Siempre se dice que nuestros
Derechos europeos modernos provienen del Derecho Romano, de igual modo que se
dice que el castellano y otras lenguas europeas vienen del latín. Pero, ¿se ha
preguntado alguna vez el lector porqué el Derecho viene precisamente de
Roma, y no de otro pueblo?
Es decir, ¿porqué no de los
griegos, que desarrollaron una filosofía de altísimo nivel, y que veneraron a
los grandes legisladores como el mítico Solón? ¿Porqué no de los egipcios, que
tenían un Derecho muy desarrollado, que precedió en la Historia al de los
romanos en miles de años? O puestos a citar hitos de la historia jurídica de la
Humanidad, ¿porqué no hemos heredado el Derecho, como la escritura, de las
culturas mesopotámicas, que nos han dejado joyas legislativas antiquísimas como
el Código de Hammurabi?
La respuesta es sencilla: porque
sólo en Roma se dio una figura relacionada con el Derecho que no tuvo parangón
en cultura alguna de todo el Mediterráneo: el jurista.
Al jurista –o iuris prudens, "sabio
en Derecho"– no hay que imaginarlo como un juez, puesto que no está
integrado en el sistema judicial del Estado, desde donde podría emitir
sentencias; tampoco como un magistrado como el Pretor, con poder de dar normas
obligatorias por razón de su cargo –lo que los romanos llamaban "potestas"–,
como imponer sanciones o emitir edictos. Tampoco es un abogado, puesto que no va
a juicio a defender a los clientes ni cobra por su asesoramiento.
El jurista tampoco es un
legislador, puesto que no es un cargo político: no es ni un rey, un dictador ni
un Emperador. Todos ellos tienen potestas para dar normas, sí, pero eso
no diferencia a los romanos de otros pueblos: griegos, sumerios o egipcios
tuvieron también dictadores, reyes o faraones que podían dictar Derecho.
No, el jurista romano no es nada
de eso, sino algo mucho más grande y a la vez más sencillo: el jurista no es
más que un ciudadano de a pie, un hombre de la calle... pero un ciudadano cuyas
opiniones se convierten, automáticamente, en Derecho vigente y aplicable a su
conciudadanos. Y esto sí que es algo único en comparación con cualquier
pueblo de la Antigüedad.
Pensemos un momento en lo que esto significa: ¿un ciudadano de la calle, que puede crear Derecho con sólo dar su opinión sobre un asunto? Imaginemos que eso sucediera así en nuestros días: que llamara a la puerta un día el vecino del 2ºA, para consultarnos nuestra opinión sobre un problema jurídico que le trae de cabeza. Que nosotros, sin ningún conocimiento previo de Derecho pero aplicando sencillamente el sentido común, le diéramos nuestra opinión al vecino. Y que éste, con nuestra respuesta apuntada por escrito, se fuera tranquilo sabiendo que con dicha respuesta podría no sólo solucionar su problema –pues todo el mundo sabía que la opinión del famoso vecino era tan válida como cualquier ley del Emperador–, sino que incluso podría, si habría problemas, alegarla en juicio, diciendo: "¡Reclamo que se sentencie a mi favor... porque así opina mi vecino del 2ºA!"
Ciudadanos romanos |
Pues así era, mutatis mutandis, por mucho que nos sorprenda. Pero claro, al ciudadano actual, criado en un mundo moderno en el que el Derecho sólo puede proceder de los órganos del Estado, se le rompen todos los esquemas: ¿cómo que mi vecino puede crear Derecho sólo con dar sus opiniones en la escalera? ¿Mi vecino, que no sabe ni ha estudiado Derecho? ¿¿Y que encima sus opiniones se me tengan que aplicar obligatoriamente a mí?? Pero... ¿esto lo sabe (y lo permite) el Emperador?
Aquí hacen falta aclarar un par
de conceptos previos, para calmar la ansiedad del lector: lo primero que hay
que matizar es que dentro del Derecho hay dos grandes ámbitos, que reciben el
nombre de "Derecho público" y "Derecho privado". El Derecho
público es el que vincula al Estado con el ciudadano, y abarca ramas del ordenamiento
como el Derecho fiscal, el Derecho administrativo, el Derecho procesal o el
Derecho penal. Es decir, las normas que dicen qué impuestos debo pagar al
Estado, a qué órgano tengo que ir para pedir permisos o reclamar, dónde tengo
que ir a juicio o cuales de mis actos pueden ser considerados delitos.
