dissabte, 19 de maig del 2018

EL PROCESO ROMANO ARCAICO






Si te confundes en una palabra... pierdes el litigio

     Imaginemos un mundo donde, si tuviéramos un problema, si sufriésemos una injusticia o nos arrebatasen algo, no tuviéramos a quién acudir. Imaginemos por un momento que no hubiera jueces a los que pedir tutela, que no existiera una instancia superior e imparcial que estudiase nuestro caso con objetividad... En un mundo tal, dependeríamos de nuestra propia fuerza para defender nuestros derechos, o en su caso, de la potencia de la familia o del clan que nos acogiera en su seno. 

     Parece ser que por esta fase pre-civilizada pasan todos los grupos humanos antes de convertirse en sociedades organizadas, según nos cuentan los antropólogos y los historiadores del Derecho. Son duras épocas de supervivencia pura, donde la justicia se debe obtener por los propios medios. Es lo que estos expertos llaman hoy la "fase de autotutela", y por desgracia a esa fase vuelven también hoy las sociedades modernas cuando la guerra o los desastres naturales hacen desaparecer la fuerza superior del Estado. 

     Los enfrentamientos entre clanes, sin embargo, son la antesala de la guerra, pues se caracterizan por la ausencia absoluta de proporcionalidad o racionalidad: si nos hurtáis una vaca, nos apoderamos de un rebaño entero; si matáis a un miembro de mi familia, asesinamos a todos vuestros parientes. Una situación de desorden cívico y violencia generalizada que, por otra parte, es justo lo que esperan los enemigos exteriores: ese momento de debilidad de los clanes que se enfrentan entre sí y que los convierte en presa fácil de conquista y rapiña. 

     Para sobrevivir a todas estas amenazas internas y externas, los clanes familiares se ven obligados a llegar a un acuerdo que garantice la paz: la justicia se aplicará de modo proporcional, ojo por ojo, diente por diente. La ley del Talión, por muy bárbara que pueda parecer a un ciudadano moderno, es sin embargo uno de los pasos decisivos en el progreso de la convivencia cívica, y supone el germen remoto de la justicia proporcional que rige nuestros actuales códigos penales. 

     Cuando los clanes llegan por fin a un pacto para la resolución racional de sus conflictos, se entra en lo que los expertos llaman la "fase de composición voluntaria". Estamos ya así en los albores de la civilización, al borde de la creación de una sociedad cívica y ordenada. Pero, ¿qué falta para completar el camino? Sólo un paso: el de la creación de un ente superior a los clanes mismos, un órgano que ejerza la aplicación de la justicia y monopolice el uso de la fuerza. Esta última fase, la que sin duda marca el pistoletazo de salida de cualquier civilización, es la que hoy se denomina la "fase de composición legal", pues no es ya la voluntad de un ciudadano lo que lo impulsa libremente a someterse a la justicia superior, sino la ley, cuya aplicación no se discute y que es obligatoria para todos.

     Así surge un Estado. Y parece que fue así, cuando un pequeño grupo de clanes del Lacio ancestral logró llegar a este acuerdo, cuando nació Roma. 

     No sabemos a ciencia cierta cómo sucedió exactamente, pues nos faltan fuentes escritas directas; pero de la combinación de las fuentes arqueológicas y las tradiciones posteriores podemos deducir que un grupo de clanes del Lacio –las gentes­­ – se sometieron a un poder central eligiendo un rey, dando lugar a una pequeña comunidad organizada y regida ya por un ordenamiento jurídico primigenio. Según la tradición, en aquel lejano 753 a.C. el primer rey, Rómulo, delimitó con su arado los modestos límites de un asentamiento que, con el devenir de los siglos, se convertiría en el gran imperio que conformaría para siempre nuestro modo convivir, de comunicarnos y de concebir el mundo. Y precisamente una de las claves de este trascendental modelo social fue la creación de lo que hoy podemos considerar el más antiguo precedente de nuestro actual proceso judicial. 


     
     Para intentar imaginar el ambiente jurídico y social de la ciudad de la Roma arcaica donde se estableció este primer sistema procesal, pensemos en un asentamiento parecido a la imagen que tenemos del poblado de Astérix, más que en el modelo de las polis griegas clásicas; así nos lo sugieren las urnas cinerarias del siglo VIII a.C. halladas en el Palatino, que imitan lo que serían las sencillas chozas de los habitantes de orillas del Tíber. En aquel poblado primigenio, el Derecho no estaba basado en leyes, sino en las costumbres ancestrales, los llamados mores maiorum, que por su carácter religioso sólo podían ser interpretadas por los miembros de la casta sacerdotal. No en vano una de las etimologías que hoy se proponen para explicar el nombre más antiguo que se dio al Derecho, el término Ius, es que proviene de la misma raíz que el nombre del padre de los dioses, Júpiter (Iuppiter, Iovis).

