diumenge, 23 de desembre del 2018

EL PROCESO ROMANO: EL SISTEMA JUDICIAL QUE UN IMPERIO NECESITA

 


Los alumnos del gran jurista Gayo debían escuchar con la boca abierta y con los ojos como platos las explicaciones de su profesor, mientras éste les relataba los detalles del antiguo sistema judicial de los romanos, el proceso de las Legis Actiones:
… En aquellos juicios, las partes tenían que pronunciar unas determinadas palabras, establecidas por la ley y que eran inmutables (Gayo, Instituciones, 4.11)
Seguro que algún alumno preguntaría que, dado que no había más remedio que pronunciar esas palabras y no otras, si la ley antigua había sido capaz de prever una frase legal específica para todas y cada una de las situaciones que a uno se le pueden plantear en la vida...
Pues no, respondería el maestro, eso es lógicamente imposible.
Y entonces, preguntaría otro alumno, reclamaras lo que reclamaras, ¿tenías  que decir siempre la misma fórmula?
Si, respondería el maestro. Y no sólo eso: si te confundías en la fórmula legal, aunque fuera en una sola palabra, perdías el litigio. Y eso, aunque tuvieras toda la razón de tu parte y las pruebas para demostrarlo.
Exclamaciones de admiración de algunos alumnos, risitas sorprendidas de otros. ¿¿En serio??
Por increíble que parezca, así era. Os pongo un ejemplo, diría Gayo:
… Si una persona reclamaba porque le habían hurtado unas cepas de viña, y al pronunciar la fórmula en el juicio decía en efecto la palabra "viñas", perdía sin más el litigio, puesto que el término legal que debía decir era "árboles": la ley establecía dicha palabra y no otra... aunque en efecto fueran viñas lo que uno reclamara…" (Gayo, Instituciones, 4.11)
Los alumnos sin duda habrían celebrado este ejemplo con grandes risas: qué cosas tenían, nuestros mayores...
Y no es de extrañar: los alumnos que tuvieron el privilegio de escuchar las lecciones de Gayo eran del siglo II d.C., es decir, habían nacido ya en el momento más esplendoroso de toda la historia de Roma. El Principado está en su apogeo, Roma ha disfrutado ya de alguno de sus más excelsos, cultos y eficaces gobernantes (Antonino Pío, Adriano, Marco Aurelio...) y el Imperio se extiende desde el note de Britania hasta el Egipto profundo, desde el Finis Terrae en Hispania hasta los límites con Persia, desde la frontera norte del Danubio hasta la frontera sur del desierto africano.
Un Imperio de esas dimensiones se nutre de un movimiento de riqueza interno y externo indescriptible: los productos generados en dentro del Imperio se consumen en las provincias más remotas; se traen mercancías desde más allá de las fronteras y llegan a su destinatario en cualquier población del Imperio, por recóndita que ésta sea.
A la vez, el Imperio alberga en sus seno cientos de pueblos y culturas que comercian con los romanos y entre sí, intercambiando no sólo sus productos sino también sus tradiciones jurídicas, aprovechando cada uno sin dudar los usos comerciales y las fórmulas contractuales del vecino o del exótico mercader  con quien comercia, cuando les sirven mejor que las propias.
Y claro, todo este movimiento comercial produce, al final, un sinfín de litigios, cada vez que surge un desacuerdo entre las partes de una transacción, o alguno de ellos no cumple con el contrato. Y un volumen tal de procesos pone a prueba la eficiencia –y la sostenibilidad– del sistema de impartición de justicia de cualquier Imperio.
De hecho, eso es lo que acabó con nuestro sistema judicial arcaico, le contaría Gayo a sus alumnos. Aquel sistema procesal valía para la Roma más antigua, que no era más que una polis amurallada, un territorio tan pequeño que consideraba "el extranjero" todo lo que estaba a otro lado del Tíber ("trans Tiberim"); cuando apenas había extranjeros en Roma, sino sólo ciudadanos; cuando los grupos familiares eran prácticamente autosuficientes y por ello los intercambios comerciales (y litigios de ellos derivados) eran pocos y siempre los mismos.
Pero cuando Roma se quita de encima el poder etrusco, hacia finales del siglo VI a.C., llega la gran transformación: hacia mediados del siglo III a.C., Roma domina ya toda la península Itálica, y al asomarse al mar acaba confrontando la primera potencia naval del Mediterráneo, la temible Cartago. Estalla la primera guerra púnica, y los romanos, vencedores, no sólo dominan ya la Galia transalpina y el norte de Hispania hasta el Ebro, sino que además arrebatan a Cartago su primer territorio de ultramar, la actual isla de Sicilia.
Es el año 242 a.C.: vencidos de momento los cartagineses, los romanos respiran, y se entregan a la tarea de administrar los nuevos territorios, las llamadas prouiniciae (literalmente, territorios bajo administración romana "por haber vencido"), así como las poblaciones conquistadas (municipia, de "munera capere", "tomar las murallas"). Y uno de los principales problemas consistirá, como es lógico, en tramitar los múltiples litigios judiciales que surgirán como consecuencia del contacto civil y comercial entre los ciudadanos romanos y los extranjeros, así como de los extranjeros entre sí.
Es ahí donde empieza a ponerse de manifiesto que el antiguo sistema procesal de las Legis Actiones se ha quedado pequeño, puesto que sólo está permitido litigar en él a los ciudadanos romanos. ¿Que se hacía, por tanto, con los extranjeros, y con todos los litigios judiciales que generaban? ¿Cómo les ampararía Roma cuando acudieran a ella a pedir justicia? Era el momento de diseñar un nuevo sistema procesal, que diera respuesta a los desafíos procesales que planteaban los nuevos tiempos.
Las fuentes no nos dejan muy claro cómo surgió este nuevo sistema judicial, pero todo parece apuntar a que en su creación jugó un papel fundamental una nueva figura, el llamado Praetor peregrinus. Este magistrado se creó a imagen de los Pretores Urbanos de Roma, cargos políticos que, si resultaban elegidos, se encargaban durante el año de su cargo de garantizar el funcionamiento del sistema judicial, escuchando a los litigantes para darles paso a una u otra de las antiguas Legis Actiones, designando a los jueces –ciudadanos particulares elegidos ad hoc para cada litigio– y controlando, al parecer, la corrección y la exacta pronunciación de cada Legis Actio por boca de cada litigante: nada de "cepa", sino siempre "árbol".
Pero el Pretor Peregrino tenía una misión nueva: dado que a los extranjeros les estaba vedado recurrir a las tradicionales Legis Actiones romanas, había que pensar cómo explicar a cada juez nombrado al efecto qué tenia que juzgar y cómo hacerlo. Porque ése era el otro gran problema: que los nuevos habitantes del naciente Imperio acudirían al Pretor no ya con problemas de Derecho romano sino con sus propias tradiciones jurídicas, tradiciones que los mismos ciudadanos romanos estarían aplicando también si comercial o socialmente les interesaba.