El Derecho privado, por el
contrario, es el Derecho, por así decir, de andar por casa: no el que une al
Estado con el súbdito, sino el que vincula al ciudadano con el ciudadano.
Cuando un vecino vende un buey a otro, o le alquila un carruaje, o le presta
dinero; cuando un ciudadano se casa con una ciudadana, cuando tienen hijos y
éstos reciben los bienes de sus padres al morir. Todo esto es Derecho civil, es
decir, de los "cives", del
ciudadano; Derecho que queda en casa, en el ámbito privado. Es el Derecho que
aplicamos cada día desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, y desde
que nacemos hasta que morimos (y algo después).
Pues bien, los juristas romanos
se centraron única y exclusivamente en el Derecho privado: en orientar a sus
vecinos, por ejemplo, sobre cómo solucionar el problema de que un vendedor ha
vendido un buey... que luego ha resultado que estaba enfermo, o un esclavo para
la cocina que luego resulta que no sabía cocinar: ¿me devuelven el dinero, a mí
que soy el comprador? Oh, jurista: ¿me quedo con lo comprado pero me hace el vendedor
una reducción en el precios? ¿Era responsabilidad del vendedor saber si el buey
estaba enfermo, o es el riesgo que corre todo comprador?
Los senadores, los magistrados, las
asambleas o los Emperadores, no estaban para estas cosas, la verdad. Estaban
para declarara la guerra Pirro o defender a Roma de Aníbal, para gestionar el
creciente Imperio y para garantizar el abastecimiento de trigo a Roma, para
construir y proteger las vías de comunicación, organizar juegos y aplicar
suplicios, o incluso para matarse entre ellos o declarar la guerra civil. Con
todo esto ocupando sus afanes, desde luego para lo que no estaban era para la minucia
de los bueyes que no aran o de los esclavos que no cocinan, no; eso se lo dejan
a los juristas.
Pero, ¿quiénes eran, estos
juristas? ¿Qué tenían de especial estos ciudadanos, para disfrutar de tal
influencia? ¿Podía cualquiera convertirse en jurista?
Pontifex Maximus |
Los sacerdotes, sin embargo, ofrecían
a los ciudadanos soluciones... pero no explicaciones: los romanos acudían con
un problema, y recibían la solución, pero no sabían porqué esa era la
respuesta mejor, ni cómo había llegado el jurista a esa conclusión. Conocer la
misteriosa técnica por la cual un sacerdote llegaba a dar aquellas respuestas
jurídicas –la "interpretatio"–, sólo podía explicarse por la
privilegiada relación del pontifex con los dioses. Por tanto, nadie que
no fuera sacerdote podía acceder a conocer los misterios de la interpretación por
tanto del aplicación del Ius sagrado a la vida cotidiana.
Cuenta sin embargo la tradición
–o la leyenda– que un aprendiz de sacerdote, Gneo Flavio, hurtó algunos de los
formularios jurídicos que usaban los sacerdotes en su labor y los reveló al
pueblo, recibiendo por ello grandes honores. Esto, que debió suceder hacia
mediados del siglo IV a.C., hizo consciente al pueblo de Roma de que la cosa
tenía truco: que la interpretatio del Derecho para encontrar soluciones
adecuadas a los problemas de la vida cotidiana no era un poder mágico ni una
revelación divina, sino sencillamente una técnica, lo que los romanos llamaban
una "ars".
Revelado el secreto, sabemos que
algunos sacerdotes romanos empezaron a dar respuestas en público, revelando así
los pormenores de su arte. La tradición ha conservado incluso el nombre del
primer sacerdote que lo hizo: Tiberio Coruncanio, que comenzó a dar respuestas
públicas hacía finales del siglo IV a.C., en plena República romana. Parece ser
que los ciudadanos acudían ahora sacerdote con sus problemas jurídicos, no sólo
para que él se los solucionara o les orientara sobre cómo actuar, sino para que
les explicara el porqué: cómo se analizaba un problema, como se
diferenciaba lo jurídico de lo no jurídico, en qué había que fijarse para
llegar a la mejor solución posible, etc.
