dilluns, 20 de gener del 2020

LA REVOLUCIÓN DE LOS JURISTAS ROMANOS



Siempre se dice que nuestros Derechos europeos modernos provienen del Derecho Romano, de igual modo que se dice que el castellano y otras lenguas europeas vienen del latín. Pero, ¿se ha preguntado alguna vez el lector porqué el Derecho viene precisamente de Roma, y no de otro pueblo?

Es decir, ¿porqué no de los griegos, que desarrollaron una filosofía de altísimo nivel, y que veneraron a los grandes legisladores como el mítico Solón? ¿Porqué no de los egipcios, que tenían un Derecho muy desarrollado, que precedió en la Historia al de los romanos en miles de años? O puestos a citar hitos de la historia jurídica de la Humanidad, ¿porqué no hemos heredado el Derecho, como la escritura, de las culturas mesopotámicas, que nos han dejado joyas legislativas antiquísimas como el Código de Hammurabi?

La respuesta es sencilla: porque sólo en Roma se dio una figura relacionada con el Derecho que no tuvo parangón en cultura alguna de todo el Mediterráneo: el jurista.

Al jurista –o iuris prudens, "sabio en Derecho"– no hay que imaginarlo como un juez, puesto que no está integrado en el sistema judicial del Estado, desde donde podría emitir sentencias; tampoco como un magistrado como el Pretor, con poder de dar normas obligatorias por razón de su cargo –lo que los romanos llamaban "potestas"–, como imponer sanciones o emitir edictos. Tampoco es un abogado, puesto que no va a juicio a defender a los clientes ni cobra por su asesoramiento.

El jurista tampoco es un legislador, puesto que no es un cargo político: no es ni un rey, un dictador ni un Emperador. Todos ellos tienen potestas para dar normas, sí, pero eso no diferencia a los romanos de otros pueblos: griegos, sumerios o egipcios tuvieron también dictadores, reyes o faraones que podían dictar Derecho.


No, el jurista romano no es nada de eso, sino algo mucho más grande y a la vez más sencillo: el jurista no es más que un ciudadano de a pie, un hombre de la calle... pero un ciudadano cuyas opiniones se convierten, automáticamente, en Derecho vigente y aplicable a su conciudadanos. Y esto que es algo único en comparación con cualquier pueblo de la Antigüedad.

Pensemos un momento en lo que esto significa: ¿un ciudadano de la calle, que puede crear Derecho con sólo dar su opinión sobre un asunto? Imaginemos que eso sucediera así en nuestros días: que llamara a la puerta un día el vecino del 2ºA, para consultarnos nuestra opinión sobre un problema jurídico que le trae de cabeza. Que nosotros, sin ningún conocimiento previo de Derecho pero aplicando sencillamente el sentido común, le diéramos nuestra opinión al vecino. Y que éste, con nuestra respuesta apuntada por escrito, se fuera tranquilo sabiendo que con dicha respuesta podría no sólo solucionar su problema –pues todo el mundo sabía que la opinión del famoso vecino era tan válida como cualquier ley del Emperador–, sino que incluso podría, si habría problemas, alegarla en juicio, diciendo: "¡Reclamo que se sentencie a mi favor... porque así opina mi vecino del 2ºA!"

Ciudadanos romanos

Pues así era, mutatis mutandis, por mucho que nos sorprenda. Pero claro, al ciudadano actual, criado en un mundo moderno en el que el Derecho sólo puede proceder de los órganos del Estado, se le rompen todos los esquemas: ¿cómo que mi vecino puede crear Derecho sólo con dar sus opiniones en la escalera? ¿Mi vecino, que no sabe ni ha estudiado Derecho? ¿¿Y que encima sus opiniones se me tengan que aplicar obligatoriamente a mí?? Pero... ¿esto lo sabe (y lo permite) el Emperador?

Aquí hacen falta aclarar un par de conceptos previos, para calmar la ansiedad del lector: lo primero que hay que matizar es que dentro del Derecho hay dos grandes ámbitos, que reciben el nombre de "Derecho público" y "Derecho privado". El Derecho público es el que vincula al Estado con el ciudadano, y abarca ramas del ordenamiento como el Derecho fiscal, el Derecho administrativo, el Derecho procesal o el Derecho penal. Es decir, las normas que dicen qué impuestos debo pagar al Estado, a qué órgano tengo que ir para pedir permisos o reclamar, dónde tengo que ir a juicio o cuales de mis actos pueden ser considerados delitos.