     Pues bien, fue esta casta sacerdotal la que al parecer tuvo el acierto de aprovechar las costumbres ancestrales de los clanes para desarrollar unos determinados rituales que servirían para someter a juicio imparcial y justo los conflictos entre ciudadanos y clanes. Este sistema procesal fue conocido como las Legis Actiones, o lo que es lo mismo, las "demandas (actio) mediante pronunciamiento de una fórmula (lex) sagrada". 

     El ritual debía consistir más o menos en lo siguiente: el ciudadano que se sentía dañado en sus derechos acudía al colegio sacerdotal para que los iuris prudentes ("sabios en el Derecho") le facilitaran la fórmula sagrada que debía decir en juicio. A la vista de su caso concreto, los sacerdotes-juristas le comunicaban las palabras rituales, y el ciudadano, tras convocar a la otra parte ante la autoridad competente, pronunciaba en público dicha fórmula sagrada. 

     El extremo ritualismo de estos primeros procesos daba lugar a situaciones que hoy, fuera de contexto, nos pueden parecer divertidas o esperpénticas: por ejemplo, la importancia de las palabras rituales era tal, que cualquier error al pronunciar la fórmula acarreaba automáticamente la derrota en el juicio, por más que la petición del demandante estuviera totalmente justificada. Incluso los romanos de épocas posteriores no podían evitar sonreírse ante esta absurda rigidez del ritual de sus ancestros; de hecho, el jurista y profesor de Derecho Gayo contaba a sus sorprendidos alumnos del siglo II d.C. que si un demandante antiguo reclamaba una cepa robada, la palabra sagrada que debía decir era "árbol", pues así rezaba la fórmula acuñada por los sacerdotes; y que si por error o lógica asociación mental se le escapaba al pobre demandante el término "cepa" –que era lo que efectivamente le habían robado, y no un "árbol"– perdía el juicio automáticamente, sin ulterior discusión.

     La pronunciación de estas palabras estaba acompañada además de un ritual gestual, por el cual demandante y demandado tocaban el objeto que reclamaban con una vara (símbolo de las antiguas armas que utilizaban para defender sus bienes cuando no había Estado que les defendiera). Dicho objeto debía estar presente, o al menos un símbolo: un terrón de la parcela reclamada, una cuerda de la nave que se reivindicaba. Si ambas partes procesales eran capaces de recitar la fórmula y realizar los gestos sin errores, la autoridad competente les hacía dar un paso atrás, gesto simbólico de que ahora era el Estado, y no los ciudadanos, el encargado de administrar la justicia. 

     Un rasgo sorprendentemente civilizado de este proceso antiguo era que el caso no lo juzgaba el rey o un tribunal profesional, sino que, tras un plazo máximo de tres días, era designado como iudex un ciudadano respetable, el cual debía escuchar los argumentos de las partes y tomar dar su opinión sobre el caso. Probablemente elegido por las partes de entre los nombres de una lista oficial, este ciudadano no tenía especiales conocimientos de Derecho, al tratarse tan sólo de un ciudadano normal; un buen pater familias de comportamiento probado e irreprochable respeto social. El ciudadano designado como iudex estudiaba las pruebas y daba su opinión sobre el caso; y así, lo que no era en el fondo más que la mera opinión de un ciudadano de la calle, se convertía automáticamente en ley para las partes. ¿Y cómo se decía en latín el término "opinión"? Pues... sententia; una palabra del latín común llamada a convertirse en uno de los términos centrales del lenguaje jurídico del futuro.

     El hecho de que la sententia la emitiera un ciudadano común, y no un órgano profesional, tenía además una trascendental consecuencia: que no cabía recurso alguno contra el veredicto. Al fin y al cabo, ¿qué "órgano superior" tiene un ciudadano de la calle? Ninguno, obviamente. Además, de acuerdo con el lúcido sentido práctico de los romanos, dado que eran los litigantes mismos los que habían elegido al iudex entre otros ciudadanos posibles, no se les permitía después criticar su actuación. Y punto. Si a esto le añadimos que el juez tenía que dar su opinión obligatoriamente al final del día ("Que el ocaso sea la hora límite", decían las XII Tablas), no cabe duda de que eran tiempos dorados aquéllos, sin retrasos ni acumulación de casos en la administración de justicia...