Así que al Pretor Peregrino se le ocurrió una brillante idea: escuchar a las partes litigantes, estimar si sus pretensiones eran o no amparables por el Derecho romano, y con lo que se considerase digno de tutela judicial redactar un "folleto de instrucciones" para el juez; una carta en la cual el Pretor explicaba al ciudadano designado para juzgar el caso quiénes eran las partes, qué pedían, en qué se basaban, y qué margen le dejaba el Pretor para dictar sentencia.
Estas cartas del Pretor al juez, denominadas "formulae", tenían ya una gran ventaja sobre las viejas y rígidas Legis Actiones: se podía redactar una específica para cada juicio, consignando exactamente lo que solicitaba cada una de las partes, y enriqueciéndola con todos los detalles que el Pretor estimara pertinentes para que el juez pudiera juzgar con eficiencia. En otras palabras, que se podía ya por fin reclamar literalmente una "cepa", si era eso y no un "árbol" lo que te habían quitado. O lo que en cada caso fuera objeto del litigio.
Y mientras los sometidos disfrutaban de un nuevo sistema judicial moderno y flexible, los ciudadanos romanos, flamantes dueños del mundo occidental, ahí seguían, atascados con sus arcaicas Legis Actiones. Que no sólo eran rígidas, y por tanto incapaces de detenerse en los detalles de cada litigio, sino que además eran un número muy limitado: se podía reclamar tan sólo la propiedad, las deudas derivadas de una promesa formal, instar la división de una cosa o herencia común... Y se acabó.
Roma reacciona, sin embargo, y ante la creciente circulación de dinero en préstamo (fruto de la cantidad de inversiones derivadas del creciente territorio adquirido) una lex Silia crea en el mismo siglo III a.C. una nueva Legis Actio, la Legis Actio per condictionem, para reclamar las deudas de dinero. Su éxito es tal, que un siglo después una lex Calpurnia amplía esta Legis Actio para reclamar también deudas de cosas similares al dinero (grano, aceite, vino, etc.). Pero aún así, este proceso arcaico se sigue quedando corto: no sólo hay mil nuevos modos de dar y recibir bienes y servicios, no contemplados por las Legis Actiones, sino que además éstas sólo cubren litigios exclusivamente entre romanos, y por tanto dejan fuera el floreciente comercio con extranjeros. Y por supuesto, permanece el obstáculo de siempre: que como te confundas en una palabra en el ritual, has perdido el litigio.
Así que un día, cuenta Gayo a sus alumnos, los romanos tuvieron que reconocer que, no obstante el respeto debido a las tradiciones de sus mayores y los recientes intentos por ampliar su contenido, estaban hartos de aquel sistema judicial tan arcaico. Literalmente, que acabaron odiándolas:
"…Y así, poco a poco, las Legis Actiones fueron objeto del odio de los romanos" (Gayo, Institutiones, 4.30).
Hasta que por fin, una lex Aebutia del 130 a.C. comenzó la revolución: se autorizó a los ciudadanos romanos a interponer la más reciente –y utilizada– de las Legis Actiones, la Legis Actio per condictionem, no según el ritual tradicional, sino siguiendo el modelo de las formulae amparadas por el Pretor Peregrino. Así, los romanos podían por primera vez disfrutar de ese sistema maravilloso por el cual, en cada una de sus reclamaciones de dinero prestado y no devuelto, se redactaba por el Pretor una fórmula con instrucciones para el juez, adaptando el texto a las pretensiones concretas de las partes de cada litigio. Y sin miedo a confundirse en las palabras, pues esto ya era irrelevante.
Aquella lex Aebutia abrió una compuerta que ya no se pudo cerrar: poco a poco, todas las Legis Actiones tradicionales fueron siendo sustituidas por su versión "formularia", pudiendo ser interpuestas también por los ciudadanos romanos y con la posibilidad de adaptar cada litigio al problema concreto. El proceso de conversión de las viejas Legis Actiones en su equivalente formulario, ya imparable, fue culminado por Augusto, tal y como sigue relatando Gayo a sus alumnos: el primer princeps, a través de sus leges iudiciariae (emitidas al parecer en el 14 a.C.), derogó definitivamente las Legis Actiones y declaro el procedimiento per formulas el sistema judicial ordinario para los ciudadanos romanos.
Y así, al comienzo de cada año el Pretor ofrecía en su Edicto la lista de formulae que los ciudadanos tenían a su disposición para reclamar en juicio. Algunas de ellas eran las de toda la vida, las antiguas Legis Actiones pero reconvertidas en formulae (las llamadas actiones ciuiles); otras, las más numerosas, eran de creación suya, ya fuera por proteger costumbres jurídicas extranjeras que los romanos asumieron como propias (el llamado ius gentium o "derecho de todos los pueblos"), ya fuera porque se producían nuevos tipos de litigio que nadie había previsto hasta entonces, y que el Pretor amparaba por considerar digno de tutela procesal por el Derecho romano (las llamadas "actiones pretoriae").
De este modo, el Edicto del Pretor iba creciendo cada año, incorporando cada vez más y más acciones formularias, nuevas herramientas procesales para reclamar en juicio los derechos dañados o conculcados en el ajetreo de la vida cívica y comercial diaria. En realidad, cada Pretor acogía el Edicto de su predecesor, y lo enriquecía con nuevas acciones cada año. Por ello, viendo circular el Edicto de Pretor en Pretor, fue quizá el gracejo popular –tan propio de los pueblos mediterráneos– el que acabó denominándolo "Edictum tralaticium", es decir, "el Edicto que pasa de mano en mano".
Pero, por encima de la gran eficacia de este nuevo sistema judicial, y de su éxito rotundo durante todo el Alto Imperio, lo que realmente supuso una revolución fue su influencia en el desarrollo del lenguaje y el pensamiento jurídico. Y en ello las estrellas no fueron tanto el Pretor como sus asesores, los míticos iuris prudentes romanos.
Conviene hacer aquí un breve paréntesis, pues los juristas romanos lo merecen; son, sin lugar a dudas, un caso único en el Mundo Antiguo, y probablemente en la Historia de la Humanidad: no se trata de políticos o de altos cargos de la administración, sino de meros ciudadanos de a pie que dedican su vida a estudiar el Derecho; pero su prestigio social es tan grande, que sus opiniones se convierten automáticamente en Derecho vigente y aplicable. En otras palabras: sin tener poder oficial alguno, nadie duda de su capacidad de, ni más ni menos, crear normas para todos los ciudadanos, cuya fuerza obligatoria reside tan sólo por el respeto reverencial (la auctoritas) que inspira la ingente sabiduría de sus autores y su exquisito concepto de la justicia. Así, los ciudadanos recurren a ellos para que les asesoren (respondere), para que les redacten formularios de contratos o testamentos (cauere) o bien para que les aconsejen cuando deben ira a juicio (agere). El conjunto de todas estas opiniones jurídicas fue configurando todo el Derecho privado, es decir, todo el Derecho cotidiano de cada ciudadano (las compraventas, los préstamos, los testamentos, las propiedades, los asuntos jurídicos matrimoniales, etc.). Libres de presiones del Estado, y tan sólo a base de ciencia, de respuestas y opiniones, los juristas regularon y desarrollaron un sistema jurídico de tal calidad que, aún hoy, es el que seguimos aplicando en nuestra vida cotidiana.