El Derecho privado, por el contrario, es el Derecho, por así decir, de andar por casa: no el que une al Estado con el súbdito, sino el que vincula al ciudadano con el ciudadano. Cuando un vecino vende un buey a otro, o le alquila un carruaje, o le presta dinero; cuando un ciudadano se casa con una ciudadana, cuando tienen hijos y éstos reciben los bienes de sus padres al morir. Todo esto es Derecho civil, es decir, de los  "cives", del ciudadano; Derecho que queda en casa, en el ámbito privado. Es el Derecho que aplicamos cada día desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, y desde que nacemos hasta que morimos (y algo después).

Pues bien, los juristas romanos se centraron única y exclusivamente en el Derecho privado: en orientar a sus vecinos, por ejemplo, sobre cómo solucionar el problema de que un vendedor ha vendido un buey... que luego ha resultado que estaba enfermo, o un esclavo para la cocina que luego resulta que no sabía cocinar: ¿me devuelven el dinero, a mí que soy el comprador? Oh, jurista: ¿me quedo con lo comprado pero me hace el vendedor una reducción en el precios? ¿Era responsabilidad del vendedor saber si el buey estaba enfermo, o es el riesgo que corre todo comprador?

Los senadores, los magistrados, las asambleas o los Emperadores, no estaban para estas cosas, la verdad. Estaban para declarara la guerra Pirro o defender a Roma de Aníbal, para gestionar el creciente Imperio y para garantizar el abastecimiento de trigo a Roma, para construir y proteger las vías de comunicación, organizar juegos y aplicar suplicios, o incluso para matarse entre ellos o declarar la guerra civil. Con todo esto ocupando sus afanes, desde luego para lo que no estaban era para la minucia de los bueyes que no aran o de los esclavos que no cocinan, no; eso se lo dejan a los juristas.

Pero, ¿quiénes eran, estos juristas? ¿Qué tenían de especial estos ciudadanos, para disfrutar de tal influencia? ¿Podía cualquiera convertirse en jurista?

Pontifex Maximus
Parece ser que los más antiguos juristas romanos, allá en la remota Monarquía y comienzos de la República (es decir, entre los siglos VIII a IV a.C.) fueron al principio los sacerdotes. Es una época en que el Derecho es probablemente aún concebido como algo sagrado heredado de los dioses –no en vano una de las teorías que explican el origen del término "Ius", la palabra más antigua para designar el Derecho, la relaciona con la misma raíz del nombre del padre de los dioses, Iuppiter / Iovis ­– y donde los sacerdotes hacen de intermediarios entre los hombres y los dioses (son los "pontifices", es decir, los que "hacen puentes" entre los dos mundos). No es de extrañar que, en ese contexto jurídico-religioso, los ciudadanos acudieran al templo a pedir consejo sobre sus pequeños problemas jurídicos cotidianos a los sacerdotes.

Los sacerdotes, sin embargo, ofrecían a los ciudadanos soluciones... pero no explicaciones: los romanos acudían con un problema, y recibían la solución, pero no sabían porqué esa era la respuesta mejor, ni cómo había llegado el jurista a esa conclusión. Conocer la misteriosa técnica por la cual un sacerdote llegaba a dar aquellas respuestas jurídicas –la "interpretatio­"–, sólo podía explicarse por la privilegiada relación del pontifex con los dioses. Por tanto, nadie que no fuera sacerdote podía acceder a conocer los misterios de la interpretación por tanto del aplicación del Ius sagrado a la vida cotidiana.

Cuenta sin embargo la tradición –o la leyenda– que un aprendiz de sacerdote, Gneo Flavio, hurtó algunos de los formularios jurídicos que usaban los sacerdotes en su labor y los reveló al pueblo, recibiendo por ello grandes honores. Esto, que debió suceder hacia mediados del siglo IV a.C., hizo consciente al pueblo de Roma de que la cosa tenía truco: que la interpretatio del Derecho para encontrar soluciones adecuadas a los problemas de la vida cotidiana no era un poder mágico ni una revelación divina, sino sencillamente una técnica, lo que los romanos llamaban una "ars".

Revelado el secreto, sabemos que algunos sacerdotes romanos empezaron a dar respuestas en público, revelando así los pormenores de su arte. La tradición ha conservado incluso el nombre del primer sacerdote que lo hizo: Tiberio Coruncanio, que comenzó a dar respuestas públicas hacía finales del siglo IV a.C., en plena República romana. Parece ser que los ciudadanos acudían ahora sacerdote con sus problemas jurídicos, no sólo para que él se los solucionara o les orientara sobre cómo actuar, sino para que les explicara el porqué: cómo se analizaba un problema, como se diferenciaba lo jurídico de lo no jurídico, en qué había que fijarse para llegar a la mejor solución posible, etc.