     Los fragmentos de la ley de las XII Tablas que han sobrevivido hasta nosotros nos ofrecen fascinantes detalles del desarrollo del procedimiento, retazos impagables que nos hacen vislumbrar un mundo de rituales a medio camino entre lo sagrado y lo teatral: 

"Si se le llama a juicio, vaya. Si no va, que quede constancia. Si dice que está enfermo o impedido, que se le facilite un carruaje. Si no quiere, que no se le dé. Si sigue sin ir, llévesele a rastras" (XII T. 1,1-3)
"Si alguien necesita el testimonio de otro, que vaya a gritarle a su casa cada tres días" (XII T. 2,3)

     Y así debía funcionar todo. Sin embargo, este movimiento civilizador basado en un sistema de resolución de conflictos independiente y objetivo fue un proceso muy lento y prolongado en el tiempo, pues costó varios siglos convencer a los líderes de los clanes que delegaran su prerrogativa a buscar justicia por su mano en los órganos centrales de la incipiente Roma. De hecho, desde la fundación de la Urbe tenemos constancia de un sólo tipo de procedimiento, la llamada legis actio per sacramentum, que servía tan sólo para reclamar la propiedad arrebatada (ya fuera la propiedad sobre un bien o la potestad sobre una persona; quizá también la reclamación por daños, aunque esto no está claro). El resto de injusticias o demandas debía solucionarlas cada clan por sus propios violentos medios. 
    
No es hasta la promulgación de la ley de las XII Tablas en el siglo V a.C. que tenemos noticias de un segundo tipo de proceso (la legis actio per iudicis arbitrive postulationem), que permitía por primera vez reclamar contratos incumplidos. ¿Significa esto que entre el siglo VIII y el V a.C. no había manera de reclamar un contrato impagado por la vía judicial? Exactamente: de hecho, en esa época remota ni siquiera existía el concepto de "contrato", pues parece ser que hasta entonces, si un ciudadano necesitaba, por ejemplo, un préstamo de otro, el deudor se ofrecía a sí mismo como garantía del pago, quedando como rehén a merced del acreedor. Sólo cuando la familia devolvía el préstamo, el deudor era liberado. No en vano nuestro concepto actual de "obligación" viene de ob-ligatio, "ligadura". Y el de pagar, de solvere, "soltar, liberar". Aún hoy, un ciudadano "solvente" es el que es capaz de "soltar", mediante pago, sus "ligaduras" (ob-ligaciones). Mediante esta toma de rehenes, por tanto, no se echaba en falta sistema judicial alguno para cobrar las deudas.

     Pero volvamos a los juicios arcaicos romanos: ¿qué pasaba si un ciudadano, a pesar de ser condenado en juicio, seguían negándose a cumplir con su obligación? Pues que el Estado ponía en marcha un procedimiento que hoy llamaríamos "ejecutivo" para obligar al ciudadano condenado a cumplir la sententia. Dicho procedimiento comenzaba de modo muy civilizado, dando continuas oportunidades al condenado para pagar y liberarse, pero podía finalizar de modo terrible. 

     Para empezar, el acreedor era autorizado a "echar la mano encima" (manus iniectio) al condenado recalcitrante, y a llevárselo a casa prisionero. Es curioso que las XII Tablas regulan hasta el peso de las cadenas con las que podía tenerle sujeto, y la cantidad de cereal con la que debía alimentarle (XII T. 3,3-4) si los familiares no le llevaban comida o no pagaban su deuda como rescate.

     Después, el acreedor debía llevarle a tres mercados consecutivos (XII T. 3,5), exponiéndole públicamente para su vergüenza y pregonando su deuda, por si alguien se apiadaba de él y, pagando su rescate, satisfacía así la deuda al acreedor. 

     Si ni aún así el demandante conseguía obtener el dinero de la condena, las XII Tablas le autorizaban por fin a dos medidas extremas (XII T. 3,5): la primera, venderlo como esclavo en el extranjero para cobrar la deuda. Aunque pueda parecer poco práctico lo de tener que ir al extranjero a vender al condenado, no olvidemos el tamaño real de la Roma de la época: "el extranjero" en el latín de entonces se decía "trans Tiberim", es decir, "al otro lado del Tíber"; en otras palabras: el encantador barrio actual del Trastévere era ya "el extranjero" en aquellos tiempos. 