Cerremos ahora el paréntesis (¿quizá para volver a los juristas en otro momento?) y volvamos al Pretor: él, como político que era, estaba sólo de paso por el cargo y no tenía por qué ser un experto en Derecho, de ahí que el peso de la redacción y ampliación del Edicto recayera, en realidad, en los iuris prudentes. Éstos convertían en formulae las demandas de las partes, concentrándolas en unos breves párrafos de texto que eran intercambiables: así, si un demandante alegaba que el otro no había pagado, se insertaba en el "libro de instrucciones" para el juez el párrafo acuñado por los juristas referente a una falta de pago. Si por el contrario la otra parte alegaba mala intención en la actuación de su contrincante, se insertaba el párrafo específicamente creado para reclamaciones por dolo. Y así hasta incorporar tantos párrafos a la fórmula como pretensiones de las partes amparaba el Pretor. De este modo, el juez –no olvidemos que también él no era sino otro ciudadano común, sin especiales estudios jurídicos– recibía un escrito claro y detallado, limitándose su labor a comprobar la veracidad de cada párrafo (es decir, de cada pretensión que demandante y demandado habían formulado ante el Pretor), para decidir al final cuál de los dos contrincantes había probado mejor lo recogido en el escrito, dando su "opinión" (sententia) sobre el asunto llevado a juicio.
Así, a la vez que se desarrollaba, pulía y especializaba el proceso judicial romano, los juristas se volvían maestros en el difícil arte de consignar, con las palabras justas y sin una más ni una menos de las necesarias, los deseos de justicia de cada ciudadano. En un alarde de verdadera orfebrería jurídica, lograron dar a su lengua una precisión más propia casi de los lenguajes matemáticos. Y de este modo, los juristas lograron que el latín se convirtiera, desde entonces y para siempre, en el lenguaje de la Justicia y el Derecho.