Herenio Modestino, jurista romano |
Y así es como empezamos a tener noticias
de juristas romanos que, por primera vez, no son sacerdotes: son ciudadanos
normales que han aprendido el arte de la interpretatio, y que ofrecen
sus consejos a los ciudadanos que los precisen. Pero estos nuevos iuris
prudentes, al revés que sus antecesores, tienen que ganarse a pulso el
respeto de sus conciudadanos: pues si el Derecho no es ya considerado un arte
divino, ni ellos mismos son sacerdotes, ¿porqué considerar que sus respuestas
jurídicas tienen base fiable? ¿Porqué acudir con mis problemas jurídicos al vecino
de la domus de al lado, cuando no es más que un mero ciudadano como yo?
Por su "auctoritas",
responderían el resto de vecinos. Porque cuando estudia tu problema, te lo
analiza de un modo que no puedes ni imaginar una solución mejor. Porque te
ayuda a redactar un testamento o un contrato con un lenguaje tan preciso y
claro, que te sientes seguro al saber que no va a provocar duda ni ambigüedad
alguna. Porque cuando te da una respuesta a tu problema sientes en como si
acertara a tocar en el fondo de tu alma ese sentimiento de justicia innato que
todos llevamos dentro, que te deja convencido (y fascinado) sin necesidad de
más discusión.
En efecto: los ciudadanos que
habían aprendido el arte de razonar jurídicamente, de analizar un problema
jurídico hasta desmenuzarlo y llegar a su núcleo de justicia, tenían que
demostrarlo ante el jurado más exigente y escéptico que hay: el resto de sus conciudadanos,
sus vecinos, personas de a pie que acudían a consultarle y que, si no salían
convencidos, no volverían más. Y que no le recomendarían, ni hablarían de él a
sus familiares y amigos. Y así, el vecino con ínfulas de iuris prudens no
llegaría a ser otra cosa que un ciudadano con el iluso hobby intelectual
de imitar a los grandes.
Pero si de verdad había aprendido
el arte de la interpretatio, si realmente había desarrollado la
capacidad de encontrar la respuesta justa para cada problema nuevo que la vida
plantea, entonces sus respuestas serían celebradas, su fama crecería como la
espuma y ciudadanos de todos los lugares acudirían a su puerta a pedirle
consejo, a confiarle la redacción de sus documentos más preciados, a confiarle
sus problemas. Y así iría adquiriendo "auctoritas", ese
prestigio indefinible que no se logra con cargos ni con honores, sino sólo
ganándose el más profundo, sincero y generalizado respeto del ciudadano de a
pie.
Lo increíble del concepto de auctoritas,
es que la sociedad romana la consideraba equivalente a la maiestas del
pueblo o la potestas de los magistrados; en otras palabras, que la
opinión jurídica de un jurista valía, por su auctoritas, tanto como un
edicto del pretor o una ley de la asamblea: su opinión de ciudadano se
convertía en una verdadera norma jurídica, norma que podía incluso alegarse en
juicio. En aquella Roma de la República creciente, un ciudadano podía alegar
que se sentenciara a su favor "porque en ese sentido se ha pronunciado
Quinto Mucio Escévola", del mismo modo que hoy nosotros aportamos en
nuestro favor un artículo determinado del Código Civil o de la Ley Hipotecaria.
Y así, consulta a consulta,
respuesta a respuesta, aquellos ciudadanos denominados "sabios en el
Derecho" por sus vecinos empezaron a construir un edificio jurídico como
no se había visto jamás antes en el Mundo Antiguo. Mientras los poderes
públicos estaban atendiendo las grandes vicisitudes propias de un Estado en
expansión, los iurisprudentes atendían los problemas jurídicos del día a
día de sus vecinos, acumulando una experiencia en el razonamiento jurídico, en
el análisis de los problemas y en el lenguaje técnico, que no tenía parangón
posible.
Este maravilloso arte
incipiente, basado tan sólo en la acumulación de respuestas a problemas
cotidianos, adolecía por sí mismo del andamiaje intelectual sistemático que
define a toda ciencia. Los romanos, la genialidad la tenían; las herramientas
intelectuales, aún no. Estas herramientas llegarían del otro lado del mar,
hacia el siglo II a.C., cuando Roma incorpora Grecia a su Imperio.