Herenio Modestino, jurista romano
Es fácil imaginar que el pueblo de Roma debía asistir fascinado a esa gran revolución: ¡sacerdotes explicando a los laicos los misterios de la interpretatio de los intrincados problemas jurídicos de la vida! Y como es lógico, parece ser que junto con los ciudadanos que acudían a los sacerdotes en busca de asesoramiento, empezaron a llegar también otros ciudadanos que sólo querían escuchar; sentarse cerca del jurista y oír cómo razonaba, para aprender de él. Con la intención, algún día, de ser como él.

Y así es como empezamos a tener noticias de juristas romanos que, por primera vez, no son sacerdotes: son ciudadanos normales que han aprendido el arte de la interpretatio, y que ofrecen sus consejos a los ciudadanos que los precisen. Pero estos nuevos iuris prudentes, al revés que sus antecesores, tienen que ganarse a pulso el respeto de sus conciudadanos: pues si el Derecho no es ya considerado un arte divino, ni ellos mismos son sacerdotes, ¿porqué considerar que sus respuestas jurídicas tienen base fiable? ¿Porqué acudir con mis problemas jurídicos al vecino de la domus de al lado, cuando no es más que un mero ciudadano como yo?

Por su "auctoritas", responderían el resto de vecinos. Porque cuando estudia tu problema, te lo analiza de un modo que no puedes ni imaginar una solución mejor. Porque te ayuda a redactar un testamento o un contrato con un lenguaje tan preciso y claro, que te sientes seguro al saber que no va a provocar duda ni ambigüedad alguna. Porque cuando te da una respuesta a tu problema sientes en como si acertara a tocar en el fondo de tu alma ese sentimiento de justicia innato que todos llevamos dentro, que te deja convencido (y fascinado) sin necesidad de más discusión.

En efecto: los ciudadanos que habían aprendido el arte de razonar jurídicamente, de analizar un problema jurídico hasta desmenuzarlo y llegar a su núcleo de justicia, tenían que demostrarlo ante el jurado más exigente y escéptico que hay: el resto de sus conciudadanos, sus vecinos, personas de a pie que acudían a consultarle y que, si no salían convencidos, no volverían más. Y que no le recomendarían, ni hablarían de él a sus familiares y amigos. Y así, el vecino con ínfulas de iuris prudens no llegaría a ser otra cosa que un ciudadano con el iluso hobby intelectual de imitar a los grandes.

Pero si de verdad había aprendido el arte de la interpretatio, si realmente había desarrollado la capacidad de encontrar la respuesta justa para cada problema nuevo que la vida plantea, entonces sus respuestas serían celebradas, su fama crecería como la espuma y ciudadanos de todos los lugares acudirían a su puerta a pedirle consejo, a confiarle la redacción de sus documentos más preciados, a confiarle sus problemas. Y así iría adquiriendo "auctoritas", ese prestigio indefinible que no se logra con cargos ni con honores, sino sólo ganándose el más profundo, sincero y generalizado respeto del ciudadano de a pie.

Lo increíble del concepto de auctoritas, es que la sociedad romana la consideraba equivalente a la maiestas del pueblo o la potestas de los magistrados; en otras palabras, que la opinión jurídica de un jurista valía, por su auctoritas, tanto como un edicto del pretor o una ley de la asamblea: su opinión de ciudadano se convertía en una verdadera norma jurídica, norma que podía incluso alegarse en juicio. En aquella Roma de la República creciente, un ciudadano podía alegar que se sentenciara a su favor "porque en ese sentido se ha pronunciado Quinto Mucio Escévola", del mismo modo que hoy nosotros aportamos en nuestro favor un artículo determinado del Código Civil o de la Ley Hipotecaria.

Y así, consulta a consulta, respuesta a respuesta, aquellos ciudadanos denominados "sabios en el Derecho" por sus vecinos empezaron a construir un edificio jurídico como no se había visto jamás antes en el Mundo Antiguo. Mientras los poderes públicos estaban atendiendo las grandes vicisitudes propias de un Estado en expansión, los iurisprudentes atendían los problemas jurídicos del día a día de sus vecinos, acumulando una experiencia en el razonamiento jurídico, en el análisis de los problemas y en el lenguaje técnico, que no tenía parangón posible.

Este maravilloso arte incipiente, basado tan sólo en la acumulación de respuestas a problemas cotidianos, adolecía por sí mismo del andamiaje intelectual sistemático que define a toda ciencia. Los romanos, la genialidad la tenían; las herramientas intelectuales, aún no. Estas herramientas llegarían del otro lado del mar, hacia el siglo II a.C., cuando Roma incorpora Grecia a su Imperio.