     La segunda y terrible posibilidad era la opción final de matar al deudor y dividir su cadáver en pedazos. Tenemos noticias de que esta última solución daba escalofríos a los mismos romanos de siglos posteriores –como al erudito Aulo Gelio, por ejemplo–, a quienes costaba aceptar que una norma tan brutal hubiera sido sancionada por una ley romana. Pero sea por razones rituales, mágicas o de pura vendetta, no cabe duda de que la norma establecía este terrible final para el que no pagaba la sententia. Incluso se han conservado escabrosos detalles sobre el procedimiento de división del cadáver: 

"Y si hay varios acreedores y se corta de más o de menos, no se considerará fraude" (XII T. 3,6)


     Habrá que esperar un par de siglos más, hasta el III a.C., para que se instaure una tercera vía judicial de reclamación (la conocida como legis actio per condictionem), específicamente pensada para reclamar préstamos. Esta tercera ampliación de la protección procesal del ciudadano es un dato muy interesante para los historiadores, pues revela que ya son otros tiempos: Roma ya no es aquel pequeño poblado de chozas rodeado de una empalizada, autosuficiente y cerrado al comercio, donde la propiedad de la tierra era la garantía de la supervivencia de cada clan. No, Roma se ha beneficiado, por un lado, de haber estado un par de siglos en el centro del riquísimo y culto imperio etrusco; por otro, tras liberarse de ese dominio a finales del siglo VI a.C., se ha convertido en la potencia hegemónica de Italia; por si fuera poco, en el siglo III a.C. ya se asoma con avidez al mar y acaba de pararle los pies, ni más ni menos, al poderoso pueblo cartaginés, arrebatándole las primeras posesiones ultramarinas romanas, la isla de Sicilia.


     En otras palabras: que ya no es la tierra, sino los negocios, lo que hace prosperar a las familias romanas. De ahí que el dinero circule con rapidez, y que se haga necesario una nueva vía procesal, rápida y eficaz, que no haga perder el tiempo a los empresarios, pues los negocios urgen y la economía no se detiene. Así, en el siglo II a.C. esta tercera vía judicial se amplía aún más, y permite reclamar no sólo préstamos de dinero, sino también de cualquier otra mercancía equivalente (cereales, etc.). 

     Sin embargo, este sistema judicial sigue manteniendo sus rasgos arcaicos y rituales, a pesar de que la República romana del momento es ya una incipiente potencia marítimo-comercial, una sociedad moderna donde los juristas no son ya los sacerdotes, sino especialistas laicos de altísimo nivel; una civilización que, además, ha tomado contacto con los griegos y está absorbiendo con avidez su filosofía, su ciencia, su arte, su visión científica y racional del mundo. Pues bien, a pesar de todo esto, los romanos siguen obstinadamente fieles a sus tradiciones, y se aferran a sus añejas legis actiones donde la reclamación del más importante y urgente de los negocios aún puede irse al traste si en vez de decir la palabra "árbol" se pronuncia el término "cepa".

     Mientras tanto, Roma se enfrenta al desafío de administrar un incipiente Imperio, en cuyo seno habitaban pueblos de diferentes costumbres jurídicas que generan todo tipo de variopintos litigios, y cuyos habitantes negociaban además con comerciantes venidos de fuera atraídos por esa nueva y floreciente potencia. Y como los romanos se reservaban para sí su añejo sistema judicial, tuvieron que improvisar un sistema judicial paralelo ad hoc para los extranjeros. Este sistema alternativo y casi improvisado, el llamado "procedimiento per formulas" debía adaptarse a los infinitos y variopintos litigios derivados del comercio con los extranjeros y acabó resultando más ágil, adaptable y eficaz que el arcaico y venerable sistema judicial romano. 

     Por eso, los extranjeros que vivían bajo el poder de Roma y los visitantes de fuera debían quedar estupefactos contemplando divertidos cómo los orgullosos dominadores de medio Mediterráneo seguían atascándose a estas alturas en aquel polvoriento sistema judicial donde decir lo grave era decir "cepa" y no "árbol", mientras ellos disfrutaban de un nuevo sistema judicial, moderno, ágil y versátil. 

     Y así, a finales del siglo II a.C., los romanos decidieron por fin acabar con su viejo y venerable sistema judicial de las legis actiones, usando ellos también el sistema de fórmulas flexibles diseñado para el comercio con extranjeros, y comenzando con ello una revolución jurídica que cambiaría no sólo el modo de ir al juicio, sino también el de concebir el Derecho; todo ello, además, sustentado por una nueva generación de especialistas en Derecho, que establecieron para siempre las bases judiciales que aún hoy amparan nuestro modo de vida cotidiano.


Bibliografía

- José Luis Murga Gener, Derecho romano clásico. 2: El proceso, ed. Secretariado de Publicaciones Universidad de Zaragoza, 1983.

- Rudolph von Ihering,  Bromas y veras en la ciencia jurídica. "Ridendo dicere uerum", Madrid 1987. Artículos:

     -"Los ricos y los pobres en el procedimiento civil de la antigua Roma", págs. 147 y ss.

     -"Un trampantojo procesal civil ("Partes secanto")", págs. 205 y ss.   
- César Benayas Huertas, "Las "legis actiones" según Ihering, el interés casacional según el TS, y la justicia sólo para ricos", BFD UNED 27 (2005), Monográfico IV Premio García Goyena, pp. 357-381