED 27 (2005), Monográfico IV Premio García Goyena, pp. 357-381