Cuando los alumnos de Gayo escuchan esta historia, el Edicto hace tiempo que se ha completado, tutelando todas las situaciones imaginables de la vida (al menos las fundamentales), y se ha consolidado por orden del Emperador Adriano, quien encarga en el 130 d.C. al gran jurista Salvio Juliano que lo redacte de modo definitivo. Este Edicto final —que ya no será "tralaticium" sino "perpetuum"— entra en la lista de las grandes creaciones intelectuales de la Humanidad. Por otra parte, su elenco de acciones judiciales disponibles para los ciudadanos determinará el índice y la estructura de los libros jurídicos durante siglos, pues al girar los procesos judiciales en torno al Edicto, tanto los libros de los juristas romanos como después las grandes recopilaciones legales de los Emperadores seguirán el orden de materias de esta gran obra jurídica.
No es de extrañar, por tanto, que aquellos alumnos salieran aquel día de clase fascinados, comentando entre bromas la vieja historia de sus ancestros perdiendo juicios por decir la palabra "cepa" en vez de "árbol".

Del mismo autor: El proceso romano arcaico



 
Bibliografía

- José Luis Murga Gener, Derecho romano clásico. 2: El proceso, ed. Secretariado de Publicaciones Universidad de Zaragoza, 1983.
- Rudolph von Ihering,  Bromas y veras en la ciencia jurídica. "Ridendo dicere uerum", Madrid 1987. Artículos:
 -"Los ricos y los pobres en el procedimiento civil de la antigua Roma", págs. 147 y ss.
 -"Un trampantojo procesal civil ("Partes secanto")", págs. 205 y ss.   
- César Benayas Huertas, "Las "legis actiones" según Ihering, el interés casacional según el TS, y la justicia sólo para ricos", BFD UNED 27 (2005), Monográfico IV Premio García Goyena, pp. 357-381