En efecto, como es sabido, con
cada victoria romana no llegaban sólo riquezas y esclavos, sino también ideas y
nuevas visiones del mundo. Y de Grecia, en concreto, llegaron bibliotecas
enteras. El pensamiento griego entró con fuerza en los círculos cultos de la
Roma dirigente (los juristas laicos de los tiempos de la República pertenecían,
como es lógico, a las clases elevadas de Roma), y al igual que influyó en la
literatura y las artes plásticas, proporcionó a los juristas los instrumentos
intelectuales necesarios para llevar su castizo arte de interpretar el Derecho
a niveles de excelencia intelectual como no se ha visto jamás en la Historia de
la Humanidad.
Así, los juristas aprendieron de los griegos a mirar el Derecho con ojos científicos, a clasificar los problemas jurídicos de la vida cotidiana con los las mismas técnicas con que los filósofos griegos sistematizaban la Naturaleza, apreciando por ejemplo "géneros" y "especies" en las obligaciones y en los contratos, como los filósofos los veían en los seres vivos o en los astros del cielo. Eso permitía atribuir una misma respuesta a problemas del mismo género, o establecer sutiles diferencias para distinguir entre problemas aparentemente similares pero que pertenecían a especies distintas, y que por tanto precisaban soluciones diferentes.
Así, los juristas aprendieron de los griegos a mirar el Derecho con ojos científicos, a clasificar los problemas jurídicos de la vida cotidiana con los las mismas técnicas con que los filósofos griegos sistematizaban la Naturaleza, apreciando por ejemplo "géneros" y "especies" en las obligaciones y en los contratos, como los filósofos los veían en los seres vivos o en los astros del cielo. Eso permitía atribuir una misma respuesta a problemas del mismo género, o establecer sutiles diferencias para distinguir entre problemas aparentemente similares pero que pertenecían a especies distintas, y que por tanto precisaban soluciones diferentes.
Los juristas de la Roma de fines
de la República dan así un salto cualitativito en la historia del arte del
Derecho, y de esa época se conservan nombres que para siempre estarán asociados
con los pioneros del pensamiento jurídico moderno: Manlio Manilio, Publio y
Mucio Escévola, Servio Sulpicio Rufo, Aquilio Galo... Es la época, además, en
que los iuris prudentes empiezan a escribir tratados (como los míticos XVIII
libri iuris civilis de Q. Mucio), dejando por tanto su sabiduría recogida
por primera vez en escritos que permitirían inspirar y formar a generaciones de
juristas posteriores, los cuales ya no precisarían de acudir personalmente a la
casa del jurista a escuchar, fascinados, las respuestas del gran maestro, para
poder comenzar a imitarles.
No es de extrañar que desde
entonces no hayamos encontrado nada mejor, que no podamos imaginar un modo de
vivir cotidiano distinto al que nos legaron los romanos. La libertad con la que
trabajaron los juristas dio lugar a lo que sin duda debe considerarse una de la
cumbres máximas del pensamiento humano, un despliegue de genio intelectual al
que se puede comparar quizá el otro gran producto de la mente romana, la
ingeniería: el arte de resolver un problema, sea este jurídico o geográfico, por
medio sólo de la razón, ya sea tendiendo soluciones o puentes; de hacer llegar la
justicia, o el agua, a quien la necesite, sin que importe cuán intricado sea su
problema jurídico o cuán profundo el valle que nos separe. La construcción del
sistema jurídico privado romano, como la maravilla de crear redes de
acueductos, regaló a sus ciudadanos (y a la posteridad) una de las bases de la
civilización occidental.
Y esto era sólo el principio: lo
mejor estaba aún por llegar, pues la Jurisprudencia romana llegaría a su culmen
en el Principado, es decir, a lo largo del Alto Imperio (siglos I-III d.C.)...
pero esto merece, sin duda, dedicarle otra entrada la próxima ocasión.
Del mismo autor: El proceso romano arcaico
Bibliografía
- José Luis Murga Gener, Derecho romano clásico. 2: El proceso, ed. Secretariado de Publicaciones Universidad de Zaragoza, 1983.
- Rudolph von Ihering, Bromas y veras en la ciencia jurídica. "Ridendo dicere uerum", Madrid 1987. Artículos:
-"Los ricos y los pobres en el procedimiento civil de la antigua Roma", págs. 147 y ss.
-"Un trampantojo procesal civil ("Partes secanto")", págs. 205 y ss.
- César Benayas Huertas, "Las "legis actiones" según Ihering, el interés casacional según el TS, y la justicia sólo para ricos", BFD UNED 27 (2005), Monográfico IV Premio García Goyena, pp. 357-381