En efecto, como es sabido, con cada victoria romana no llegaban sólo riquezas y esclavos, sino también ideas y nuevas visiones del mundo. Y de Grecia, en concreto, llegaron bibliotecas enteras. El pensamiento griego entró con fuerza en los círculos cultos de la Roma dirigente (los juristas laicos de los tiempos de la República pertenecían, como es lógico, a las clases elevadas de Roma), y al igual que influyó en la literatura y las artes plásticas, proporcionó a los juristas los instrumentos intelectuales necesarios para llevar su castizo arte de interpretar el Derecho a niveles de excelencia intelectual como no se ha visto jamás en la Historia de la Humanidad.

Así, los juristas aprendieron de los griegos a mirar el Derecho con ojos científicos, a clasificar los problemas jurídicos de la vida cotidiana con los las mismas técnicas con que los filósofos griegos sistematizaban la Naturaleza, apreciando por ejemplo "géneros" y "especies" en las obligaciones y en los contratos, como los filósofos los veían en los seres vivos o en los astros del cielo. Eso permitía atribuir una misma respuesta a problemas del mismo género, o establecer sutiles diferencias para distinguir entre problemas aparentemente similares pero que pertenecían a especies distintas, y que por tanto precisaban soluciones diferentes.

Los juristas de la Roma de fines de la República dan así un salto cualitativito en la historia del arte del Derecho, y de esa época se conservan nombres que para siempre estarán asociados con los pioneros del pensamiento jurídico moderno: Manlio Manilio, Publio y Mucio Escévola, Servio Sulpicio Rufo, Aquilio Galo... Es la época, además, en que los iuris prudentes empiezan a escribir tratados (como los míticos XVIII libri iuris civilis de Q. Mucio), dejando por tanto su sabiduría recogida por primera vez en escritos que permitirían inspirar y formar a generaciones de juristas posteriores, los cuales ya no precisarían de acudir personalmente a la casa del jurista a escuchar, fascinados, las respuestas del gran maestro, para poder comenzar a imitarles.

El Derecho privado romano, por tanto, no se creó como en nuestros días: no lo hizo la ley, ni el Senado ni los magistrados; no hubo un "Código Civil" oficial que recogiera las normas aplicables a los ciudadanos. No, la experiencia de cotidiana de cientos y cientos de casos resueltos a los juristas les permitió acumular un acervo inigualable de soluciones jurídicas a cualquier posible problema de la vida cotidiana; desarrollar un arte de la interpretación guiado por las mejores mentes del momento; y pulir un modelo de creación del Derecho sin parangón en el Mundo Antiguo, puesto que se trataba de ciudadanos libres que, lejos de cualquier intervención del Estado, solucionaban con eficiencia los problemas de cada vecino, siento éste su mayor crítico y a la vez el principal altavoz de su fama. Un Derecho hecho por ciudadanos, sometido a crítica por ciudadanos, y aplicado a ciudadanos. Y todo ello, sin que el poder entre para nada.

No es de extrañar que desde entonces no hayamos encontrado nada mejor, que no podamos imaginar un modo de vivir cotidiano distinto al que nos legaron los romanos. La libertad con la que trabajaron los juristas dio lugar a lo que sin duda debe considerarse una de la cumbres máximas del pensamiento humano, un despliegue de genio intelectual al que se puede comparar quizá el otro gran producto de la mente romana, la ingeniería: el arte de resolver un problema, sea este jurídico o geográfico, por medio sólo de la razón, ya sea tendiendo soluciones o puentes; de hacer llegar la justicia, o el agua, a quien la necesite, sin que importe cuán intricado sea su problema jurídico o cuán profundo el valle que nos separe. La construcción del sistema jurídico privado romano, como la maravilla de crear redes de acueductos, regaló a sus ciudadanos (y a la posteridad) una de las bases de la civilización occidental.

Y esto era sólo el principio: lo mejor estaba aún por llegar, pues la Jurisprudencia romana llegaría a su culmen en el Principado, es decir, a lo largo del Alto Imperio (siglos I-III d.C.)... pero esto merece, sin duda, dedicarle otra entrada la próxima ocasión.

Del mismo autor: El proceso romano arcaico
                                   El proceso romano: el sistema judicial que un imperio necesita




Bibliografía

- José Luis Murga Gener, Derecho romano clásico. 2: El proceso, ed. Secretariado de Publicaciones Universidad de Zaragoza, 1983.
- Rudolph von Ihering,  Bromas y veras en la ciencia jurídica. "Ridendo dicere uerum", Madrid 1987. Artículos:
 -"Los ricos y los pobres en el procedimiento civil de la antigua Roma", págs. 147 y ss.
 -"Un trampantojo procesal civil ("Partes secanto")", págs. 205 y ss.   
- César Benayas Huertas, "Las "legis actiones" según Ihering, el interés casacional según el TS, y la justicia sólo para ricos", BFD UNED 27 (2005), Monográfico IV Premio García Goyena, pp. 357-381